Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

jueves, 26 de noviembre de 2015

Crónica de la Tierra

Foto de Emilia Albán: "Me enteré que Charles Darwin por la forma de su nariz era una persona poco confiable"





Cuando tenía siete años pensaba que un día mis padres me llamarían al cuarto y me dirían “tenemos que hablar contigo”. Ese día ellos me revelarían el secreto. Me confesarían, al fin, de dónde vinimos, para qué venimos, a dónde vamos y qué hacemos aquí.

Ese día sería alucinante. Se sacarían sus máscaras de humanos y me enseñarían su verdadero rostro. Quizá abrirían la puerta del clóset y en lugar de ropa estaría ahí colgado el Universo. Y yo entendería, no sé cómo, todo. Todo. El por qué de la angustia de los domingos, la tristeza de los atardeceres, el significado de los sueños. Me dirían que no existe la muerte. Que todo era una prueba. Una broma de mal gusto. Sería una especie de Truman Show, una revelación en la que todos me dirían que estaban actuando. Porque todos ya habían pasado por eso y ahora yo me estaba iniciando en este proceso que era como un video juego llamado vida. Luego proyectarían, en pantalla grande, los momentos de mi vida en los que me sentí sola, desconcertada, perdida. Me dirían que fue duro, pero que ya pasó. Entonces, de una puerta –quizá también la del clóset– saldrían mis seres queridos, mis seres perdidos, sonaría la mejor canción de Los Beatles y todos aplaudirían. Los mareos, los calambres en el alma, las pesadillas, el miedo, todo se habría esfumado.


Ese día nunca llegó.


Al principio pensaba que tal vez era muy pequeña, que era una cuestión de tiempo. Pero los años seguían pasando y ellos seguían callados. Un día me di cuenta de la verdad más aterradora: ellos tampoco sabían. Las personas que me habían traído al mundo no tenían idea de dónde estaban parados. Ellos también tenían miedo. Ellos también esperaban que alguien los salvara. Habíamos caído, sin paracaídas, en un inmenso planeta azul. Todos éramos hermanos. Mis padres eran mis hermanos porque compartíamos la misma incertidumbre.


Sí, era en serio.
Nos habían lanzado al océano.
Y nadie nos salvaría.


En la adolescencia, ese mar lleno de pirañas y tiburones y barcos pesqueros, inventé mi propio Dios. Mi madre había cambiado EL Capital de Marx por  ideales más New Age y aunque mi padre seguía siendo, como siempre, ateo, bien dice el filósofo esloveno Zizek que el ateo sigue rezando en silencio. Muy probablemente fue ese cocktail de tendencias el que me condujo a construir mi propia religión como quien construye una balsa para no ahogarse en el basto océano de la breve pero eterna existencia quinceañera: una balsa, eso sí, armada con troncos de varios árboles distintos. En los tiempos que corren, cada uno cree como puede. Y yo creo con parches: partes zen, partes católicas, partes de ritos obsesivos compulsivos.


Nadie tiene idea de cómo llegamos a este planeta ni para qué. Es más, ni siquiera hemos logrado ponernos de acuerdo y escoger un lugar, uno solo, donde ir después de muertos
(si alguien del más allá está leyendo esto: todo lo que necesitamos es una señal, que nos digan si hay o no hay, nada más) Todos los días amanece y anochece. Hay un cielo lleno de estrellas que no podemos tocar. La gente se apaga. Los ojos de los gatos esconden formas mágicas. Hay música. Piedras. Mar. Pensamientos. Sueños. Pero seguimos buscando facturas, lavándonos los dientes, comiendo la sopa, y solo a veces, debido a una pequeña falla en The Matrix, nos vemos las manos y nos parecen extrañas, sagradas, y por un segundo podemos sentir la vibración del planeta y pensamos que llegará el día en que tanto amor se disuelva en un instante. Pero hoy somos compañeros
del tiempo, huérfanos en este viaje sin sentido.

(Diners)

lunes, 9 de noviembre de 2015

Carretera de burgueses y vagabundos (especulación insomne)


1. Buñuel, el malcriado
A Luis Buñuel le gustaba el ruido de la lluvia. No le gustaba el desierto ni la civilización árabe, menos aún la japonesa. Tampoco le gustaban los ciegos. “Entre todos los ciegos del mundo, hay uno que no me agrada mucho, Jorge Luis Borges. Es un buen escritor, pero el mundo está lleno de buenos escritores. Y yo no respeto a nadie porque sea buen escritor. Hacen falta otras cualidades”, dijo el cineasta aragonés. Le gustaban las pequeñas herramientas: destornilladores, alicates, lupas o tijeras que le acompañaban a todas partes, fieles como su cepillo de dientes, decía. Acostumbraba lanzar cubos de hielo a los transeúntes que pasaban por su casa. Al estreno de Un perro Andaluz llevó piedras en los bolsillos para lanzárselas a los espectadores a los que no les gustara la película. Una día se hizo pasar por guía del museo El Prado y dijo sobre las obras lo primero que se le ocurrió a todo un grupo de turistas. Esta excentricidad no era una pose, o sí, pero actuar de loco es ya una forma de locura. Buñuel, como Ionesco, Mrozek o Charms, se inclinaba naturalmente hacia el absurdo, tendencia que no tiene otro objeto que burlarse del poder. Era políticamente incorrecto. No tenía reparo en reírse, no solo de la burguesía o de la Iglesia, sino del consagrado folklore, los sombreros mexicanos, el comunismo, los espectadores que odiaban su obra (y los que la amaban), de la gente a la que lanzaba cubos de hielo, por gusto. Su naturaleza era desafiar, molestar, romper. Con él no había verdades ni dioses. Solo la posibilidad de romper. Destruir. Crear. Y claro, reír. Sin la risa, Buñuel no es Buñuel.
2. El discreto encanto de la burguesía
Seis individuos caminan apurados en una carretera abandonada. Van muy elegantes, intentan no despeinarse mientras ‘avanzan’ por un camino sin final (pues nunca tuvo principio). Esta escena se repite varias veces a lo largo de El discreto encanto de la burguesía, película de Buñuel, escrita junto con Jean Claude Carrière y estrenada en 1972. La trama habla de seis burgueses: don Rafael Acosta, embajador de Miranda; el matrimonio Thévenot; el matrimonio Sénechal, y Florence, la hermana de Madame Thévenot. Estos individuos de clase alta no quieren cambiar el mundo, ni conquistar a un amor ni resolver conflictos existenciales. Tienen una sola aspiración: comer. Quieren degustar un gran banquete, tomar un té caliente, o comer una tarta de chocolate… Pero cuando están a punto de hacerlo descubren que hay un muerto en la cocina; cuando van a un restaurante, no hay té ni café ni infusiones aromáticas. Nunca consuman su deseo. Buñuel hiperboliza con humor la tragedia del ser humano que no puede consumar, la exagera y la lleva a extremos absurdos. El filme tiene la forma del sueño en que el despertar equivale a la muerte del deseo. Una escena muestra un sueño de Raphael, parodia de un embajador corrupto perseguido por la Policía, agentes secretos, el esposo de su amante, su conciencia... cuando Raphael al fin va a degustar un jugoso pedazo de cordero asado —el oscuro objeto de su deseo— entran agentes misteriosos y le disparan sin piedad, como si su culpa no le permitiera hacer lo que más le gusta). Pero antes de morir, Raphael despierta. Entonces, baja a la cocina, abre la refrigeradora y hace lo que no ha logrado en toda la película: comer un pedazo de cordero. Se cierra el círculo, podría morir el deseo. Pero regresa: La película termina con la caminata eterna de los seis personajes en la carretera.
Las escenas argumentales son interrumpidas por otras oníricas: los personajes en la carretera, los sueños de algunos de ellos que muestran escenarios surreales, como de pinturas de Giorgio De Chirico. Sin embargo, no son estas escenas las que la convierten en una película surrealista. Como en El ángel exterminador, los personajes nunca pueden tener un objetivo aparentemente fácil por un impedimento absurdo, ajeno a su lógica.
Cuentan que Buñuel no quería filmar El ángel exterminador en México porque decía  que los personajes originalmente eran londinenses y que las pequeñas servilletas mexicanas no estarían a la altura del ambiente burgués europeo que quería retratar. Sin embargo, el crew le convenció de hacerlo en México, y además no tenía otra opción, pues tampoco tenía el dinero suficiente. Aunque la película fue un éxito, a Buñuel siempre le molestó el dejo mexicano que se notaba en los actores y los decorados. Quizá por eso luego hizo El discreto encanto de la burguesía, esta vez sí en Europa. Es curioso, pero la película parece una cierta continuación de la otra. Los dos filmes manejan el mismo (o casi) planteamiento: la burguesía como escenario surreal. No son los elementos oníricos los que las vuelven absurdas, son los personajes con sus perlas, su piano y su vino, los que viven una realidad tan sesgada que se vuelve surreal; así, la mano que camina sola en El ángel exterminador o las escenas de sueños de El discreto encanto de la burguesíaparecerían una simple consecuencia del absurdo entorno burgués.
Ni el teatro del absurdo, ni el surrealismo ni el dadaísmo hablaban de otros mundos: resaltaban lo absurdo de este. El discreto encanto de la burguesía radica en la falta de lógica de la vida real. Los pequeños detalles de una vida light evaden la angustia existencial con champagne rosa y cordero asado, surfean la muerte con diamantes. Mientras en algún lugar hay escarabajos llenos de tierra y madres sangrantes que se disuelven en las sombras, arriba hay pendientes de oro, tortas de fresa y vino tinto. Buñuel plantea una realidad tan superficial que es absurda, inverosímil, encantadora. ¿Cómo puede interesar el estado de una perla cuando existe una pesadilla tan abrumadora, tan densa? Hay rebeldía en la superficialidad. Es esa rebeldía la que le da encanto a la burguesía. La superficialidad es una forma de no ser parte, de no producir, de no pertenecer, de elegir deliberadamente cerrar los ojos a los problemas trascendentales y reales para dedicarse a contemplar el brillo de las perlas o degustar la calidad del vino. Esta idea buñueliana es rebelde, revolucionaria, poética. Sutilmente, invita a una revolución. A una revolución bastante burguesa. 



3. El discreto encanto de lo inútil
Pienso en una carretera. Larga, enorme, eterna. En la carretera de Lynch. Nocturna. Oscura. Interminable. En la de Chaplin: guerrera. Cómplice. En la carretera de Buñuel: etérea e infinita. La carretera: ese espacio que invita al movimiento constante; que nunca es, sino que —como el río— va siendo.
En una carretera vacía, se alejan Charlotte y su amante salvaje en Tiempos modernos. En otra carretera (o tal vez la misma) se alejan los burgueses de Buñuel. Charlotte y su amante son pobres. Los burgueses son ricos. Pero la carretera es la misma. Una especie de no-lugar, de camino eterno, de espacio que invita a transitar constantemente. Tanto el vagabundo como los burgueses están al margen.
Ante el sistema capitalista, cuyo motor —sabemos— es la productividad, la no-acción sería la máxima revolución. La inutilidad es un atentado al sistema. Volvamos a Tiempos modernos, a Charlotte/Charles Chaplin, que no puede (literalmente) trabajar en la fábrica. Mientras todos realizan su trabajo sin problema (es un trabajo sumamente simple), Charlotte se equivoca, su torpeza le impide realizar las acciones más simples. La inutilidad de Charlotte es su mayor acto de resistencia. Es su torpeza la que le distingue del rebaño. Por eso ese personaje (no solo en esa película) representa a los outsiders, a los vagabundos, a los que no pertenecen. Aunque para cantar y bailar no es torpe, tampoco puede usar esas facultades (si así se las puede llamar) con fines comerciales. Charlotte es nulo para la sociedad. Por eso el plano final de Tiempos Modernos es tan conmovedor. En un atardecer hermoso (no sería lo mismo una hora estática, el atardecer implica movimiento, pasar del tiempo) Charlotte y su amante se alejan por la carretera. Es allí a donde pertenecen. Son caminantes. Eternamente errantes. El vagabundo es la única posibilidad de libertad, de resistencia. En El discreto encanto de la burguesía, los personajes tampoco pertenecen al rebaño por una simple razón: solo en la clase alta es posible perder el tiempo. Aunque todos los personajes están al lado del poder (tienen altos cargos: cura, embajador, etc.), ninguno trabaja de verdad. El trabajo es para la clase media-baja. Tanto el vagabundo como el burgués experimentan una cierta libertad, o mejor dicho, comparten algo: la inutilidad. Los dos están al margen: el vagabundo errando en las calles, el burgués cenando cordero asado mientras afuera hay guerras. No en vano, ambos personajes (los burgueses de Buñuel y el vagabundo de Chaplin) caminan por la carretera. Comparten ese espacio simbólico que está al margen, que no lleva a ningún lugar. ¿Puede un vagabundo ser tan libre como un burgués?, o ¿puede un burgués tener el atrevimiento de ser tan libre como un mendigo?...
Nietzche decía que todo gran pensador es un gran caminante. Como pensar, caminar es una actividad no mercantilista, no produce. Quien camina no usa un medio de transporte, no consume; quien camina no echa raíces, no siembra. La ciudad (cuna del sistema) solo es posible a partir del sedentarismo. El que piensa tampoco produce. Pensar es contrario a hacer. Así, estas dos actividades están más ligadas de lo que parece. La mayoría de pensadores, sabemos, venían de una clase social acomodada (no se puede pensar con el estómago vacío). ¿Está el pensador condenado a la burguesía? Pensemos en Diógenes, el filósofo cínico que renunció al deseo material y se fue a la calle, a las calles. No digo que haya que irse a la calle y dejarlo todo. Sí digo que habría que pensar en la calle, en las calles, en las carreteras.

(Cartón Piedra)

Los trajes invisibles del cine ecuatoriano

¿Y ahora?... ¿Y ahora?.... ¡¿Y AHORA?!
—Abdalá Bucaram


Llevo dos años batallando con un  proyecto cinematográfico que no aún no encuentra financiamiento. En el transcurso me he hecho las mismas preguntas que se habrán hecho otros en mi situación: qué quieren los jurados, qué quiere el público, qué el Internet, qué quiere la televisión. Que el proyecto es muy popular para festivales pero muy intelectual para las salas, que la televisión no exige subir sino “bajar” la calidad, que el Internet censura desnudos, que los jurados no ven bien que una misma persona dirija y actúe. Estoy mareada. Estoy cansada. Ya mismo cumplo 30 y no he hecho esa película. Hacer cine no es fácil. El dinero para hacerlo por lo general suele venir del Consejo Nacional de Cine, institución que, bajo ciertos criterios, promueve cierto tipo de cine, cierta estética. Por otro lado está la demanda del público, que, según dicen, cada vez ve menos cine ecuatoriano. Los proyectos cinematográficos se ven  afectados y en cierta medida, alienados,  por estos deseos. Los deseos del Otro. De un otro imaginado. Intuimos, elucubramos, y como en la fábula de El traje del emperador sostenemos esas creencias hasta que se vuelven verdades. Verdades que atraviesan nuestras películas.
Primer traje: sentir el deber (consciente o inconsciente) de representar al país…
"El horror real es una estúpida máscara que ríe, y no el rostro distorsionado y sufriente que oculta"
—Slavoj Zizek
Dilemas del cine ecuatorianoLos problemas del cine ecuatorianoEl cine ecuatoriano. Todos estos títulos dan sueño. Marean. Se ha hablado tantas veces, en tantas mesas redondas, en tantos foros nacionales e internacionales.
¿Existe el “cine ecuatoriano” o solo hay películas ecuatorianas?, ¿qué caracteriza a “nuestro” cine? ¿Qué espera el Estado del cine ecuatoriano?
Se han dicho muchas cosas, una de ellas es que el Estado da prioridad a películas que representan —o quieren representar— al país, a la cultura, a la idiosincrasia. Películas que hablaban de identidad nacional. Pero, ¿cuál es la identidad nacional? En realidad la pregunta es qué es la identidad nacional. ¿Cómo se representa?. Nada mata tanto a un hombre como estar obligado a representar un país, dijo Jaques Vaché.
La relación entre cine e identidad siempre ha sido compleja.
Hay películas que se han propuesto hablar de la ecuatorianidad, o quizá, retratarla en toda su dimensión. ¿Lo han logrado? No lo sé. Son buenas películas pero no creo que representan la ecuatorianidad, sino una forma de ecuatorianidad.
Quizá algunas de ellas, sin querer —y debido justamente a esta necesidad de representar a su país— cayeron en estereotipos, en películas que por el afán de ser un retrato fiel sobre el país terminan siendo una postal. Y es que proponerse representar todo un país, toda una cultura es una responsabilidad enorme, tan grande, que deja sin aliento.
 Al final de la película Blak Mama de Miguel Alvear y Patricio Andrade,  hay una secuencia de tres planos que de alguna manera sintetiza este problema.
Plano uno (tesis):  Bámbola, I dont dance y Blak —los tres personajes principales— caen rendidos al suelo.
Plano dos (antítesis):  Los personajes yacen en el suelo, en la misma posición. Esta vez desnudos. Por primera vez se los ve sin la ropa que los ha caracterizado durante el film (en esta película el vestuario es el personaje).
Plano tres (síntesis): La ropa conserva aún la forma que hace un momento tuvo sobre los cuerpos. El ser se esfuma, persiste su traje. La vestimenta es más poderosa que el cuerpo. La máscara más fuerte que el rostro.
Concebir la identidad como algo estático es peligroso. Caer en el acto inconsciente, ciego, de utilizar símbolos que ya no simbolizan, representantes que ya no representan, significantes que ya no significan. La crisis del representante que ya no soporta a su representado se ve claramente en otra escena de Blak Mama en la que el escudo nacional vomita. El significante ya no soporta a su contenido vacío. Muere el sujeto, persiste el traje. Un traje que miente. Que dice ser lo que  ya no es. Una flecha que ya no conduce a ningún lugar, sino al vacío.
¿Cómo se representa una identidad, una cultura, un país, si no se es capaz de representarse a uno mismo? Quizá uno de los riesgos más grandes que corre el cine ecuatoriano —tal vez porque es un cine emergente— es que el deber (a veces consiente, otras inconsciente) de “representar un país” acabe con la voz del autor.
Representar un país no es el problema: proponerlo como principal objetivo, sí. La cultura no es una opción, es una fatalidad. Una película es una mirada que inevitablemente develará parte de una identidad, una voz que empieza a hablar para preguntarse —más allá de la intención del cineasta en particular— quiénes somos, o mejor dicho, quiénes vamos siendo.  
Sucede en la historia que los espacios que alguna vez fueron de libertad terminan convirtiéndose en nuevas camisas de fuerza. Sucedió con el “realismo sucio” (tendencia por la que bastantes películas ecuatorianas estuvieron influenciadas) el cual alguna vez fue un espacio de denuncia pero luego se convirtió en otro paradigma, además, ligado al poder. De esto, Luis Ospina y Carlos Mayolo, dicen:
Si la miseria había servido al cine independiente como elemento de denuncia y análisis, el afán mercantilista la convirtió en válvula de escape del sistema mismo que la generó. Este afán de lucro no permitía un método que descubriera nuevas premisas para el análisis de la pobreza, sino que, al contrario, creó esquemas demagógicos hasta convertirse en un género que podríamos llamar cine miserabilista o porno-miseria.
 Este mismo fenómeno se da ahora con el cine contemplativo, el cual, alguna vez nació como resistencia al poder, y ahora es la nueva camisa de fuerza.
Segundo Traje: Los nuevos mandamientos del cine de autor.
Cuando me gradué del Instituto Superior Tecnológico de Cine y Actuación (el Incine) hubo un festival para principiantes en el que uno de los mayores atractivos era una sesión de pitching de prueba. Fue ahí donde un compañero y yo debutamos como pitcheros. Seguimos todos los consejos al pie de la letra. Cuando llegó el día, aparecimos vestidos muy elegantes, él con gel y terno, yo con vestido. Nos fue pésimo.
Una suma de problemas técnicos, más el pánico escénico y los nervios innatos que me caracterizan, hicieron que acabe llorando ante el jurado (que, por supuesto, estaba formado por vacas sagradas reales). Lo que vino después fue tenaz. Salir de la escuela de cine es darse cuenta de que el cine ya no es rodajes ni inspiración ni pasión, o más que eso, ni si quiera es algo real: se convierte en papeleo, burocracia, lobbypitch; hoy en día “hacer cine” es mucha gente que habla de hacer cine, que muestra carpetas perfectas, teasers filmados con cámaras ultra modernas. Este entorno que rodea al cine está muy ligado al Poder.
Los festivales, los pitch, el lobby, son todos espacios de élite. Si el cine se ha convertido (o tal vez de alguna manera siempre ha sido) un oficio que va de la mano del Poder, el Consejo Nacional de Cine es la institución que encarna esta relación. Quizá por eso la incidencia del Consejo Nacional de Cine es tan determinante en el destino de los proyectos. Más allá del aporte económico, recibir (o no) los fondos del CNC tiene un valor simbólico: significa ser reconocido ante El Estado. Ser aprobado por el Ojo de Dios. Es el Estado quien determina quién es cineasta y quién no.
Por eso el hecho de recibir (o no) los fondos del Estado otorga un lugar simbólico en el que se determinan roles profesionales. Se divide a la gente que hace cine en dos (o quizá más) grupos: “los mismos de siempre” (así han dominado con una dosis de resentimiento los que nunca ganan en el CNC a los que son reconocidos por El Padre) y los otros: cine guerrilla, cine bajo tierra, entre tantos. Pero, ¿cuál es el criterio del Estado? Aunque no podremos saber a ciencia cierta, y a pesar de que cada jurado está conformado por seres humanos con distintas historias y a veces, distintos criterios, he visto que uno de los puntos que más valora el jurado es la capacidad de los proyectos de encajar en festivales.
Un festival es un espacio perfecto para alguien que hace cine: es una mini comunidad de cinéfilos, de gente que hace cine y que le importa el cine. Sin embargo, son circuitos pequeños que no están destinados ni pensados para el público. Si en épocas pasadas el cine de autor nació como forma de resistencia, hoy  se ha convertido en otro sistema de poder: Lo hacemos para satisfacer el gusto sofisticado europeo. Cannes, Locarno, San Sebastián, La Orquídea, son espacios para el cine independiente que imponen nuevos estándares.
El nuevo cine de autor dicta en silencio sus mandamientos:
1. No serás barroco: Ser barroco es el principal pecado del cine moderno, independiente, de autor. La sobre carga de elementos (que viene de la cultura popular) no es aceptada en un estándar que viene de la tradición europea minimalista en la que menos es más.
2. No entretenerás: Entretener es la palabra a la que más le tememos los intelectuales. Preferimos aburrirnos. Luchar para no dormirnos en la sala. Descifrar planos prolongados.
3. No hablarás: El exceso de diálogos recuerda a la estética de las telenovelas. Y el melodrama es un género popular, opuesto a la estética contemplativa. Una de las primeras cosas que te dicen en las escuelas de cine, los jurados y los críticos de hoy es: “no uses diálogos, si puedes decirlo sin palabras, mejor. El cine es imagen”. Si, es imagen, pero también es sonido, y una de las partes más bellas del sonido es la palabra. Si bien es cierto que el diálogo fácil puede suprimir la acción, la solución no es eliminar la palabra, sino construir diálogos, pues por miedo a hablar de más, corremos el riesgo de no decir nada.
4. No sobreactuarás: La sobreactuación viene del teatro, tendencia que el cine naturalista desprecia. Hasta se ha reemplazado al actor por este oxímoron:  “actor natural”. Si existe un actor natural,¿ existe también un “director natural”?, ¿Un sonidista natural?. Entiendo y me atraen proyectos innovadores con no-actores, pero el término “actor natural” me parece un desacierto. Se habla de sobreactuar, pero nadie ha hablado de subactuar.
5. No serás pornográfico (el mensaje está entre líneas): Si bien es cierto que todo lenguaje se sostiene por la tensión entre lo que se muestra y lo que se oculta, muchas veces se corre el riesgo de ocultarlo todo. Ser pornográfico también es una estética. ¿Por qué no mostrarlo todo? Sugerir, no decir, puede ser otra camisa de fuerza. A cuento de sugerir también pueden surgir historias débiles sin argumento que pasan por “historias mínimas” .Para que el mensaje esté entre líneas”, primero deben existir las líneas.
6. No serás “efectista”. ¡Eso es de los gringos!: Mientras más lento sea el montaje, mejor. Las disolvencias, efectos de transición, son consideradas herramientas de mal gusto, propias del lenguaje popular.
7. No usarás trípode ni moverás la cámara (a menos que sea con las manos y temblando): Sacrilegio en el cine arte de autor. A veces, hasta  cortar el plano. Cineasta independiente que se respeta ha hecho su plano secuencia.
8. Aburrirás al espectador, pero él no lo sabrá (o hará como que no lo sabe): Los mandamientos del cine de autor son silenciosos, se parecen al traje invisible del emperador: parten del principio de hacer parecer inteligente al espectador, quien inventa un traje (en este caso película) que a veces no hay.
Tercer traje (no tan invisible): Viejos mandamientos del cine comercial (y la televisión nacional).
Si el cine de autor cree que el espectador es un genio, el cine comercial y la televisión nacional parten del principio contrario: creen que el espectador es idiota. Y lo tratan así. Los mandamientos aquí no son nada invisibles. Y todos los conocemos. Podría ser la lista de arriba, pero al revés: entretenerás a costa de lo que sea: siendo machista, homofóbico, racista. Serás efectista: no importa la historia, de hecho, puedes sostener un guión vacío a punte efectos audiovisuales. Hablarás: a costa de lo que sea y de lo que sea y en la tonalidad que sea (y no dirás nada). No moverás la cámara: en la televisión nacional no hay concepto de desglose de planos. La cámara fija hace un encuadre único en el que los “actores” entran y salen de cuadro de diez en diez.
Podría seguir hablando de los innumerables errores de la televisión nacional pero creo que todos ya los conocemos. Cuando empezó el gobierno de Rafael Correa y anunciaron la Ley de Comunicación creí que, al fin, habría una ley que prohibiera que estos contenidos que se transmiten a diario y que son la mayor arma que construye la cultura. Pero eso no pasó. La censura se fue por otro lado.
Hace unas semanas Luis Miguel Campos, quien ha trabajado años en televisión, escribió algo importante en su cuenta de Facebook:  
Tuvieron que pasar decenas de años para que aprendiera una única lección: que soy un inútil, porque no sé salpicar caca pensando que los “pobres” se solazan con su mal olor y sabor. Pero desgraciadamente esa es una premisa en la televisión ecuatoriana. Hace un par de años, no más, un producto fabricado con inmenso amor y calidad fue rechazado por considerárselo “muy fino”, imposible de ser digerido por los “pobres” del Ecuador que están acostumbrados a consumir basura. El público también tiene su gran dosis de culpa: tantos años consumiendo mierda pasivamente le ha hecho creer eso que la TV nacional tanto valora: que el ecuatoriano tiene mal gusto y así hay que dejarlo porque encima da plata.
Si el público quiere mierda, hay que producir mierda, pero el público quiere mierda porque le dan mierda. Estamos inmersos en un círculo vicioso. Atrapados en medio de dos tendencias opuestas y herméticas: el cine contemplativo y su público de élite, y el cine (y la televisión y la web) comerciales y su público idiotizado.  Nada de esto va a cambiar a menos que alguien haga algo radical.
Estoy confundida. Los festivales quieren cine contemplativo. La televisión quiere el Combo Amarillo. El Internet quiere Enchufe T.V. (O En4).  Y yo, ¿qué era que quería? Hacer la película que yo quisiera ver.

(Gkillcity)
- See more at: http://gkillcity.com/articulos/chongo-cultural/los-trajes-invisibles-del-cine-ecuatoriano#sthash.Wf5Z0qbo.dpuf