Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

viernes, 17 de junio de 2016

Él es los otros. ( O la terrible ternura de Frankenstein.)





Imaginemos un hombre enorme, un hombre sin nombre, un hombre que ni siquiera sabe si es un hombre, si alguna vez fue un hombre, que no sabe- ni si quiera-si es humano. Un hombre que es todos los hombres, y a la vez, ninguno. Un ser (sería mejor llamarlo así) demasiado grande, torpe, desproporcionado, con manos gigantes que a pesar de querer palpar la vida con suavidad, solo consiguen destruirla. Un ser diferente, único en su especie. Un ser sin nombre, indigno de luz, huérfano, exiliado- incluso- de su propio cuerpo. Un ser que no es, que ni si quiera es; cuyo padre no es Dios sino un ser imperfecto. Un ser que es los otros, y a quienes los otros desprecian.

“Frankenstein” (Frankenstein; or, The Modern Prometheus), la novela de la inglesa Mary Shelly que se publicó por primera vez en 1818, trata de las desventuras del joven Víctor Frankenstein, quien, después de dar vida a un ser creado en su laboratorio, es presa de varias desgracias. Mary Shelly- quien era hija de la filósofa y feminista Mary Wollstonecraft, y del filósofo y político William Godwin-concibió la idea del libro en sus vacaciones, cerca de Ginebra “Vi, con los ojos cerrados pero con una nítida imagen mental, al pálido estudiante de artes impías, de rodillas junto al objeto que había armado. Vi al horrible fantasma de un hombre extendido y que luego, tras la obra de algún motor poderoso, éste cobraba vida, y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural. Debía ser terrible; dado que sería inmensamente espantoso el efecto de cualquier esfuerzo humano para simular el extraordinario mecanismo del Creador del mundo.” Junto al poeta Lord Byron y otros amigos, Mary Shelly hizo un juego que consistía en escribir historias de terror, se dice que de ahí salió "Frankenstein". El libro- que fue considerado la primera novela de ciencia ficción- tuvo gran éxito debido a sus múltiples lecturas, a sus grandes metáforas sobre la condición humana y sobre el mito del progreso científico. Hoy en día varios cineastas han llevado a la pantalla grande a esta novela, sin embargo, muchas veces-como sucede con frecuencia en las adaptaciones literarias- no han sabido interpretar su complejidad.

Sabemos que el monstruo despiadado y verdugo no lo ha creado Mary Sehlly, sino la industria cinematográfica. Algunas adaptaciones cinematográficas-quizá la mayoría- hacen énfasis en la casi moralina de las desgracias que sufre un hombre que actúa en contra de la naturaleza y se atreve a crear vida, a ser Dios; sin embargo, la versión  de James Whale FRANKENSTEIN (1931) no presentaba al monstruo como alguien despiadado, al menos, no en su primer corte. En la famosa secuencia de la niña y el monstruo jugando al borde del río, la niña arrancaba flores y se las daba al monstruo, quien las lanzaba al río para verlas flotar. Así, cuando a la niña se le terminaban las flores, el monstruo la lanzaba a ella al río, quizá (queda la posibilidad) para verla flotar como a las flores; pero al ver que se ahogaba, entraba en desesperación y huía asustado. Esta secuencia fue cortada en edición y el corte final sólo muestra a un campesino llevando el cadáver de la niña, lo cual convierte al mosntruo en un simple villano. La adaptación de Kenneth Branagh  FRANKENSTEIN, (1994) que brilla especialmente por la actuación de De Niro, muestra un poco más la complejidad de los personajes. La criatura que Frankenstein crea y luego abandona a su suerte, es la metáfora de un ser desterrado, diferente, que quiere unirse a la sociedad pero que es rechazado. Un ser sensible desde cuyos ojos conocemos el amor, el lenguaje,  los libros. Un ser capaz de asesinar y leer "las desventuras del joven Werther", de Goethe. 
Oscar Wilde dijo que mayor misterio que la muerte, es la ternura.  La ternura está unida en secreto a la fragilidad. Ternura no causan los seres fuertes, sino aquellos que a pesar de ser imperfectos, aman.  ¿Qué causa más ternura que aquel cuya fisionomía parece no corresponder a la claridad de su espíritu?. Los ancianos, los niños, los animales, todo aquel que es frágil. Porque no sabe que la muerte lo acecha. Porque es frágil. Imperfecto, y aún así, ama. Más que nada. Más que nadie.

Una de las grandes metáforas que atraviesa a "Frankenstein" es la del alter-ego entre creador y creado. Hay, en esto, algo terrible: la idea de que en todo ser hay algo que lo lleva hacia el abismo, hacia su propio fin. Una pulsión auto-destructora inherente. Quizá, lo que Freud llamó “pulsión de Thánatos”. Frankenstein crea su propio destructor. Es la paradoja del creador cuya obra le supera, cuya creación acaba por matarle. Su creación no es sino un espejo, una forma de dar a luz a su lado oscuro. Él y su monstruo son partes de un único ser. No es coincidencial que lo haya creado más grande que él. Algo en su inconsciente sabe que su creación será su fin. Quizá, por esto Frankenstein nunca hace nada para matarlo, pues algo de él quiere ese destino. Eso es lo verdaderamente terrible.  Pero si se lo ve desde una perspectiva jungiana, se podría decir que el monstruo es "La Sombra", el lado oscuro de Frankenstein,.

Otra temática muy presente es una concepción de la  creación-maternidad no como vida, sino atravesada por la culpabilidad y luego, por el castigo. Quien se atreve a crear un ser (a ser Dios) merece ser castigado, igual que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso por comer la manzana, símbolo de la reproducción sexual. La relación entre culpa y creación están muy presentes en la obra. Hay quienes dicen que esto tiene que ver con la influencia de la vida de la propia Mary Shelly en la obra, pues cuando ella nació, su madre murió (esta escena ella reproduce en la ficción de Frankenstein en la que la madre de Víctor muere cuando éste nace). La culpabilidad por este hecho y su experiencia como madre (perdió 3 hijos) quizá la hicieron concebir a la creación siempre atravesada por la muerte, por el horror.

Hay un dejo de moralina en culpabilizar el hecho profano que implica crear un ser, dar vida, jugar a ser Dios, violar las leyes de la naturaleza, pero este no es el verdadero horror. Una de las cosas que más atemoriza inconscientemente de Frankenstein es que está hecho de retazos.  Vemos la piel del monstruo cosida con pedazos pieles distintas el un ojo azul y el otro café, y resulta escalofriante pensar que cada órgano pertenece a otro cuerpo, a otra vida. Caben aquí las preguntas que tantas veces se hacen tanto Frankenstein como su patética creación: ¿Quién es el monstruo?, ¿Tiene alma?, ¿Existe el alma?, ¿Existe Dios? y tantas otras que cuestionan la condición humana. “Convertir la diferencia en indicio de peligro es característica del mundo actual.” Dice el académico español Jenaro Talens. Si el temor al diferente, al otro, es algo intrínseco en el ser humano, la obra de Mary Shelly espeluzna por eso, pues el monstruo que crea Frankenstein no es sino el cúmulo de otros, la despersonalización, la otredad encarnada.

(BAIBECA) 

lunes, 6 de junio de 2016

Crisis.




Crisis. Escuché por primera vez esa palabra a los siete años. Mis papás la usaban a cada rato. Sonaba importante. Solemne. Grandilocuente. En la infancia los adultos son unos monstruos gigantes que hablan otro idioma, cosas serias que una no entiende, y entre las palabras más usadas por mis mayores estaba esa: crisis. ¿Qué sería?, me preguntaba. Me daba cierto recelo preguntárselo a ellos, pues seguro era algo importante y prohibido para el universo infantil. Cuando más tarde me armé de valor e hice la pregunta, ninguno supo responder, o más claro, yo no entendí ni una palabra de lo que dijeron. Pero presentí que no era bueno. A mí se me hacía como algo rojo y metálico: crisis.
Desde el punto de vista de un niño, los problemas de los adultos son patéticos, inentendibles, absurdos. Recuerdo a mi abuela preocupada viendo un montón de papeles, pronunciando la segunda palabra rara: deuda. La tercera palabra rara que aprendí en mi vida fue depresión, y esa me sonaba a piscina turbia y sin fondo. A esa edad esas palabras no significaban nada, o bueno, casi nada. Había algo, muy pequeñito, un sutil malestar en la garganta, que me atacaba en las noches y decía en voz baja, susurrándome al oído, lo que no quería escuchar: en este mundo había algo que no estaba bien.
Ya sabemos la historia: llega un día (no se sabe cuál) en el que nos convertimos en aquello que pensamos que jamás seríamos. Es el día en el que la palabra deuda y la palabra crisis y la palabra depresión se vuelven legibles. Y eso que no he invocado a la palabra muerte. La adultez te persigue como un monstruo pesado de sombra enorme, siempre a paso lento pero seguro. Entonces dan ganas de cerrar los ojos y teletransportarse a otra época de la vida. A esa época en la que decías que no eras feliz pero no sabías que lo eras más que nunca. Llega un momento en el que te ves haciendo eso de lo que antes te burlabas: ejercicios de respiración, yoga, pilates. Vas del doctor al psicoanalista, del psicoanalista al chamán, y nadie te sabe dar razón. Llegas a pensar que es una broma de mal gusto, que te vas a despertar en una realidad paralela en la que no exista la palabra crisis y haya siempre cerveza pero nunca chuchaqui. Piensas en que lo único que vale realmente la pena son los sentidos, lo mejor de estar viva es eso: sentir, tocar, oler, comer, mirar. Es eso lo que se vuelve más importante y entiendes por qué tu abuelita miraba los paisajes tan agradecida, con tanta emoción. Llega un momento en el que el cuerpo parece no aguantar, ya no es chiste, entre doctores, deuda y demás lo único que puedes hacer es dar pasitos por la casa y ver con atención una esquina en la pared en la que jamás te habías fijado, o mirar el cielo con los ojos hinchados para encontrar una solución en las nubes: ellas se disuelven en el cielo y tú piensas y hasta te convences de que todo pasa, todo se disuelve, todo se transforma.
Todavía puedo cerrar los ojos. Sentir mi corazón temblando como un animal enfermo y acostarme a su lado, escucharlo, sentir su piel estremecerse junto a la mía, sentir el aliento caliente de su respiración, y saber que no hay nada allá afuera que no exista también aquí adentro. Adentro de mí. Todavía puedo dejar que el mundo gire. Y estar aquí.

(DINERS)