Si
tuviera la oportunidad de ser Dios, la rechazaría. La oportunidad más
maravillosa que ofrece la vida es la de ser humano. Abarca todo el
Universo.
Henry Miller
Como un cuadro de Jackson Pollock
Si algo
unió a Anaïs Nin y Henry Miller fue la sed de experiencia. Dos
escritores cuyas vidas fueron un lienzo sobre el que investigaban de
todas las formas posibles, sin miedo a destruir y sin ínfulas de
perfección. Un lienzo que se pintaba no a lo Rembrandt, sino a lo
Jackson Pollock: con furia, violencia, libertad, audacia. Instinto y
piel salvaje.
“Nuestra
era tiene necesidad de violencia”, había escrito Miller, y él era esa
violencia. Sus libros destilan electricidad, fuerza, explosión, energía
en estado puro. Si bien Miller liberó al lenguaje de adornos y
eufemismos, su obra, más que describir los estados decadentes y
grotescos del ser, retrata la belleza de la experiencia terrenal; es un
festejo a la vida, una suerte de big bang que lo revolvió todo para empezar de cero, desde el caos y la furia.
En los Diarios de Nin,
que es lo más representativo de su obra, hay un realismo crudo cargado
de libertad. Anaïs Nin experimentó, amó hasta lo inhumano, vivió el
deseo de todas las formas, explotó su cuerpo y su mente hasta lo
imposible. Sus diarios, al igual que la obra de Miller, son una bitácora
de la más profunda experiencia humana.
París 1932
Mientras
Anaïs Nin intentaba volver más intenso su matrimonio con Hugo Guiler,
Henry Miller huía de la intensidad del suyo con June Mansfield. Mientras
ella disfrutaba de la comodidad de su casa en Louveciennes, él escapaba
de la miseria en Brooklyn y llegaba a París, sin un centavo. El
refinamiento de Anaïs y la brutalidad de Miller se encontraron por
casualidad una tarde de 1932 y, a pesar de ser aparentemente opuestos,
el hambre los unió para siempre.
Henry
Miller no respetaba modales, disfrutaba de la vida con placer auténtico,
exprimía los sabores y los sentidos con alegría animal.
“Es un
intoxicado por la vida, como yo”, escribió Anaïs en su diario el día que
lo conoció. Si bien ella era más refinada en su educación y sus
modales, vestía con elegancia y parecía una dama delicada, en su
interior había una sed por devorar el mundo que la llevó a explorar los
estados más extremos de su humanidad.
La tarde
en que Henry Miller fue invitado a Louveciennes por el marido de Anaïs
Nin, nació una amistad fuerte que dio como resultado un material
literario importantísimo. La obra de ambos escritores se
retroalimentaría a partir de ese encuentro: los Diarios de Nin
no llegarían a reflexiones tan profundas sin la presencia de Miller, y
Miller tampoco hubiera escrito los mismos libros sin las experiencias
que vivió junto a Anaïs, y claro, sin la ayuda que ella le dio para
escribir. Anaïs fue una especie de mecenas para él, ayudándole en la
publicación de Trópico de Cáncer, también fue un soporte
emocional y psicológico. Hizo todo lo que pudo para que él pueda
escribir; quizás era su manera de agradecerle, pues Henry era su
inspiración.
Si algo
los unió y los convirtió en amantes fue la literatura. Los dos amaban lo
mismo. Se deseaban porque deseaban escribir. Ambos eran escritores en
primera persona, cuya vida se veía afectada por su obra, y viceversa.
Para ellos, ser escritor era la experiencia de convertirse en uno.
Miller dijo alguna vez que el día en que consiga un estilo puro, el día
en el que considere que ha llegado a la perfección, ya no escribiría
más; pues para él, escribir significaba buscar, y la belleza de su
estilo radica en la imperfección.
Por su
parte, Anaïs sentía que si no escribía lo que sucedía, de cierta manera,
no había pasado. Escribir era dar verosimilitud a sus experiencias. Por
eso no se conformó con la realidad y la transformó hasta el infinito,
agotando cada una de las posibilidades de su ser.
El reflejo en los ojos del otro
Anaïs se
negaba a vivir relaciones ordinarias. Cada persona que pasaba por su
vida era truncada por su mirada y se convertía automáticamente en un
personaje. Ella era una especie de actriz que recorría lugares y se
involucraba con personas con un fin egoísta: la ficción. Miller hacía lo
mismo, y en cierta medida, fue su mirada la que convirtió a Anaïs en un
personaje. Por eso su relación fue adictiva. No se amaban entre sí:
amaban su reflejo en los ojos del otro. Se inventaban. Construían con su
pluma fantasías y después creían en ellas a tal punto de desconocer al
“original”.
June
Mansfield es la representación más clara de esta idealización. Miller
era devoto de su esposa, de ella escribe: “Recuerdo que la primera vez
que la vi, me dijo que en ningún momento había esperado volver a verme, y
la próxima vez que la vi dijo que pensaba que yo era un morfinómano, y
la siguiente me llamó dios, y después intentó suicidarse y después lo
intenté yo y después volvió a intentarlo ella, y nada dio resultado,
salvo el de unirnos más, tanto de hecho, que nos compenetramos,
intercambiamos personalidades, nombre, identidad, religión, padre,
madre, hermano. Hasta su cuerpo experimentó un cambio radical.”
June era la inspiración de Henry Miller, y la convirtió en Mara, Mona, personaje principal de sus libros.
Miller le
hablaba constantemente de June a Anaïs, y ella imaginaba con devoción a
esta mujer, que era el deseo más fuerte de su amante… Anaïs se enamoró
de Mona, no de June, de la imagen idealizada por Miller, así, cuando la
vio por primera vez en la vida real, escribió: “Mientras venía hacia mí,
avanzando desde la oscuridad de mi jardín hacia la luz de la entrada,
vi por primera vez a la mujer más hermosa de la Tierra…”. Sin embargo,
Anaïs no amaba a la June per se. Intervenían dos factores: el personaje
construido por Henry, y el deseo de Henry: amarla significaba compartir
el deseo de su amante. Anaïs escribe a June: “Si te amo será porque
hemos compartido en algún momento las mismas fantasías, la misma locura,
el mismo escenario…”. June se convirtió en el objeto del deseo
compartido. Ella era el símbolo de lo que atravesaba la vida y la obra
de los dos: el reflejo, el camaleón, la mujer cambiante, cuya
personalidad real estaba oculta. O quizás su personalidad real era la
máscara. Y precisamente la máscara era la que atraía infinitamente a
Miller y Nin… ¿No quería ser Anaïs varias mujeres y por eso
experimentaba tantas relaciones humanas, para verse distinta en cada
una? ¿No quería Miller encontrar varias facetas de su personalidad?
June era
la metáfora de su búsqueda estética de personalidades múltiples. De ella
Miller dice: “Cambiaba como un camaleón. Nadie podía decir qué aspecto
tenía realmente porque con cada cual era una persona enteramente
diferente. Al cabo de un tiempo ni siquiera ella sabía qué aspecto
tenía.” Y Anaïs escribe: “Vive del reflejo de sí misma en los ojos de
los demás. No se atreve a ser ella misma. June Mansfield no existe.”
June era la representación de lo que los dos escritores amaban: el deseo
mismo, el juego de reflejos, el límite entre la realidad y la ficción.
Entre la Historia y la Histeria…
Entre la Ética y la Estética…
Chéjov
dijo que la función del escritor no es resolver problemas, sino
crearlos. Henry y Anaïs hacían esto no solo en los libros, sino en la
vida.
Para
Anaïs el psicoanálisis era un espacio en el que una vez más, se veía en
los ojos del otro, creando un personaje más de sí misma, para su
colección. En uno de sus diarios describe lo que Allendy, su terapeuta,
le dice: “Sospecho que a veces se ha forzado usted a vivir determinadas
experiencias por razones que nada tienen de naturales.” Él la llamaba “petite fille littéraire”, pues, en lugar de vivir su propia vida, trataba de vivir novelas y biografías…
Su vida
se convierte en un experimento en el que el otro es un espejo en el que
se reproducen las distintas mujeres. La Anaïs que nace de la mirada de
Miller, de la de Allendy, de la de June. Cada una es distinta. Y ella
encuentra placer en cada personalidad.
Más que
un método de sanación, el psicoanálisis era para Nin parte de su
búsqueda como escritora: “En el psicoanálisis hay un elemento muy
desconcertante, que constituye un reto para un escritor… Los escritores
no viven una vida solamente, sino dos. Primero está la vida, y después,
el escribir”.
Un
escritor no se pregunta: “¿Esto es bueno o es malo?”, se pregunta: “¿Es
bello o no lo es?”. Los principios funcionan bajo esta lógica. La
experiencia, más que a un instinto animal o psicológico, responde a una
necesidad estética. La vida de un escritor no puede ser común y
corriente, y si las circunstancias no la hacen especial, es él quien
busca experiencias para transformarla en una historia inolvidable,
única. La lucha consiste en convertir el mundo ordinario en un lugar
bello. Para que el paso por la Tierra valga la pena. La escritura es la
oportunidad de observar la experiencia desde afuera; el placer de
observarse a sí misma como otra. Y esto implica desafiar la forma de
vida convencional, para convertirse en una experimentadora que extraiga
de la vida un material literario.
Por eso
la forma de amar de Nin no era la convencional, lo erotizaba todo:
conquistó a Miller, a June, a Allendy, su primer psicólogo; a Rank, su
segundo psicólogo; y por último, a Joaquín Nin, su propio padre. Vivió
el deseo de todas las formas posibles. La vida de Anaïs pasó por varias
etapas polémicas, causando el escándalo en muchos por sus experiencias
sexuales que superaban los límites de la moral. Sin embargo, estas
relaciones iban más allá de la moral o del instinto animal. Ella buscaba
estas vivencias porque en cada una de ellas se reconocía y descubría
otro aspecto de su ser; su vida era una suerte de experimento en el que
encontraba o despertaba estados latentes de su personalidad.
Ella
escribe en su diario: “Creo realmente que si no fuera escritora, si no
fuera creadora, experimentadora, hubiera sido una esposa fiel. Valoro
mucho la fidelidad. Pero mi temperamento pertenece a la escritora, no a
la mujer.”
“Quiero
bailar. Quiero drogas. Quiero conocer gente perversa, llegar a la
intimidad de ellos. Nunca miro los rostros ingenuos. Quiero morder la
vida y que me desgarre”. Allendy le explica a Anaïs que el romántico es
derrotado por la vida, la neurosis romántica es querer lo imposible,
morir por no poder alcanzarlo.
Miller
también lo hacía. Una especie de pacto con la vida, o una forma de vida
donde los límites entre la realidad y la ficción son cada vez más
ambiguos.
Sin
embargo, un escritor no es un infiltrado en la vida, no es un
corresponsal de guerra que viene a dar cuenta de la experiencia humana.
El escritor es un ser mortal. No es un Dios al que los conflictos
pasionales no le tocan.
Anaïs
escribió en una carta a Miller: “Me hubiera gustado darte lo imposible,
lo gigantesco, lo inhumano. Estás probando mi valor al máximo, como un
torturador. ¿Cómo conseguiré salir de esta pesadilla? Solo dispongo de
un suministro de fuerza (humanamente, no tengo fuerza), solo tengo la
escritura, y eso es lo que estoy haciendo ahora con una desesperación
que nunca podrías concebir.”
Y más tarde: “Cuando uno es por dentro lo verdaderamente rico, la vida corriente se convierte en una especie de tortura”.
Quizá
quien más sufrió las consecuencias de este experimento artístico-vital
fue June. Ella, además de ser una musa, era un mortal, y esa
construcción incesante de su yo le hacía sufrir. Según el Diario de Nin,
al hablar de Miller, June había dicho: “Amé a Henry y confié en él
hasta que me traicionó. No solo me traicionó con otras mujeres, sino que
deformó mi personalidad. Creó una mujer cruel que no soy yo. Creó un
personaje literario, ficticio, que pudiera torturarlo y a quién él, por
su parte, pudiera odiar. Es él quien provoca dramas y crea monstruos. No
quiere cosas sencillas. Es un intelectual. Busca la simplicidad y luego
se pone a deformarla, a inventar monstruos, sufrimientos, etc. Todo es
falso, falso, requetefalso. Siento una gran necesidad de fidelidad, de
amor, de comprensión.” June nunca se sintió bien representada. Ni por
Henry ni por Anaïs. Y su sufrimiento es el sufrimiento de los dos
escritores, quienes, al borrar la línea que separa a la vida de la
ficción, se veían afectados por las trampas que ellos mismos se tendían.
Sin embargo, June también mentía para embellecer su vida. Inventaba su
pasado. Truncaba su personalidad. Embellecer, en el caso de estos
escritores investigadores experimentadores, no es necesariamente hacerla
bonita, alegre. Para ellos la belleza no tiene que ver con la ligereza y
la sutileza, sino con el Drama.
La
belleza es el instinto de transformar la vida ordinaria en algo único.
Ese instinto de enrarecer la realidad para poder distinguirla del común,
y así, poder recordarla. Por eso las mentiras de June, las
extravagancias de Nin y las vivencias de un París decadente de Miller,
más allá de la experiencia humana singular, dan cuenta de una infinita
belleza.
El Gran Vidente
El Retrato de Dorian Gray,
de Oscar Wilde, cuenta la historia de un joven muy bello que al ser
retratado por un pintor, deja de envejecer; sin embargo, es el cuadro el
que absorbe las consecuencias del tiempo. Mientras su cuerpo, al
parecer, no se afecta, es el lienzo el que va mutando, recibiendo las
secuelas de la experiencia vital. Aunque al principio parecería que el
alma de Dorian Gray está salvada, después nos damos cuenta de que en esa
no afectación hay algo demoníaco. Las arrugas son la prueba de la vida.
Y la condena de Dorian es precisamente no sentir, estar vacío, no ver
en su cuerpo un resultado de lo que ha vivido; como si su vida no pesara
nada. Su alma está en una obra de arte que absorbe la experiencia
humana. El lienzo es el alma, el cuerpo es solo un envase.
Escojo
esta metáfora porque describe el conflicto del artista. Dar cuenta de la
vida humana tiene un precio: la vida misma. Sin embargo, la palabra
sacrificio no cuadra del todo en el caso de Miller y Nin. Para ellos la
experiencia no estaba relacionada al dolor, sino al placer.
“Sacrificarse por el arte”, en su caso era la posibilidad de ser
distintos personajes, de convertir a la ciudad decadente en una ciudad
única, y a las personas ordinarias en personajes fantásticos. Y esto era
un placer.
Aunque la
experiencia pase factura, es en el Arte donde está la verdadera vida:
allí están las arrugas, el amor, el odio, el dolor, la sangre, la
verdad. Y la vida supuestamente “real” es solo un puente, una especie de
primer borrador sobre el cual experimentamos todo en aras del resultado
final, que es la ficción. La vida es mentira, la historia es real. Es
inevitable pensar en los versos de Rimbaud, de quien Miller era devoto:
“El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de
todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de
locura; busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos, para no
quedarse sino con sus quintaesencias. Inefable tortura en la que
necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, por la que se
convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran
maldito, — ¡y el supremo Sabio! — ¡Porque alcanza lo desconocido! ”
Anaïs y Henry fueron “El Gran criminal” “El Gran maldito” y “El supremo
sabio”… Una suerte de Santos cuyas experiencias Terrenales fueron las
más Divinas. Sin embargo, su vida ya no se la puede ver sino mediante su
obra, donde su lenguaje construyó un Universo, que a pesar de ser
fantástico, es más real que la vida misma. Nos quedan sus libros, lo
demás, como diría la propia Anaïs, es solo vida humana.
(Cartón Piedra)
(Cartón Piedra)