Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

miércoles, 30 de octubre de 2019

Primer día de clases





Tenía tres años y las guarderías me causaban una mezcla de terror y náusea, depresión y vacío existencial. Me acuerdo clarito de mi lonchera azul, del termo con tapa roja; la ilusión y la angustia de mi primer día en Pre-Kinder. 
Cris, mira los juguetes, mira qué linda la escuelita, insistía mi mamá, pero sus palabras causaban el efecto inverso. Mientras más me lo decía, más terrorífico me parecía ese universo de colores. ¿Quiénes eran esas personas ajenas con las que me abandonaban? Cuando mi mamá se iba, yo no me quedaba solamente llorando, no.  Yo gritaba hasta ponerme azul. Mordía a las “tías”. Pateaba donde podía. El clímax sucedió una mañana en la que, después de un cuadro en el que seguramente escupí a la profesora o algo parecido, me llevaron castigada a la oficina de la Señora Rectora. Ella me miraba con severidad. Entonces, sin saberlo, realicé mi primer acto heroíco y anarquista, a los tres años. Vomité sobre su escritorio, como propuesta revolucionaria. Y esa fue mi venganza adelantada al sistema educativo. Supongo que fui expulsada. 
Después de pasar por varias apuestas de educación alternativa, decidí quedarme en la más tradicional. La belleza de una señorita maestra que había sido Reina de Quito derrocó a cualquier pedagogía humanista. No me importó la educación Montessori, la cabellera de la chica que a mis ojos parecía un Hada, hizo que me quedara, al fin,  en el Pre- Kinder.

Miento si diría que no quiero que mi hijo Lucas vaya a la guardería. De hecho, me he sentido culpable al escuchar a las otras mamás cuando dicen que si pudieran nunca les mandarían a sus hijos al colegio…  que es una suerte pasar con ellos todo el día. La mayoría de mamás suelen encontrar justificación en que escolarizar a sus hijos es la única salida para poder trabajar, es decir, mientras haya dinero de por medio, están perdonadas. Pero mi razón personal no es solo económica,  es que necesito tiempo para mi ¿suena agresivo, no?. Después de pasar dos años y medio en la casa, jugando, lavando platos, trabajando cuando él duerme, he perdido un poco el sentido del tiempo, de mi misma; me he convertido en un ser fusionado cuyo mejor traje es la pijama. Ya no sé como es el mundo, ni como soy yo… Extraño conversar con otro adulto, trabajar en oficina, salir a una reunión de lo que sea. Pero cuando salgo, le extraño a él. Entonces cuando al fin decidimos que a partir de este año el Lucas irá a la escuelita, no pienso en el tiempo que añoraba y al fin tendré, sino en el abismo.

Nuestras “rutinas” familiares son "especiales" por no decir otra cosa.  Lucas baila Rock con el papá hasta tarde, le bañamos en las mañanas, no escucha La Vaca Lola sino Queen, y en vez de jugar con cubos de madera habla con sus amigos imaginarios con un celular que ya no sirve;  entonces, justo cuando conoce a su profe Waldorf, me pregunta, “¿dónde está mi celular?”. Si va a entrar a la Guarde habrá que ordenar nuestras vidas. Ponemos nuevos horarios. Le doy la cena a las seis, después preparo el baño, y él, como si quisiera acolitarme, lo hace todo al pie de la letra. Mientras le baño, ya estoy llorando. El tiempo se encoge. Veo el día en que entré al quirófano temblando, lo veo tomando teta por pimera vez, como un cachorro; veo las montañas en las que le conté a mi madre de mi embarazo, y ahora mi niño va a la escuela. Tengo pesadillas. Estoy a punto de pedir que me devuelvan el dinero. Al otro día nos levantamos tempranito, él está feliz, le pongo su mochilita de dinosaurios, casi no alcanza a llevarla, tomamos una foto forzada, él  finge una sonrisa mostrando los dientes. 

Cuando llegamos a su escuela, mira todo con atención. Contra todo pronóstico, no llora. Solo observa. Cuando le digo que ahora se quedará con su profe, me dice que sí, y me da un beso. Mientras nos vamos, ve para otro lado. Se hace el valiente. Y sí, la que llora soy yo, lloro porque entiendo que a partir de hoy se abre otro mundo, un universo paralelo en el que el Lucas hace experiencias de las que yo ya no soy parte. El bebé que abrazo por las noches es el niño que en las mañanas suelta mi seno y va hacia la aventura, hacia eso que, aunque me duela el corazón, solo le pertenece a él. 

Ilustración: Mario Salvador

(Mundo Diners) 

domingo, 29 de septiembre de 2019

Mapas mentales



 


Mi ojo izquiedo ve muy poco. No sé por qué, pero siempre lo he pensado como una raíz sombría conectada al inconsciente. También lo he comparado con el lado oscuro de la Luna. Hace unos días tuve que hacerme varios exámenes de rutina, para lo que me pusieron unos colirios fuertes que prácticamente me dejaron ciega el día entero. No ver. Ver sombras. Ver con los ojos cerrados. Entre esas tinieblas sutiles, recordé una frase que el pintor italiano Amadeo Modigliani le dijo a su amada: “¿Qué mira un ciego?”. Después me sumí en la enoñación y los colores reconociendo en mis huesos el cansancio. Estaba frustrada. Me habían contratado para escribir una obra de teatro y al final se habían echado para atrás, dejándome sin dinero y con más de cien páginas que yo no había pedido escribir; por otro lado, el contrato que estaba apunto de firmar para vender un guión que llevaba años escribiendo, se había desecho de una manera surreal. Cuando estaba a punto de cerrar el trato, el productor se había arrepentido, alegando, entre otras cosas, que “su estómago no lo sentía”. ¿Por qué y para qué había escrito esas historias? ¿Para guardarlas en el cajón? Con la romántica y obstinada idea de que la vida es un puzzle cuyas piezas se van completando y no una película de Lucrecia Martel, buscaba señales. Sacaba el Tárot una y otra vez. Los Arcanos hablaban pero yo no sabía descifrarlos. El que más se repetía era El Diablo. La carta que habla de los deseos ocultos, de los negocios turbios, de la creatividad sensual . ¿Pero qué tenía que ver eso con mi experiencia? Todavía no lo entendía. Una señal, es todo lo que necesitaba. Le dije a un amigo que me recomendara una lectura, quizá ahí encontraría una respuesta. Quería leer algo como un pastel de chocolate pero también como un revolver. Algo que me hiciera llorar y que me devolviera las ganas de escribir. Mi
amigo me dio su lista. Yo había escuchado a Patti Smith cantando “Gloria” y la había bailado sola, imaginanado su delirio, pensándola elevada o salvajemente lúcida. Luego la vi en “Rolling Thunder Revue” el documental sobre Bob Dylan, y la amé otra vez. Esta man es voladísima, pensé. Y aunque la droga de Patti no es otra que el café, apenas abrí Éramos unos niños, encontré lo que buscaba: un cocktel de estrellas. Una adolescente que llega a Nueva York sin dinero y con un ejemplar de Iluminaciones, de Rimbaud. Que come pan con lechuga y mira el cielo. Había en su historia algo salvaje que me recordaba a la figura de la vagabunda o la peregrina. La libertad, el compromiso, no con la vida sino con el Arte; su relación con Robert Mapplethorpe me recordó a un período de mi adolescencia en el que no importaba nada más que lo que estaba escrito en los libros. Cómo convertían su piso o las habitaciones de hotel en teatros con objetos encontrados y poemas siempre a medias. Robert le dice a Patti: “nadie mira como nosotros”. ¿Qué mira un ciego? Imaginaba mi ojo izquierdo como un puente. Pero, ¿ las páginas escritas y olvidadas? ¿Cuál era el sentido de haber trabajado tanto sin tener resultado? ¿Qué tenía que aprender de esa experiencia?. Esas preguntas
todavía eran piedras molestando en los zapatos. Visité a un amigo del pasado. Me enseñó su película que había hecho con harto corazón y poco dinero. Cuando acabé de verla subimos a la terraza y compartimos un cigarrillo. Nos quedamos conversando hasta la madrugada. Le conté sobre mi rompecabezas inconcluso y él me lazó el anzuelo final. Entendí que sin darme cuenta, había estado buscando en el lugar incorrecto, relacionándome con la gente incorrecta. Ver con el corazón, elegir con el corazón, parecería fácil pero no lo es... La trampa siempre está. Entendí que al invertir tanta energía en gente equivocada, estaba esperdidicando lo que de verdad quería hacer. Pensé otra vez en Patti. Entendí que no solo me había identificado con ella porque me gusta el café, y Murakami, porque yo también me sacó las cartas del Tarot para entender la vida; lo que me había cautivado de su universo era su corazón, o su mirada, su capacidad de ver lo invisible. Su vida se había regido por causas inútiles; no había viajado para conocer ciudades sino siguiendo los pasos de sus héroes desaparecidos: Mishima, Jim Morrison o Genet. Cerré los ojos. Agradecí el encuentro con mi amigo. El hallazgo de estos libros. Agradecí que todavía puedo ver con los ojos cerrados.


(Mundo Diners)

miércoles, 7 de agosto de 2019

Romanticismo y Fracaso

Algunos hablan del futuro
Pero mi amor habla suavemente
Porque no hay mayor éxito que el fracaso
Y el fracaso no es ningún éxito
-Bob Dylan

Los poetas no termian sus poemas, 
los abandonan
-Paul Valéry 



El uno era robusto, el otro flaco. El uno prefería el café, el otro el té de manzanilla. El uno tomaba vino, el otro agua. El uno era bueno en matemáticas, el otro en sociales. Digamos que el uno, el artista, se llamaba Z, y digamos que el otro, el robusto, el pragmático, se llamaba AZ había leído muchísimo (tal vez demasiado) y soñaba con ser escritor, pero cuando le preguntaban por sus propios textos, decía, un poco para hacerse el interesante y un poco en serio, que el mejor escritor jamás escribe, o escribe mentalmente. A le admiraba en silencio y después de que Z  leyera en voz alta pasajes de libros que A jamás había escuchado, se iba a la biblioteca y averiguaba sobre las teorías y los autores de los que su amigo hablaba.
 

Pasaron los años.  Z, al que no le importaba el tiempo, se dejó llevar por su flujo. En cambio A se convirtió en un escritor famoso. Le invitaban a congresos, viajaba a Ferias del Libro, firmaba autógrafos. Mientras más resonaba el nombre de A, Z se hacía invisible. Por muchos intentos de orden, su naturaleza le devolvía al caos. Había confundido ciudades con pieles, amores con resacas, se había perdido en el mapa estelar de su vida, ese que él mismo había trazado y alguna vez fue una espiral perfecta. Su barba había crecido y ya casi no tenía amigos. Tampoco tenía dinero ni trabajo. Pero su mente seguía intacta, como una ecuación escondida en la arena. Se había transformado en una estrella lejana, tal vez más brillante que cualquiera, pero a la que nadie observaba. Muchos de sus amigos del pasado se preguntaban qué había pasado con esa luz que en la adolescencia prometía una explosión, pero lo cierto es que su lema pasado paracía haberse hecho realidad: era un falso escritor, un "escritor" sin libro.  Aunque escribía en su cabeza, su “obra” no existía. Y tal vez su vida tampoco, porque más que una persona parecía un fantasma. A Z le gustaban las cafeterías y los aeropuertos porque eran lugares en los que la gente estaba pero no estaba. A veces iba a las salas de embarque aunque no tenía ningún viaje, y otras, se instalaba en alguna cafetería e iba cambiando de mesa durante el día entero. Ahí miraba pájaros y vagabundos y escribía en servilletas que luego olvidaba. A veces sentía que sus ideas se desprendían de su cerebro (o de las servilletas) y volaban, dispersas, por el aire, como pedazos de cristal o mariposas. Entonces alguien, por lo general A, las encontraba, y luego Z se enteraba en la radio, una mañana cualquiera, que alguien, por lo general A, se había hecho millonario gracias a una idea que había llegado a él, volando desde el cielo.
 

Registra tus ideas, ponles tu firma, valora tu tabajo, le decían con fercuencia a Z, pero él no sabía hacer trámites, y sobre todo, sospechaba que al empezar a cobrar por sus relatos se le acabarían las ganas de escribir, igual que a los amantes se les acaba el deseo cuando formalizan su relación. A había pensado que si Z no hacía nada con sus ideas, incluso era irresponsable dejarlas morir. Ese pensamiento le liberaba de la culpa cada vez que alguien le felicitaba por sus libros.
 

Alguna vez Z había sospechado que A le había traicionado, pero en seguida había llegado a la conclusión de que el único traidor era él mismo. A un un paso de poner el último ladrillo, la torre se desmoronaba, quizá por una falla de raíz, pensaba Z, todo parecía sólido pero no era así, había una piecita, muy pequeña pero imprescindible, que tambaleaba y terminaba por destruirlo todo. Pero no era así, ninguna pieza fallaba, lo que en realidad pasaba era que algo, muy adentro suyo, quizá su sombra, no quería que terminase nada. Cuando estaba a punto de poner el punto final, otra idea le coqueteaba, entonces Z abandonaba su posible libro y miraba a su nuevo proyecto igual que Orfeo regresa a ver atrás y pierde para siempre a Eurídice. 

Le decían perdedor, perdido, loco. Pero en el fondo de su corazón, que a veces se parecía a una laguna profunda y oscura, estaba escondido su libro, ese que nunca escribiría, tal vez porque sabía que empezar a nombrarlo era empezar a perderlo.

(Mundo Diners)

miércoles, 22 de mayo de 2019

Instrucciones para escribir (o bailar) en la cabeza





Recuerdo a  mi madre tocando la flauta traversa en el baño. La veo a lo lejos, envuelta en humo de cigarrillo, mirándose en el espejo y tocando. Podía haber ido a la sala o a su cuarto, pero prefería acomodarse en ese baño de azulejos celestes, el baño de visitas, con su atril, sus partituras y un cenicero. Quizá era el único lugar que sentía propio.
Escribo en un estudio que comparto con el Mario. Muchas veces imagino (o siento) que escribo en la cocina. Tal vez porque en nuestra anterior casa así lo hacía, y no porque no tuviera otro espacio, sino porque lo sentía más cálido, y porque me sentía cómoda con la posibilidad de un café cerca. Ahora, aunque escribo en un lugar supuestamente destinado solamente al trabajo de escritorio, el mundo doméstico no me abandona, tal vez porque en esta habitación “propia”, que no es tan propia porque en el matrimonio casi nada lo es, la puerta no puede estar cerrada por mucho tiempo. Si tardo mucho, el Lucas da golpecitos y grita “¡Mamá!”. Entonces debo interrumpir mis textos y salir a buscarlo. Otras veces me llama la olla del arroz, que está a punto de quemarse. 
Cuando me dicen que aproveche el tiempo y salga a tomar un café o a conversar con amigas, prefiero invertirlo en buscar un lugar para escribir. Después de hacer un recorrido por el barrio con mi computadora en mano y probar cada tipo de café, llegó a la conclusión de que la biblioteca es el mejor lugar, no tiene música a todo volumen, está rodeada de libros. Hago chasquear mi teclado "Genius" bajo la solemne pintura de tres hombres blancos letrados. No pasa mucho tiempo hasta que un joven me interrumpe, no se puede concentrar con el escándalo de mi teclado comprado en almacén chino. Como es un muchacho ilustrado, educado y leído, me propone una solución y él mismo me acomoda en una cabina personalizada. Ni el sonido de una mosca. Abro mi texto, las palabras fluyen, pienso que si alguna vez muero y voy al cielo, iría a una biblioteca. Pero luego veo el reloj y entiendo que debo volver a casa. Decido que lo mejor será esperar a la noche, escribir cuando todos duerman. García Márquez dijo alguna vez que no existe mejor sueño que “escribir sin que nadie joda”. A veces parece tarea imposible. 

Recuerdo el “despacho” de mi abuelo materno. Tenía una plaquita verde que decía “Miguel Ángel Varea Terán”. Vagamente recuerdo el olor de sus libros, la textura de su escritorio de madera.  ¿Y mi abuela? A ella la recuerdo leyendo, pero jamás en un “despacho”, jamás en una habitación propia, jamás como una actividad seria, sino como parte de la cotidianidad. Mientras mi abuelo trabajaba en cosas “serias”, ella hablaba con las plantas, miraba paisajes desde la ventana, cuidaba a los hijos, a los perros y a los nietos, preparaba té con hojas de cedrón que arrancaba de un árbol, les daba de comer a los pájaros y les contaba sus sueños, tomaba café acompañada de su radio portátil. De cuando en cuando, ella se refugiaba en “el cuarto chiquito”, una habitación minúscula que estaba destinada a los huéspedes. Mi mamá me cuenta que se metía ahí como huyendo de la cotidianidad, del marido, de los hijos. Recuerdo también el estudio de mi abuelo paterno, con botellas de champaña y chocolates que escondía en un cajón. Mi abuela paterna tampoco tenía un despacho, tal vez tenía despecho, había acabado la universidad, que para su época era bastante, pero después de casarse ya no pudo ejercer su carrera: los hijos vinieron uno después de otro. Jamás tuvo una “habitación propia”.
Mi padre tocaba la guitarra en la sala. Mi madre tocaba la flauta traversa en el baño. Yo odiaba el sonido de la flauta. Lo que ella amaba era una amenaza para mí. ¿Sentía lo mismo que siente mi hijo cuando me ve escribir? ¿Será que los hijos nos ponemos celosos de esas actividades porque sabemos que nos excluyen? ¿Sabemos que, en esos momentos, las madres dejan por un ratito de ser madres y se van a un lugar muy íntimo? ¿Será ese lugar la habitación propia?
  
Pienso en Virginia Woolf preguntándose dónde y cómo debía (o podía) escribir una mujer; preguntándose en qué imagen le correspondía a una escritora. Amo imaginar a su pescadora/escritora cazando ideas con un fino anzuelo en lago de la consciencia. Pero tampoco puedo evitar pensar que a Virginia Woolf una tía le heredó una pensión vitalicia de por vida. Y que no tenía hijos y sí empleados y empleadas. Luego pienso en Anaïs Nin escribiendo sus diarios a escondidas, pensando en qué hacer para publicarle los libros a Henry Miller,  negándose a tener una hija porque quería vivir tan solo como amante y artista, y la maternidad representaba una amenaza contra esas dos figuras; pienso en Sor Juana Inés de la Cruz huyendo a un convento para poder escribir en paz, luego me acuerdo de que mi prima me contó que su abuelita, la gran Alicia Yánez Cossio, solía escribir encerrada en el clóset. También pienso, no sé por qué, en  Isabel Allende, en que fue de las pocas mujeres que escribieron en la época del boom pero nadie la consiedra, jamás, como parte del boom, ¿será el precio que debe pagar por ser exitosa y ser mujer? ¿o será que de verdad es mala mala? no sé, no he leído sus libros, tal vez porque "escritores serios" me han dicho que son malos.  Pienso en Simone de Beauvoir negándose a la maternidad para poder conservar su labor intelectual. Pienso en Jean Austen escribiendo sus novelas en la sala de estar, en todas esas mujeres que tuvieron que decir que eran hombres para poder escribir, como Mary Ann Evans (George Eliot) o las hermanas Bronte, o  Colette,  en Mary Shelly firmando Frankenstein con el nombre de su marido, en Louisa May Alcott escribiendo en la cocina. Leí Mujercitas por obligación en la escuela y la verdad ya casi no me acuerdo, pero la imagen de May Alcott escribiendo en la cocina no se me borra. Amo esa imagen. Y no sé por qué también me lleva a pensar en Sylvia Plath, que sí tuvo dos hijos, suicidándose en la cocina. No es que soy devota de Plath pero esa imagen siempre me persigue un poco, una mujer, una escritora, metiendo su cabeza en el horno en uno de los inviernos más fríos. No sé por qué, esta escena me recuerda un poco a esa esposa triste de Las Horas interpretada por Julianne Moore, que está leyendo a Woolf y contiene sus lágrimas mientras hace un pastel para el cumpleaños de su marido. Hace un pastel en la cocina.  Esa cocina en el que lo doméstico y lo intelectual confluyen y luego se estrellan, la cocina como el corazón de la casa, el pan, el horno, el fuego, y después esa misma cocina como escenario de muerte.  

“Seré franco… una mujer no debe escribir, no haga libros; traiga niños al mundo”, le dijeron a Aurora Dudevant, quien tuvo que usar el seudónimo de George Sand para poder publicar. Leí que en la Edad Media había un proverbio que decía en latín: “Aut liberi aut libri”, que significa “hijos o libros”. Y que eso es lo que se les imponía a las mujeres, que elijan. Lo uno o lo otro, las dos cosas, jamás.  Y las mujeres que optamos por ambas cosas, ¿qué?

El otro día un amigo me preguntó si estaba escribiendo algo,  le dije que sí y se ilusionó,  pero cuando le conté que era algo relacionado a mi maternidad pude ver el desencanto en su rostro. Me acordé que no solo él piensa que todo lo relacionado al cuerpo femenino no merece ser narrado. No es interesante hablar de menstruación, de menopausia, de partos ni de hijos. Hélène Cixous hablaba de la "escritura blanca", escribir con la leche materna, decía. Me gusta esa idea porque incluye el cuerpo femenino, el cuerpo materno, ese que ha sido excluido de los grandes temas de la literatura universal. Me acuerdo de un gran texto que escribió la Gaby Paz y Miño para Nido Parlante en el que se describía a si misma escribiendo en pijama, rodeada de tazas de café, y no como la imagen romántica del genio escritor en su despacho sin interrupciones.
Aprender a escribir con interrupciones. Escribir sin pretender que lo doméstico no exista. Tener la capacidad de desdoblarse. Ser un millón de mujeres. Quizá sea muy romántico pero me gusta pensarme como araña, como mujer doble, triple, capaz de escalar la conciencia mientras preparo café.  Ser madre que escribe es eso, aprender a escribir mientras se cocina, mientras se lleva al hijo de la mano al parque, mientras se lava los platos. Pienso automáticamente, inconscientemente, en Alicia Alonso. Leí en alguna parte que cuando se quedó ciega aprendió a bailar en su cabeza. Bailar en la cabeza, escribir en la cabeza. Se parece un poco a esa libertad de la que escribió Ursula Le Guin que implica saberse autónoma el momento en que se escribe, así dure poco.  De alguna manera, una especie de resistencia. Por eso no quita que también se deba aprender a encontrar un tiempo a solas. Un tiempo sin interrupciones. Tiempo para escribir y nada más que escribir. También es legítimo. También es posible y necesario. Porque si encontramos tiempo para hacer tareas domésticas o trabajar en algo más, seguro existe también tiempo para escribir, lo que pasa es que  no siempre creemos merecerlo, porque a las mujeres que no tienen hijos les han dicho que escribir es cosa de hombres, y a las que si tenemos hijos nos han dicho que si ya elegimos parir, mejor nos olvidemos de escribir.
 
Termino este texto en la noche, mientras mi hijo y mi esposo duermen. No lo veo, para nada, como un acto heroico o sacrificado, de hecho, lo siento un privilegio. Reconozco que para mi hay algo de bello en eso de escribir mientras los demás duermen. A veces tengo que detener mi actividad, regresar a la cama y darle la teta a mi hijo, hasta que se duerma otra vez. Tampoco considero esa interrupción como una traba, porque cuando después vuelvo, despacito, a mi computadora,  ya no veo este texto con los mismos ojos, porque mientras he estado amamantando a mi hijo he pensado en cosas, he visto estas mismas palabras con los ojos cerrados. He pensado en las mujeres escribiendo en el clóset, en la cocina, en la cabeza, en el convento, escribiendo con traje de hombre. He honrado sus fantasmas y he recordado con devoción sus plegarias, reescribir el cuerpo, como pedía Woolf, reecribir el mundo, como pedía Le Guin. Entonces he regresado, despacito a este escritorio, a esta habitación propia bella e interrumpida,  para entender que las mujeres que queremos escribir necesitamos entender que el tiempo para escribir nos pertenece, y también, un poco, aprender a bailar en la cabeza.

Clímax: sangre, esperma, tiempo

 
Nacer es una oportunidad única
Una mujer agoniza en la nieve, sangre sobre el vacío, alaridos de dolor, Eric Satie. Después de esta desconcertante escena, lo que aparece en pantalla no son los créditos de cabecera, sino los de cola. Unos subtítulos a manera de dedicatoria: “A los que nos hicieron y ya no están” seguidos de otros que anuncian que la película que “acabamos de ver” (aunque ni siquiera hemos empezado a verla) está basada en hechos reales.  
Después del bajón de Love (2015), Gaspar Noé regresa con fuerza y se revindica con Clímax (2018) un viaje pesadillezco hacia el inconsciente o el Hades. Esta película cuenta la historia de un grupo de bailarines que en un invierno del 96, sin querer, toman LSD mezclado con sangría. Lo que sucede es escalofriante.
La primera vez que vi una película de Gaspar Noé tenía 15 años. Irreversible era un nombre que sonaba entre los pequeños círculos artísticos intelectuales. Yo lo único que sabía es que era“cine independiente” y había que verla. Entonces, en la inocencia de mi adolescencia, alquilé el VHS en un video club, preparé canguil, y convoqué a la familia entera. Ya se imaginarán las caras de todos cuando empezó la escena de la violación en plano secuencia. Obviamente la proyección fue suspendida, y a nadie le dio ganas de seguir comiendo el canguil.
Supongo que si Gaspar Noé hubiera presenciado este momento se hubiera regocijado. Porque si hay algo seguro es que él busca herir a ese espectador cómodo y “canguilero”. Más de quince años después, volví a hacer canguil para ver otra película de Noé, Clímax. Por supuesto, recibí el merecido castigo. A los 30 minutos quería apagarla (y lo hubiera hecho de no ser porque tenía que escribir este artículo). 
Desde sus primeros cortos, Gaspar Noé estableció un estilo propio en el que la violencia y el sexo eran los principales ingredientes. Un cine carnal, ultra-violento y despiadado que muestra sin eufemismos ni elipsis, lo que nadie quiere o, mejor dicho, puede ver. Porque resultaría insoportable.  
Por ahí en el 2000, mientras trabajaba en la preproducción de Enter the void (2009), Gaspar decide filmar algo más sencillo. Con un guión de 3 páginas rueda Irreversible sin sospechar el éxito que le traería. Con esta película se convirtió en otro niño mimado de Cannes. Quizá por primera vez se veían escenas tan explícitas en tiempo real. La actuación y la puesta en escena de corte completamente realista hacía que el espectador, al menos por un momento, viva la película en carne propia. Daba la sensación de estar ahí, en medio de ese túnel rojo, siendo testigo de una violación. Además del recurso, en ese tiempo innovador, de contar la historia al revés. Y las escenas de Monica Belucci en el patio con sus posibles hijos y Beethoven de fondo, dolían más que la misma escena de la violación, porque eran como un cruel reflejo de lo que no pudo ser. Estaba claro que ahí había un autor. En Enter the Void (2009) Noé explora un punto de vista jamás pensado, el de un muerto. Inspirado en por el libro de Bardo Thödol, El libro tibetano de los Muertos,  el que es una guía para que los moribundos aprendan a moverse en el plano astral, el franco argentino muestra una ciudad bizarra vista desde arriba, desde los ojos de alguien que ya no existe. Lleva al espectador hacia un viaje espiritual que dura nada menos que dos horas y más.
Esperé con ansias Love (2015), su siguiente película que prometía pornografía en 3D, pero la encontré falsa e incluso aburrida. Está claro que este “enfant terrible” quiere incomodar. Pero a veces que lo que incomoda no es necesariamente lo que muestra, sino precisa y paradójicamente, sus ganas de incomodar. Eso que suele llamarse “marca de autor” por momentos corre el riesgo de convertirse en arrogancia narrativa. Incluso da la sensación de que solo le faltaría poner un letrero que diga “si no les queda claro, hago cine independiente”. Me pregunto entonces, si es que hay un momento muy delicado en el que estos recursos innovadores dejan de ser necesarios y más bien se convierten en el reflejo de un enorme ego. Pero bueno, así es Gaspar Noé, un genio, claro.
Con Love, Noé se propuso “eyacularle en la cara al espectador”, pero ni así consiguió hablar de esa compleja relación Eros-Thanatos que irónicamente en sus otras películas sí está presente. Love no es una historia escrita con “esperma y sangre”, porque las historias de esperma y sangre suelen haber deseo. Y aquí, tras el bombardeo de imágenes explícitas que abruman, no por su contenido sexual como hubiera querido Noé sino por su sobrenarración, el deseo parece exluído. O al menos, el deseo femenino. Porque Electra es un personaje construido desde el cliché, desde la fantasía estereotipada masculina, tanto en el plano físico como en la caracterización. Sin embargo se rescata algo interesante pero que apenas está esbozado, y es la idea de que el deseo muere cuando aparece el amor.   
Con Clímax regresa esa fuerza narrativa brutal. La banda sonora fluctúa entre música electrónica, en su mayoría francesa, de los 80s y 90s tipo Daft Punk, una versión distorsionada de Erik Satie hasta Los Rolling Stones. Pero su mayor acierto es sumergir al espectador en una marea de sensaciones que si bien no son nada positivas, hacen vibrar, incluso al punto del terror. Porque si con Irreversible y Enter the void logró impactar, con esta se llega a sentir no solo asco o desprecio, sino terror.
Esta sensación comieza con los planos secuencia tan bien logrados que siguen a Selva (Sofía Boutella) por la fiesta. Hay una danza maestra entre Noé y su director de fotografía Benoît Debie, que logran situar al espectador en un lugar invisible desde el que parece estar presente en la fiesta.
En una entrevista, Noé cuenta, orgulloso, de no dar la respuesta que cree que esperan de él, que dos de las escenas más bizarras y contemporáneas de Clímax (el intro de la nieve y las entrevistas a los bailarines) no le llevaron ningún esfuerzo, no le tomaron días de sudor frente a la pantalla, sino que fueron producto de un “brote de inspiración” en el rodaje. Mientras el crew almorzaba, preguntó si había un dron, llamó a la actriz y le pidió que se acostara en la nieve. Entonces supo que esa sería cronológicamente la escena final, pero la montaría al principio. Y es que el cine de Noé encuentra el sentido en la búsqueda más que en el resultado, su estilo está en la improvisicación. De hecho, el guión de Clímax tuvo 3 páginas y se rodó en 15 días. Decidió trabajar con no actores, con excepción de Sofía Boutella, quien más que actriz es modelo de Nike y el director le contactó a través de Instagram. 
Despacio, en pequeñas olas, sin darnos cuenta, hemos empezado el descenso al infierno. Los personajes bailan, beben sangría, Selva, que es a través de quien vemos un poco todo, se sienta al lado de otra chica, quien, acontecida se cuestiona sobre el aborto. Entonces intempestivamente aparece el primer letrero a lo Godard, con una frase densa, entre existencial y provida: “nacer es una oportunidad única”
Vivir es una imposibilidad colectiva
Cuando le preguntan a Noé en qué se inspiró para crear la película, él contesta, hecho el loco, que en las fiestas de los festivales de cine que son como bacanales modernas. Pero basta ver la escena en la que se encuentra al inicio del filme, en la que desde un televisor, los bailarines responden a preguntas sobre el baile, las drogas y la vida. Entre las cintas que se ven al costado del televisor están Suspiria de Dario Argento (cómo no iba a citarla, al fin y al cabo, las dos películas son historias de baile y horror) y Los 120 días de Sodoma (es clara la cita al infierno), entre otras.  
Gaspar Noé siempre amó el cine de Buñuel. Clímax, de hecho, podría ser una suerte de Ángel Exterminador gore. Porque comparte la misma estructura en la que varias personas (por lo general burguesas) quedan encerradas en un mismo lugar y sufren un viaje hacia la degeneración. De hecho, en este encierro las personas reproducen una pequeña sociedad. Y aquí queda clarísimo que se trata de Francia. Empezando por el letrero que pone, con ¿algo de ironía?: “Una película francesa y orgullosa de serlo”. Uno de los personajes negros dice, refiriéndose a la bandera de Francia gigante colgada en la sala de baile, que “no le gusta la decoración”, a lo que otro, negro también, sugiere tener sexo con una chica sobre la bandera. Esta academia de baile es una pequeña Francia con su diversidad, en la que negros, blancos, migrantes, homosexuales, conviven, pero sería falso decir que conviven armónicamente, respetando los famosos lemas: liberté, égalité y fraternité.
De hecho, hay intolerancia pura en estado latente, el racismo crece en silencio y explota en una de las escenas más densas, esa en la que varias personas negras rodean a una mujer blanca embarazada y la agreden hasta niveles absurdos. No hay lugar para una “convivencia armónica”. La tolerancia no existe. Vivir es una imposibilidad colectiva.
En la segunda parte de la película, después de los créditos de cabecera que están justo en el medio, la droga surte efecto y el caos se desata. Lo peor, cuando una madre encierra a su hijo pequeño en un cuarto con tensión de alto voltaje, donde lo más probable es que se electrocute. En este punto quiero apagar la película, se ha pasado de sádico. Odio a Gaspar Noé. Lo que sigue son imágenes infernales que recuerdan a pinturas como La nave de los locos, de El Bosco, o El Triunfo de La Muerte, de Brueghel. Un hombre con fuego en la cabeza, una mujer que se arrastra por el piso, los alaridos del niño que no entiende la crueldad de su madre, el odio de los negros que agreden a la mujer blanca a manera de venganza, y todo esto con esa luz de discoteca barata que recuerda a las películas de Argento y acentúa la sensación de pesadilla o infierno. Clímax también es un retrato de la angustia, porque es, en efecto, un clímax prolongado.
En este caso, es la droga la que borra esa capa de moral o “superyó” que mantenía un mínimo de “tolerancia”. La pregunta que cabe aquí es: ¿la droga altera los estados inherentes al ser, o más bien revela su verdadera esencia? Parecería que Noé se va por la segunda opción, concibe a la moral como falsa, ajena, es decir una “construcción cultural” que al caer, devela la pureza del ser humano, (“porque el hombre es un animal”) y claro, eso es violencia, pulsión, incesto. Un mundo en el que no existe diferencia entre el Bien y el Mal. La ausencia de Dios. Quizá esta idea se construye desde ese plano cenital tan característico de la película en el que se ve a los bailarines desde arriba, los muestra como una especie de torrre humana. Gaspar Noé ha afirmado esa imagen le recuerda a La Torre, ese arcano del Tarot de Marsella cuya historia está vinculada a la leyenda de la torre de Babel; cuando los hombres quisieron desafiar a Dios y él los castigó con el idioma. No hay comunicación posible. A pesar de estar juntos, los peronajes están solos. Sí, sí, vivir es una imposiblidad colectiva. 
Morir es una experiencia extraordinaria
Pero cuando recuerdo Enter the Void pienso que al fin y al cabo Noé no es tan nihilista. Después de la muerte, Óscar no se ha disuelto en la nada, no a pasado al desconcertante “no ser” sino que ha persistido, es decir, que Noé afirma, al menos por unas horas, la existencia de una consciencia ya sin cuerpo. Es decir que hay, en medio de la violencia, de la desesperanza y de la crueldad, un espíritu. Y esa también puede ser la causa de la belleza de algunas de sus imágenes, o si no. ¿Cómo se explica la escena de la nieve en Clímax, comparable a la escena de Belucci en el patio, en Irreversible? Gaspar Noé también es experto en construir momentos bellos. Hay algo en su obra que vibra en un registro más etéreo. Es Satie, es Beethoven, es la nieve, es la sangre, es el tiempo. Hay, en medio de la sangre, la concepción de algo etéreo, pero que no necesariamente implica una esperanza, sino lo contrario. Es el Destino/Tiempo el que determina la existencia humana. Lo que estableció de manera más evidente en Irreversible al contar la historia de atrás hacia delante acentuando la idea de que más que un Dios, es el Tiempo el que determina el destino de los seres humanos en la tierra. “Porque el tiempo lo revela todo: lo bueno y lo malo”.  El Tiempo que es irreversible y que escribe la historia en los cuerpos. La danza, como el cine, es el arte del tiempo. Pero en la danza la herramienta directa es el cuerpo. Y un poco también podrían ser Eros (cuerpo) Thanatos (Tiempo). El cuerpo como vida, animalidad, carne, en contra posición a cierta sacralidad del tiempo vinculado a la muerte. Lo sagrado y lo mundano. No en vano uno de los personajes dice “¿Desde cuándo se mezcla Dios con la danza?”.  Y esto lo vemos con claridad en la imagen de Selva desesperada, bailando o convulsionando en el piso, en un intento desesperado por revelarse al tiempo, porque la ansiedad no es más que la imposibilidad de habitar el tiempo en armonía.
Gaspar Noé concibe al tiempo como un depredador salvaje, que ciego, teje el destino humano. En su mirada la presencia de una divinidad (en este caso el destino/tiempo) no es más que la confirmación de la más absoluta soledad.
 (Ochoymedio)

Un poco de la historia del Del-fín (Sobre el documental de Delfín Quishpe)




Conocí (o mejor dicho, vi) a Delfín Quishpe, por ahí en el 2012, cuando yo trabajaba en un canal de televisión. En ese entonces él estaba en su época de mayor fama; sus videos, que se habían hecho virales en YouTube, se caracterizaban por narrar, desde la más pura inocencia, la realidad de los migrantes latinos en países desarrollados, pero sobre todo, por ser una mezcla estrambótica de lo que, a los ojos de un músico indígena que quería triunfar, significaba el primer mundo: un traje de vaquero, el uso indiscriminado de efectos especiales de baja calidad,  la condolencia por los problemas “mundiales”, como el atentado a las Torres Gemelas o Isarrael. En medio de imágenes documentales de Nueva York o Isrrael, Delfín aparecía, recortado y chiquito, gritando con un dramatismo impostado, su frase carácteristica: “¡No puede ser! ¡Noooo!!” y hacía reír a la clase media (no solo de Ecuador) con sus “ocurrencias”.  Yo le pedí un autógrafo y me sorprendí cuando me contó que las letras para sus canciones se las mandaban  “los fans de Argentina”. ¿Había alguien más atrás de este héroe posmoderno? ¿Eran los productores los que construían esta imagen bizarra y cómica de la latimoamericanidad para vendérsela al primer mundo? ¿Quién era realmente Delfín Quishpe? Muchas preguntas. Una certeza: el fenómeno Delfín Quishpe encerraba varios aspectos de eso que significaba ser ecuatoriano y latinoamericano. A través de este personaje, esta estrella de "tecnofolklore andino" (que ahora también es alcalde de Guamote) cuyos videos eran más vistos que quizá los de ningún otro músico ecuatoriano, había mucho que entender sobre nuestra propia cultura. Por eso me alegré cuando me enteré que Esteban Fuertes y Fernando Mieles se habían decidido a hacer el documental que desde hace tiempo esperaba a ser narrado. Al fin.

Hay algo triste en la película “Hasta el fin de Delfín”. Algo parecido a la nostalgia. Quizá ese “algo” tenga que ver con ese rostro de Delfín que no conocíamos y que aquí se nos muestra por primera vez. Ese que está debajo del traje. Mieles presenta a un personaje con varias dimensiones humanas, un personaje que es capaz de generar más 5 millones de visitas en YouTube y es el mismo que para sobrevivir maneja un local de pollos asados. A través de él reflexionamos sobre cómo miramos a los primer mundistas, a veces desde la inocencia, y  cómo ellos nos miran, a veces con cierto menosprecio, o en otras palabras, desde arriba. Esto queda claro con la escena en la que un español se ríe de los videos de Quishpe y lo analiza desde un lugar completamente ajeno. ¿Qué es eso sino la prueba de que el colonialismo sigue presente?. Pero el documental va más allá y nos invita sutilmente a preguntarnos ¿Con quién nos identificamos? ¿Con Delfín o con el español?. El documental nos enfrenta, nos lleva a reflexionar sobre los complejos tejidos que componen nuestra identidad.  

El tercer Delfín que el filme nos presenta ya no es la estrella de tecnofolklore andino, tampoco el dueño de los pollos asados. Es el Delfín que da las fiestas más grandes en Guamote, el que baila con su esposa, el que vende sus propios discos a un dólar en su comunidad y  el que sufre por amor. Aquí no hay lugar para una mirada compasiva, es más, entendemos que si alguna vez existió una mirada compasiva no era más que otro síntoma poscolonial. Pero sí hay, todavía, ese sabor a nostalgia. Que tiene que ver con el ritmo, o más bien el aura, del filme. La lluvia, la música, las escenas del casamiento. Y quizá esto se deba a que solo Mieles puede narrar con tanta belleza un pedazo de vida humana. 

(Periódico Festival Edoc)

La cámara invisible




Cuando nació mi hijo descubrí otra ciudad. En realidad, descubrí dos. La primera era silenciosa, cubierta de neblina, lenta, olía a rocío. Y sí, me refiero al puerperio. Pero cuando eso “supuestamente” terminó (entre comillas porque hay algo de neblina que nunca se va del cerebro), conocí otra ciudad, una que había estado siempre ahí, solo que antes no la podía ver. Las mismas rutas, que antes eran automáticas, se volvieron desconocidas.
Cuando Lucas aprendió a caminar, salimos de la mano a investigar las calles de La Floresta. Antes yo caminaba poco, tal vez por esa idea subconsciente de que debía llegar “rápido” a mi destino, así no llevara prisa. Entonces, cuando caminaba, lo hacía rápido y mirando al frente, pensando en la lista de compras o en las deudas, pretendiendo soberbiamente ser yo quien lleve al camino, sin alcanzar a entender que las cosas solo pueden pasar (adentro y afuera) cuando permites que sea el camino el que te lleve.
Con el Lucas esa direccionalidad no es posible. Él va despacio, hace andar su carrito por una pared y me obliga a volver a verla y descubrir que es blanca con manchas verdes. Las deformaciones de la vereda son para él fascinantes relieves de un mundo extraterrestre. Recuerdo que la última vez que vi las cosas por primera vez fue a los doce años, cuando jugaba a ser espía y anotaba en un cuaderno “El extraño comportamiento de los vecinos”. Podría decir que tener un hijo es, también, volver a la infancia o, más que eso, cambiar de perspectiva. Entender (un poco, a veces) que sin viaje, sin movimiento, no puede existir ninguna experiencia que provoque una revolución interna.
En la plaza el tiempo transcurre de otra forma. La gente, al margen del ajetreo, espera o lee o mira el cielo. Una chica lee una carta. Dos colegiales se besan. Y por un momento da la impresión de que sus besos algo tienen que ver con las nubes naranja. En la banca de al lado está un hombre solitario, un vagabundo. Se nota que esa banca es su lugar. Ningún otro podría serlo. La oficina le quedaría grande, se vería poco ergonómico con el entorno; una fábrica tampoco sería lo suyo, sus dedos demasiado anchos lo estropearían todo. ¿Regar plantas?, quizá, pero no. Parece que a cierta edad esa sola actividad es ya bastante: estar. Este hombre demasiado grande se limita a respirar. Malhumorado. Con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, un poco por la luz, otro por hastío, o la falta de estímulo para abrirlos y comprobar que la mejor opción siempre será cerrarlos. Y estamos nosotros: una madre y un niño persiguiendo palomas. Las plazas son lugares (o más bien no lugares) para gente que no encaja. Desempleados, enamorados, niños.
Lucas se acerca al vagabundo que me recuerda a un personaje de Kaurismaki. Mira su cara como quien mira por primera vez un rostro humano, sin miedo. Temo que el hombre reaccione mal, pero se deja inspeccionar como un buen paciente. Lucas le extiende la mano, el Gigante Egoísta duda, pero extiende también la suya. Una sonrisa se dibuja en su rostro, una sonrisa que parece derretir ese palacio de hielo en su interior.
Lucas agarra un puñado de maíz y lo lanza al aire. Las aves (que de lejos parecen inofensivas y hasta son símbolo de paz, de cerca revelan su animalidad salvaje, sus garras y sus picos me hacen pensar en los ancestros y en Los pájaros de Hitchcock) revolotean sus alas y forman esa imagen tan fotografiable del tiempo. Pero no tengo cámara. Así que guardo esas imágenes inútiles en mi memoria. El color del cielo, los colegiales y sus besos que hacían nubes naranja, la mujer leyendo la carta, el vagabundo. Pienso que en esa plaza hemos estado solos y al mismo tiempo acompañados. Pienso en mis fotografías invisibles y no entiendo bien por qué me interesa retenerlas. No son importantes, pero tal vez, al menos para mí, son bellas.

(Mundo Diners)

Crónicas de Murakami en Quito (sin Murakami)


Día 1





Saber que Murakami está, en este instante, en la misma ciudad que yo, me provoca mucha ansiedad. Decido vestirme de detective e ir a buscarlo en su hotel. Sobretodo verde, gafas Rayban, cámara de fotos, y Kafka en la orilla en el bolso, como si fuera un revolver. Camino despacio, tomo agua mineral y miro el cielo. Cuando bajo del taxi, nada me parece real. El aire tiene otra textura, una parecida a la de los sueños. Al llegar a las afueras de su hotel, imagino/siento que soy algo así como una agente privada; me
siento exactamente como si estuviera adentro de una novela suya. Entro al bar del hotel, temo que no me dejen pasar, tal vez se den cuenta de que soy sospechosa. Estoy esperando a alguien, digo al pasar, como defendiéndome. Pido la carta fingiendo seguridad. Pero en realidad, tengo miedo, estoy nerviosísima. Me siento una especie de espía, o un gangster. Miro alrededor. No debo ser descubierta. Los precios del menú superan los 20 dólares. Recuerdo mis 13 años, mis primeras salidas sola*, es decir, sin adultos; el vértigo que me provocaba ir a espacios que no sentía míos, con la sensación de hacer algo peligroso o de estar infiltrada en un lugar extraño, intentando hacer todo lo posible para que no descubrieran que yo no era como ellos. Desde este lugar de voyeur, que es como un balcón secreto del que se mira el abismo, bebo el agua mineral más cara del mundo. Miro de re ojo hacia las otras mesas. Unos gringos. Una familia. Empresarios. Ninguno es Murakami. Aunque es obvio que nadie me mira, insisto en pasar desapercibida y reviso el celular. ¿Y si viene? Me entra el clásico miedo de pasar como una vulgar grupi cuando en realidad me siento como una detective metafísica. Porque no he ido hasta allí por una foto, ni por una firma, menos aún, a darle un ridículo texto mío como he escuchado se acostumbra por aquí con escritores famosos, con la esperanza de quedescubran su talento  (¿eso es verdad? ¿hay escritores que en vez de pedir un humilde autógrafo ofrecen sus propios textos para que los escritores invitados los revisen?... qué cosas, qué vergüenza) . Entonces, ¿qué espero?. No lo sé, supongo que algo así como una señal , encontrar la clave para pasar a una realidad paralela, qué sé yo. Recuerdo que un texto que escribí sobre él, hablé sobre la flor azul de Novalis, el símbolo de la unión del
mundo real y el de los sueños.
Me levanto y pago la cuenta. Decido revelar mi secreto y preguntar por él. El recepcionista, cauteloso, me dice que sí, que efecto, se hospeda en aquel hotel, que es una persona bastante tranquila, que debe llegar pasadas las cinco. Pero ya no puedo esperar más.
Pienso en dejarle algo en recepción (por qué siempre pedir algo en vez de dejar algo?) Una pequeña nota de agradecimiento por sus libros? pero, ¿le llegaría?, ¿la leería? ¿acabaría en la basura? y más que eso: ¿tiene sentido? no lo creo...No Tal vez esta experiencia deba ser así, secreta, absurda y secreta.
Me retiro, es lo mejor. Afuera, todavía me siento parte de una de sus novelas. Nada de lo que pasa me parece real. Cada persona es alucinante. Sobre todo me llama la atención un vagabundo, de esos con la cara llena de tiempo, lleva un terno elegante y va bien peinado, sostiene un ramo de rosas. Le pido que me deje tomarle una foto. Me regala una flor. Le doy una moneda. Me voy. 

En el taxi, saco del fondo de mi cartera el libro,  miro la flor que me ha regalado el vagabundo. Parece de otro planeta, es azul. Azul. Entonces lo entiendo: tengo la flor azul en mis manos. He venido a buscar a Murakami, y un poco, sí que lo he encontrado. Quería dejarle una pista pero el que me ha dejado la pista ha sido él: ahí está la flor azul, en mis manos. Releo las últimas páginas de Kafka en la Orilla y pienso que nadie, nunca hanarrado tanmaravillosamente la experiencia dolorosa y bella de atravesar una crisis. El Bosque, la lluvia, no son otra cosa que la metáfora de crecer. Miro la flor azul, pienso en la magia, en la escritura, en la vida.
Lloro un poco pensando que esta pequeña/gran experiencia no le importará ni le servirá a nadie más que a mi. Es, de alguna manera, invisible. Y por eso he triunfado en este día con una causa tan inútil. Y sé que al igual que el Joven llamado Cuervo, cuando baje de este taxi, habré pasado a formar parte de un mundo nuevo.


Día 2

 
 

Sí, es Murakami. Un poco más humano de lo que me imaginaba, es cierto. Sus zapatos de goma con cordones fosforescentes son la prueba de que es él. Pienso que es genial (por qué no?) recibir a un escritor como a una estrella de rock. Después de todo, él es una
estrella de rock. Murakami dice que para escribir, al igual que Torou Okada para entrar al pozo, tiene una rutina. Okada se pone zapatos tenis, agarra un bate de béisbol por siacaso deba matar algún monstruo del subconsciente, y desciende en el pozo. Así mismo, Murakami duerme bien, toma un desayuno ligero y atraviesa el umbral. Después regresa (lo importante es regresar, nos advierte) y pasa el día con su esposa, tal vez da un paseo con ella y tal vez sale a correr. Ahora entiendo por qué sus personajes tienen un excelente estado físico, porque se necesita estar en forma para pasar-todos los días- al otro lado, y después poder volver (lo importante es saber regresar, nos advierte otra vez). Murakami, a
diferencia de otros grandes, no escribe bajo sustancias psicotrópicas ni cuando le “asalta” la inspiración. Para él la inspiración es un viaje hacia otro mundo que hay que hacer todos los días, con horario. Y para eso necesita, debe, estar en forma. Porque sólo así se puede volver (todos podemos ir a ese otro mundo, nos dice, pero lo importante, sí, insisto, es saber volver).
Lo puedo ver de pie sobre una cuerda floja que bordea los dos reinos; manteniendo el equilibrio con la sabiduría de un maestro zen. Vibrando entre la vigilia y las tinieblas, su trabajo no es otro que el de reportar. Y claro, mantener el equilibrio, siempre. Mitad en los sueños mitad en la tierra. Algo de eso tendría su padre, que nos cuenta, era mitad monje y mitad profesor. Tal vez eso tenga que ver con esa religión subconsciente de la que habla. Tal vez algo que persista en el fondo del alma sin saberlo. Le preguntan inocentemente si 1Q84 es ciencia ficción. Contesta que no, que la historia en la que hay dos lunas en el cielo, es, por supuesto, real. Y dice algo así como que todos dormimos alrededor de ocho horas al día, es decir que esas ocho horas vivimos en otro mundo, otro mundo que es totalmente real. Después despertamos en este. Ya saben,lo importante es saber regresar. Murakami dice sin reparo que la razón de su visita a Ecuador es conocer las islas Galápagos. Lo imagino mirando la arrugada piel de las tortugas gigantes, absorto ante la transformación de la naturaleza en un lugar en el que la evolución sucede en tiempo real. Un lugar en el que se puede ver cómo un manglar se aburre de ser árbol y empieza a ser iguana.Murakami termina su charla diciendo que le
sorprende que en las calles de Quito nadie fuma y las chicas no llevan falda, llevan pantalón. Yo empiezo a sentir una extraña nostalgia de que esto se acabe, y si, de no haberle pedido un autógrafo. Tranquila, me digo a mi misma, él no es Murakami. ¿Quién pensó que alguien como él vendría a Quito, a conversar con el Ministro?, ¿Alguna idea más absurda?. No, él nunca vino. Murakami estará bebiendo whisky en algún hotel de Tokio, mientras otro, muy parecido a él, se despide de nosotros en la Casa de la Cultura.


Día 3

 
 

¿Es verdad que hoy va a venir Murakami, así, de improviso, a las cuatro de la tarde?, le digo, susurrando, al librero. Estoy despeinada, tengo ojeras, no precisamente por haberme trasnochado pensando en Murakami, como quizá pensarán algunos (incluido el librero) sino por dar la teta a mi hijo, que en ese preciso instante se escapa de los brazos de mi prima Clara Varea, y va haciendo desastres por donde pasa. El librero me mira bastante desconcertado. Soy una madre despeinada, trasnochada, que piensa que va a encontrar a un escritor japonés en una librería de un centro comercial. El librero me explica, no sin lástima, que Murakami no vendrá, que de haber sido así, él ya se habría enterado. Luego
me mira intentando descifrar de qué loquero me acabo de fugar, y esboza una ligera sonrisa que parece decir, no sin placer, que alguien acaba de tomarme el pelo. Le digo que esperaremos de todas formas. El Lucas lanza los libros al piso, les saca las fundas,
hace torres con ellos, no compramos ninguno. Es martes 13 y en efecto ha sido un día bizarro. Hay una luna maltrecha en el cielo y he visto pasar algunos gatos flacos. Son casi las cinco, y nada... Excepto por nosotros y el personal, la librería está vacía. Me empiezo a sentir incómoda; el librero, cada que pasa, evita mirarme, quizá sienta lástima o una especie de vergüenza ajena. Yo siento vergüenza propia, así que le digo a mi prima que nos vayamos, que ya fue. Afuera, pedimos un montón de galletas de almendras y chocolate y dos capuccinos. Pero cuando voy a tomar el primer sorbo, alcanzo a ver que algo sucede por allá. Agarro mis libros y me acerco hacia la puerta, cuando me giro, me lo
encuentro, cara a cara. Camina despacio, al lado de su esposa Yoko. Lleva los mismos zapatos con cordones fosforescentes de la otra vez. En la librería no hay nadie más que los vendedores, los extraños funcionarios del ministerio, y yo. Es raro, porque, según tenía entendido, él había dicho que quería “caer de sorpresa” a una librería anónima y que estaba dispuesto a firmar autógrafos. Esta información había venido acompañada de una advertencia de que no corriera la voz para que no se “acumulara la gente”. Pero lo que
Murakami no sabía (no tenía por qué saberlo, los que lo saben muy bien son los funcionarios, y aún así, no les importó llevar a su invitado a firmar libros al lugar equivocado, a la hora equivocada) es que en Quito los establecimientos que venden libros
son más desiertos que el Sahara, lo que Murakami no sabía, es que Quito (no) lee.
Murakami entra despacio al lugar en el que hay un afiche con su rostro al lado de García Márquez y Javier Vásconez. Le miro al librero, con cara de ah!, te gané, ¿eh?. Él sonríe sin poder ocultar su emoción, a pesar de que cuando el japonés se acerca, dice con cierto orgullo y rebeldía: "A mi no me gusta como escribe Murakami". Aunque soy la única fan en el lugar, los funcionarios del ministerio están muy pendientes de que no me acerque demasiado, como si ellos fueran sus dueños. Con ansiedad, pido un esfero. Voy hacia él, con vértigo. El funcionario agarra su celular y le dice a ¿su esposa? "Mija, quieres una foto con el señor Haruki Murakami?" Ella asiente, y yo le pregunto si después me puede
tomar una a mi, a lo que el muy atrevido responde (después de hacer su selfie, claro) "Es que a él no le gustan las fotos". La señora agrega "No le hará enojar, después no vaya querer ni firmar". Obedezco. Imagino que lo peor que podría pasar es que en un de esas, Murakami, para la que soy una manchita diminuta, se noje como dice la mujer, y esta historia idílica termine con él insultándome en japonés. Sería terrible, me abstengo,
pensando que por otro lado, esta historia nunca fue de imágenes, sino, más bien, está hecha de esas cosas invisibles. Aprovecho para preguntarle en un pésimo inglés un par de datos geeks. El Ushikawa de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, está muerto y
es su doble, ¿verdad? A lo que él, muy tranquilamente, pero con una sonrisa, contesta yes...No hay más misterio. Su letra es muy particular, parecería que firmara con la izquierda. Imagino su firma como un sello de oro o de sangre en mi libro. Somos dos extraños, pero en alguna parte, al mismo tiempo, sí que nos conocemos. Él no sabe quien soy yo (ya lo he dicho, soy invisible) y yo tal vez tampoco sepa quien es él, tal vez no lo conozca a él, sino al otro, al de los libros, a ese que no está en la librería sino en el otro lado, a su doble.
 

Afuera me espera mi hijo, mi prima, y muchas galletas. Café, chocolate, risas del Lucas, otras de la Clara, felicidad por haber triunfado, una vez más, en otra causa inútil. Murakami sale acompañado de su esposa y con una Guía de Galápagos en su bolso, los despedimos con Clara y Lucas. Estoy feliz de que este japonés con zapatos de goma al fin se regrese a su país y acabe esta aventura imaginaria. Murakami baja las escaleras eléctricas y se pierde para siempre. Y nosotros hacemos lo mejor que podemos hacer: entrar a una juguetería, tenemos toda la tarde libre para perderla/o ganarla, jugando...

El árbol




Visito a mi abuelo en el hospital. Me pide un caramelo de fresa. Se lo compro a escondidas de las enfermeras. Él se lo mete en la boca como un niño. Mira, o parece mirar, la pared. Yo lo miro a él. Somos dos extraños. Hay tantas cosas que no sé de él, hay tantas cosas que no sabe de mí. Pero tenemos la misma sangre. Recuerdo el día en que se conocieron con el Lucas. El abuelo en ese mood en el que la vida sucede hacia atrás, y mi hijo en el mood en que la vida recién sucede. Otra vez, dos extraños. Pero que se reconocen con las manos, con la memoria, con ese lago diáfano que es la conciencia.
Un niño que come chapo y escucha en la radio la noticia de la muerte de Carlos Gardel. Un anciano que presiente el atardecer con sus ojos miopes. Un hombre que mira las nubes extasiado la primera vez que viaja en avión. Imagino que mi abuelo no ve la pared sino las piezas de su vida flotando en el aire, mientras se aferra a un caramelo de fresa para no pensar en la muerte. Yo pienso que atrás de esos ojos que he visto tantas veces hay secretos que se irán para siempre con él. Yo lo miro y pienso, también, en mi padre, y en aquello que llevo conmigo. Pienso en eso que está en la sangre y que todos queremos, alguna vez, esquivar. Para ser únicos. Para ser eternos. Pero no podemos. Pienso en mi hijo todavía sin muchos recuerdos.
Me gusta recordar al abuelo sentado en su sillón rojo, con la mirada fija en la ventana y el periódico sobre las piernas. Su vida consistía en recordar. Parece que llega una edad en la que no queda más que recordar y tomar el sol. Como que la vida fuera una película que ya ha terminado y lo único que queda es mirarla una y otra vez, poniendo pausa en algunas partes, adelantando otras. Algunas partes de la película estarán borrosas y solo producirán ruido blanco, voces que se bifurcan. En otras partes solo habrá estática. Y otras estarán intactas. Imagino un mundo en el que ni siquiera existan las imágenes. Un mundo interior al cien por ciento. Sería como escabullirse en el mar, bucear hasta el fondo y sentir la luz del sol lejana a través de las espesas capas de agua. Dicen que el abuelo alguna vez compró la lotería y ganó. Y que desde ese día siempre espera al lotero para ver si su suerte se repite. No le gusta hablar de eso. Pero cuando le regalo un guachito se pone feliz y me agradece en secreto.
El abuelo me pide que le lea en voz alta una de mis columnas. Lo hago llena de expectativa, pero cuando termino mi relato, lo encuentro profundamente dormido, roncando. Más tarde me pide García Márquez, siempre le gustó Cien años de soledad y recordaba a Mauricio Babilonia y las mariposas amarillas. Después me pide que lea los obituarios y me dice que, si encuentro su nombre, me salte. Se ríe a carcajadas. Es curioso, pero a pesar de su ceguera el abuelo nunca tuvo la mirada perdida. Estaba fija en algo, no sé en qué, tal vez en sí mismo o en algún punto de su infancia o en el momento en que conoció a mi abuela. Era un viajero en el tiempo. Sus ojos estaban en los lugares de su mente. Y su mente siempre fue clara. El un ojo era café, como una canica perfecta, miraba directo, estaba en la Tierra; el otro era celeste o gris, o del color de los ojos de los bebés, o del color de los sueños o del olvido. El un ojo hacia la Tierra, el otro hacia el cielo.
Cuando supe de la enfermedad del abuelo yo estaba embarazada y pensé en mi papá, en el reloj de la vida dando la vuelta. Ahora mi padre es el abuelo, ahora el bisabuelo va hacia el cielo mientras mi hijo crece en la Tierra. Los dos conforman un árbol mítico, el árbol de la vida y de la muerte. Por eso pinté, en un lienzo pequeño, un árbol. Un jacarandá que me recordará siempre a mi abuelo y a su vida terrena, que llegó a su fin para empezar un viaje de vuelta hacia las estrellas, otra vez hacia el universo, y me recordará también a mi hijo, que empieza su vida en la Tierra. El suelo y el cielo. La vida y la tierra. El abuelo y el nieto.

(Mundo Diners)

Si la película habla (o debería hablar) por sí misma, ¿para qué pensar el cine?, ¿Para qué escribir el cine?

 
 
 

 
Ver una película se parece mucho al acto de soñar. Porque significa entrar a otro mundo que más bien es volatil. A un mundo etéreo. Se apagan las luces y empieza el viaje. Las imágenes proyectadas en la pantalla se confunden con nuestras sensaciones, pensamientos, fantasías, recuerdos. Estamos en el terreno de lo intangible, en el mundo de las ideas. El yo se confunde con la pantalla. Cuando se encienden las luces volvemos a la realidad. El barco ha llegado a tierra firme. Si la película es buena salimos de la sala todavía mareados, aún sintiendo el movimiento de esas olas en el cuerpo. Pero cuando el tiempo pasa, esas imágenes inevitablemente se funden en nuestra subjetividad, regresan, de a poco, a la oscuridad de ese mundo imaginario del que vinieron.  
“Pensar el cine significa de algún modo estar continuamente fuera de él (estar en el mundo) para poder estar mejor dentro de él, para comprenderlo en su centralidad inalienable cuando se trata de dar forma a nuestra experiencia” dice Roberto De Gaetano, director de la gran revista de cine Fata Morgana. Entonces escribir de cine, podría ser, de cierta forma, separarnos de la película, tejer ese puente entre el mundo imaginario/subjetivo que es la película particular que hemos percibido, y el mundo fuera de ella. O en otras palabras: separarnos de la experiencia simbiótica cinematográfica, para, una vez fuera de ella, intentar comprenderla mejor. Un intento de reconstruir la subjetividad, hecho que a su vez cumple, a veces sin querer, con otra función: la de hacer existir al espectador, reafirmar su mirada.  
La escritura de cine va de la mano de la cinefilia. Porque nace de la necesidad de ver películas como enfrentamiento con uno mismo, y no como método de evasión o puro entretenimiento (para eso está el Cineplex). Grandes movimientos cinematográficos han tenido lugar gracias a individuos que no se conformaron con ver las películas sino que se preguntaron, cuestionaron, analizaron, desmenuzaron, deconstruyeron, resignificaron las películas. Son varios los autores que se han construido (una parte por si mismos, eso no está en duda) pero otra parte, gracias a la mirada del otro, a la mirada de la crítica. Es el caso Hitchcock y Truffaut. Y no sólo de Hitchcock. Tampoco Howard Hawks, ni Jerry Lewis, ni Nicolas Ray, ni Clint Eastwood ni Fritz Lang, hubieran sido quienes son ahora sin Les Cahièrs du cinéma. Su nombre es el resultado de una creación conjunta. Preguntarse ¿Hubiera existido La Nouvele Vague sin Les Cahièrs du Cinéma? o ¿Qué nació primero, el cine de autor o la crítica? sería casi como preguntarse, qué fue primero, el huevo o la gallina. Tal vez lo importante sea recalcar que la crítica- o por lo menos la buena- no se conforma con hacer un resumen de las películas para que no se pierdan en el tiempo, sino que trata de ver más allá, de encontrar aspectos que quizá hayan pasado desapercibidos no sólo para los otros espectadores, sino incluso para el propio autor/a. Porque la función del crítico/a o del escrtitor/a de cine es la de ver más allá. El cineasta está en el terreno de la creación pura, lanza los colores en el lienzo, pero el crítico, fuera del mundo caótico de la creación, mira desde afuera. Y encuentra eso que ha brotado del inconsciente del creador y que él mismo no ha sido capaz de analizarlo. O en algunos casos, quizá sí, pero simplemente no le ha competido. A David Lynch se le vino a la cabeza la imagen de una habitación roja. Y en un arranque de inspiración decidió filmarla. Porque presentía en esa imagen cierto misterio y encanto que él mismo no alcanzaba a comprender. Fueron los críticos los que encontraron en ella múltiples significados que ayudaron a construir el universo Lynchiano. Si bien no todos los autores son tan sensoriales como Lynch, si bien existen otros mucho más racionales, el material de trabajo de los realizadores es principalmente la imaginación, mientras que el de los críticos, el del pensamiento. Encuentran placer en analizar, en encontrar repeticiones, rasgos característicos, obsesiones de los autores. Y a partir de eso desmenuzan las obras. Las resignifican. Entonces la crítica, al contrario de lo que se suele pensar a veces, también es creación. La obra de arte, al igual que la partícula al ser observada por el científico, se transforma con la mirada. Por eso la crítica cinematográfica-al menos la que a mi me interesa- tiene el poder de crear realidades a partir de la mirada. De encontrar otros mundos en lo que aparentemente era uno solo. 
(Ochoymedio)
 
Nota: Este artículo fue publicado en el blog de Ochoymedio en el marco del Festival Eurocine 2018, en el que edité un periódico de crítica cinematográfica. En ese periódico este texto fue el Editorial. Pueden leer el artículo completo aquí: http://eurocineecuador.com/para-que-pensar-el-cine/

David Coral: detective de lo inútil



París, 2003. De la serie El Caramelismo
LA FORMACIÓN DE UN ARTISTA ES UN PROCESO COMPLEJO QUE PUEDE DEFINIRLO O CASTIGARLO, PERO QUE SIEMPRE LE ENSEÑARÁ ALGO SOBRE SÍ MISMO. AQUÍ LOS FOTOGRAMAS DE UN OJO EN BUSCA DE UNA MIRADA QUE SIEMPRE ESTÁ CAMBIANDO.


Uno: El Caramelismo 

Año 2000. La Alianza Francesa organizaba “el año internacional de la fotografía”. La muestra era imperdible: Sebastián Salgado, uno de los fotógrafos más importantes de nuestro tiempo. Allí se encontraron la crema y nata de la intelectualidad quiteña. Todos bebían vino y aclamaban al Dios de la fotografía latinoamericana. Todos, menos uno.  Un jóven excéntrico con pinta anacrónica que llevaba su cámara reflex al hombro. Nadie lo entendía, excepto uno: David Coral. “Me cayó bien porque se puso a hablar muy mal de Salgado, y la gente le empezó a putear, ¿quién eres tú?, ¿qué te crees?” recuerda, divertido. Hace frío en Quito y, mientras tomamos una cerveza en un bar de La Floresta, Coral habla de su amigo Gustavo Moya, definitivamente una influencia importante en su búsqueda artística.

David se graduó en el Colegio San Gabriel, donde formaba parte del Club de Andinismo, y fue esa afición la que lo llevó a inscribirse en los talleres fotográficos de la Alianza Francesa (CIAF). Tiempo después descubrió, en una colección de libros de la editorial francesa Touch, a los clásicos de los años ’30 como Cartier Bresson, Brassai y Kertesz, y entonces se entregó de lleno a su nueva pasión. 

Cuando conoció a Gustavo Moya, sus intereses empataron. Compartían el mismo hastío a la forma de mirar de los fotógrafos latinoamericanos, más bien de denuncia. Sentían que era hora de aprender a verse de otra manera, después de todo, en la ciudad debía haber algo más que miseria. Como antítesis al realismo social, un poco en broma y bastante en serio, y desde su lugar de veinteañeros inocentes y rebeldes, Coral y Moya se propusieron (¿por qué no?) crear un movimiento artístico. Si los franceses tenían el dadaísmo, aquí debería haber un equivalente, pensaron, y una noche, después de ver una exposición de Ansel Adams, crearon, en el Pobre Diablo, un movimiento propio al que llamaron El Caramelismo. Si la foto-denuncia hacía que el espectador sienta pena, o miedo, o ira, el caramelismo debía ser como una pequeña y delicada golosina de fresa derritiéndose en la boca. Allí donde todos hablaban de miseria, la revolución sería la belleza.

Aunque hoy recuerdan esa época con ternura y autocrítica, sí que se la tomaron en serio. Para ellos la fotografía implicaba mística y rituales. David tenía un atuendo especial para las misiones (chaqueta verde militar, botas de cuero, jean) Y el ritual consistía en salir –casi siempre por las noches– con la cámara al hombro, un termo de café y una radio en la que escuchaban cassettes de los Rolling Stones o Bob Dylan. Este sería el inicio de un vagabundeo romántico que se convertiría en ingrediente indispensable en la obra de Coral. Caminar, escuchar música, conversar, visitar lugares diferentes o visitar los mismos lugares pero para verlos por primera vez. Había ocasiones en las que ni siquiera tomaban fotos, la cámara era un pretexto para deambular, para habitar la ciudad de otra manera.

El proceso de revelado también envolvía descubrimientos. David montó un cuarto oscuro en la lavandería de la casa de sus padres. Allí, con Gustavo, desarrollaban teorías filosóficas sobre el proceso químico, decían cosas como “qué maravilloso es el revelador, pero mejor es el fijador, que logra sobreponerse a la luz”. El Caramelismo era todo un mundo, era buscar una belleza muy francesa en las calles de Quito, escuchar discos de vinilo, era Dada, era Jaques Brel, eran las veladas, era el surrealismo. Hasta redactaron, en máquina de escribir, algunos postulados que componían una especie de manifiesto. El Caramelismo no sólo fue una fiebre juvenil o un capricho de artistas novatos, éstas búsquedas románticas dieron como resultado dos exposiciones. La primera fue en el Ochoymedio (2003) y reunió las fotografías que habían hecho Moya en la Gay Pride de París en el 2001, y Coral, en la misma manifestación, en el 2003. La segunda exposición fue en el 2004 en la Casa de la Cultura, en la sala Víctor Mideros, y se llamó, sin más, “El Caramelismo”. Esta muestra, al contrario de las tendencias anarquistas o contestatarias que solían buscar los jóvenes de la época, buscaba elegancia y formalidad. “El Gustavo estaba loco, decía que a la exposición tenía que ir alguien de la Real Academia de la Lengua Española, algún Historiador, un representante de la Iglesia. Nos parecía que una exposición en serio tenía que contar con estos personajes”, recuerda Coral.



Dos: para mirar, hay que vivir.

La Habana, 2009. De la serie La ciudad desnuda


A veces, para poder ver, es necesario quebrar de un puñetazo el espejo y mirar cómo los pedazos se riegan por el aire, se pierden a lo lejos, formando un mosaico imposible de reconstruir. Entonces solo queda un camino: reinventarse.    

La exposición en la Casa de la Cultura fue quizás el cierre de esa primera etapa llamada Caramelismo. David había terminado la carrera de Literatura y sentía que en Quito los temas para fotografiar se le acababan, así que decidió ir a Barcelona para hacer un Máster en fotoperiodismo (2004-2005), un pretexto para irse. De hecho, en este diplomado no encontró nada que le sirviera realmente, pues se enfocaba en la parte técnica del oficio. En ese sentido Coral tuvo una desilusión, porque lo último que le interesaba era profesionalizarse como fotógrafo o “vivir de la fotografía”; no esperaba trabajar en un medio de comunicación ni hacer fotos de estudio, lo que quería era otra cosa, eso que sólo podía encontrar viviendo.

Tenía 23 años, estaba solo en Barcelona, no tenía un centavo, vivía esa realidad del joven latinoamericano que sueña con triunfar en Europa y se da con la piedra en los dientes. Pero fue ahí, en ese ambiente hostil, donde hubo un evento, sólo uno, que sería suficiente para aguzar su mirada. En el 2005 visitó una exposición de Robert Frank en el MACBA de Barcelona.  “¿Qué hacía este tipo fotografiando seres ordinarios?” Al ver la serie “Los Americanos”, la más famosa de Frank, Coral se sorprendió con esa mirada que prioriza la vida diaria a los hechos trascendentales, y entendió que no era la ciudad la que se había agotado, sino su mirada.

De vuelta en Quito, David empezó a dirigir y editar La Revista Montaña, sobre andinismo, actividad que le permitía estar conectado con sus otras búsquedas, la literatura y el andinismo, y también le otorgaba cierta autonomía económica con la que financiar distintos viajes. Estuvo en La Habana, Nueva York, Chicago, Bogotá, entre otras ciudades. Nunca se sabrá si los viajes eran un pretexto para fotografiar, o si era al revés: la acción de fotografiar como pretexto para viajar, para vivir, en el trabajo de Coral la línea que separa la vida de la obra es muy delgada. Como resultado de estos viajes David hizo una exposición en la Alianza Francesa en el 2012, llamada “La ciudad desnuda”. En estas imágenes hay una mirada que rechaza los lugares turísticos y se enfoca en esos sitios raros, diferentes, las librerías de segunda mano, las cafeterías bizarras, los recovecos, aquellos lugares que las ciudades guardan como secretos.

Después de concluir de alguna manera con el tema de La Ciudad (quizá el gran tema en su obra) al establecerse por un tiempo en Quito, Coral volcó su mirada hacia los personajes urbanos. Si antes su objeto de interés fue el paisaje urbano, luego comenzó una suerte de manía por los seres humanos, a quienes fotografiaba en misiones solitarias y durante el día. 

Sus caminatas eran larguísimas. Estaba obsesionado con la “quiteñidad” y con “qué es ser quiteño”. Si antes pretendía una composición perfecta, su nuevo estilo se caracterizaba por priorizar la gestualidad en una fotografía veloz, esperando ese gesto que rompe la linealidad del tiempo. Fotografió muchísimo Quito y sobre todo ciertos sectores en los que sentía que la vida bullía con más intensidad. Su zona favorita era el centro, Santa Prisca, La Alameda, El Egido y el IESS. Le gustaba meterse a los edificios, subir todas las gradas, husmear. Allí encontraba burócratas siniestros que estaban siempre resolviendo cosas, buscando papeles, postergando. Estos personajes le resultaban maravillosos porque en sí mismos guardaban elegancia y descuido, podía reconocerlos fácilmente y en ocasiones hasta se bajaba del bus para seguirlos. La cámara era nuevamente una excusa para permitirse expediciones profundas (de la Mariana de Jesús al Recreo ida y vuelta) o  subir  por las cuestas de Quito descubriendo esa geografía tan particular de la ciudad. Un fotógrafo es –debe ser– ante todo un voyerista. Alguien que más que mirar, espía. Urga en la realidad con fines inútiles.  



Tres: Whymper, de la fotografía de calle al ensayo visual.

Riobamba, 2017. De la serie La cuerda rota. A 139 años del viaje de Edward Whymper al Ecuador

Otro viaje provoca el tercer momento fotográfico de David Coral. Esta vez el destino fue Londres, y la razón, otra maestría. Pero a diferencia del primer diplomado, esta escuela creativa tenía profesores que invitaban a experimentar, que cuestionaban los tecnisismos convencionales. En su última propuesta confluyen todos los elementos que antes habían atravesado su obra: su pasión por la exploración, su gusto por el montañismo, su obsesión sobre la memoria y la literatura. Para su proyecto de tesis, David buscó un tema que implicara a Ecuador e Inglaterra. Inspirado en los exploradores que vinieron a la mitad del mundo en el siglo XIX, decidió plantear un proyecto fotográfico cuyo objetivo fuera cuestionar el manejo de la memoria de los ecuatorianos a través de un personaje, el escalador británico que llegó a nuestro país hace 138 años atraído por el Chimborazo, y que fue el primero en escalar casi todas las montañas del Ecuador: Edward Whymper.


Si en su primer momento fotográfico hubo la pretensión de perfección o composición clásica, cuyo referente eran los fotógrafos franceses de los años ‘30, y su segunda etapa se caracterizó primero por la búsuqeda de una ciudad diferente y luego por los personajes quiteños, su tercer momento se identifica por la simplicidad. Como suele suceder en ciertas búsquedas artísticas, David Coral ha ido de más a menos. En sus fotografías sobre Whymper se puede ver sencillez en la forma, acercándose más hacia el género del ensayo fotográfico que al de la fotografía callejera artística. Aquí las fotos no funcionan por sí solas como sucedía antes, tampoco son exactamente otro pretexto para el vagabundeo, acá, la obra es una flecha que nos remite a una idea.

Qué es lo que ha quedado del viaje de Whymper a Ecuador y cómo se recuerda en la actualidad, fueron algunas de las preguntas que se planteó David Coral. Envió varias postales a distintas personas (desde el guardia del refugio del Chimborazo hasta un andinista en Londres) en las que ponía una sola pregunta: ¿Cómo recuerdas a Whymper? Las respuestas fueron sorprendentes. El poeta Juan José Roldinás, por ejemplo, dijo que Whymper le recordaba a la Avenida Whymper, que, a su vez, le recordaba a una novia. Aunque un camino para este proyecto hubiera sido llevarlo por el lado de la de-colonización, Coral prefirió no hacerlo, pues así se le sugirió precisamente un profesor europeo, saquen sus propias conclusiones. 

Para Coral, Edward Whymper es una especie de héroe trágico que fue injustamente olvidado. Whymper escribió un libro maravilloso sobre el Ecuador que en nuestro país se publicó 101 años después que en Inglaterra. Por eso, más que del mismo Whymper, este proyecto fotográfico habla de nuestra particular manera de preservar la memoria. En Ecuador nadie ha leído el libro que escribió Whymper, pero, por otro lado, existe un Hotel llamado Whymper que pertenece a seis hermanos solterones e hipercatólicos, un lugar completamente siniestro. En algún punto, David Coral tuvo que ir al Archivo Histórico y descubrió que allí solamente trabajan cinco personas, incluido el guardia. La fachada del Archivo Histórico está descuidada, sucia, grafiteada, y adentro, por supuesto, nadie sabe quién es Whymper.

El resultado físico de esta investigación es un diario en el que Coral al fin pudo unir sus tres aficiones: la fotografía, el andinismo y la literatura. Este diario está narrado en primera persona, supone una pequeña ficción que se mezcla con hechos reales y es la primera vez en la que el autor aparece en su propia obra. Por supuesto, se trata de un detective (un detective de cafetines de la Alameda) que ha sido contratado por Simón Espinosa para investigar al escalador británico. La razón de esta investigación secreta solo se devela al final y supone una distopía en la que Ecuador ha sido tomado por Alianza País. Los lugares históricos están cambiando de nombre, el colegio Manuela Cañizares ahora se llama “Colegio Gabriela Ribadeneira” y la cumbre del Chimborazo (que se llama Whymper) está a punto de ser rebautizada como “René Ramirez”.

El mayor hallazgo del Diario es subrrayar la importancia de la mirada, poner por primera vez en evidencia al personaje que había estado siempre presente. Coral, al igual que Whymper, es, siempre ha sido, tal vez sin saberlo, un explorador. Ha tomado el oficio de fotógrafo como si fuera una tarea de exploradores científicos. Su afición desmedida por Whymper que llamaba la atención a los compañeros de su clase  no se debía a una admiración por los logros que ya conocemos sino a una profunda identificación por la avidez, por el deseo de descubrir, no necesariamente montañas, sino también lugares urbanos, personajes, o incluso geografías mentales.  En ese sentido los exploradores de la naturaleza no se diferencian mucho de los filósofos o los poetas. El fotógrafo se convierte en un cazador de imágenes que podría compararse al personaje de aquella película de Antonioni,  Blow Up, o al Charlie Parker construido por Cortázar en El Perseguidor. El personaje puede ser un saxofonista o un fotógrafo o un navegante cuyo escenario no es el mar sino las calles, y su cámara, una pequeña máquina del tiempo que le permite tejer agujeros en el aire.

(Mundo Diners)