Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...
miércoles, 16 de abril de 2014
Momentos patéticos de la vida independiente.
Bastará con decir que escribo esta columna desde un “Café net” que de “café” no tiene nada. Se trata de una especie de tienda de abarrotes con tres PC viejas. Alrededor la gente camina ajetreada sacando copias de sus cédulas o impresiones blanco y negro de sus trabajos de estudiante. Hay una mezcla de olores interesante y nunca falta el niño que grita como un desalmado recordándote por qué no quieres tener hijos. Digamos que este no es precisamente un sitio que atraiga a las musas, pero este pequeño lugar se ha convertido en mi oficina. Desde que fui exiliada de mi hogar, los dueños de este negocio me saludan con beso.
La historia es así: me despierto con ganas de escuchar Nacho Vegas, pero cuando intento hacerlo descubro que el internet está cortado. Me dispongo a hacer una llamada, pero claro, el teléfono también está cortado. Diez minutos después (no exagero) cortan la luz. No entiendo esa mala –pésima– costumbre de ir por la vida cortándole los servicios básicos a la gente. Lo peor es que cuando el conserje te anuncia que van a sacar el cajetín del teléfono como que le brillan los ojos y sonríe con alegría al darte la mala noticia: la humanidad es perversa. Y estoy segura de que esa gente que se dedica a cortar servicios básicos disfruta mucho haciéndolo. ¿Qué estarán sublimando? Pasan todo el día con su maletita de herramientas, desarmando cosas, desprogramando aparatos compulsivamente, algo así como Chaplin en “Tiempos Modernos”. Deben sentir mucho placer cada vez que desarman tuberías y desconectan medidores. Enfermos.
Pero bueno. No es la única desgracia que le sucede a una soltera chira. El problema es que al vivir sola una se olvida que es humana. Yo puedo pasar horas sin darme cuenta de que pertenezco a esta raza traicionera a la que se conoce como “humanidad” y que está hecha para devorar. Porque básicamente los seres humanos están hechos para una cosa: comer. Qué costumbre, esa de comer. Sobre todo, si vives sola. Cada vez estoy más segura de que el alimento existe a partir de dos. Debería haber una pastilla que contenga en un milímetro todas las vitaminas que el cuerpo requiere y ya. Una pastilla que evite el vacío de enfrentarse a un refrigerador con un limón seco, o la fatiga de abrir una lata de atún y cortarse un dedo, o peor aún, el acto degradante de llamar siempre al mismo Chifa y comprobar que el personal del Chifa ya te conoce y te saluda emocionado: “!Señola Flanco! qué gusto”. “Señorita, señor, señorita”. “¿Quiele wantán flito?” Y pedir siempre la misma orden. Y no recibir descuento... Y sentirse desdichada, porque pocas veces una se siente más miserable que después de haber devorado en soledad una tarrina de chaulafán.
Otro evento patético es el de llevar una sillita ridícula por toda la casa para cambiar el único foco que funciona en los distintos ambientes. Tristísimo. Lo peor es que la ausencia de focos no se debe a un problema económico, sino a algún misterio profundo. Debería haber un especialista que estudie la amnesia que impide comprar focos en años. Y aquí va algo más denso: confieso que he secado una camisa con el secador de pelo y que incluso una vez metí un par de medias al microondas.
Después de todo, una se da modos. Vivir sin luz no es tan turro. Una vez superada la crisis de abstinencia cibernética hasta resulta interesante tocar la guitarra (aunque no sé tocar la guitarra) y vacilar la oscuridad. Sin teléfono también se puede. Mejor no hacer llamadas de las que después te vas a arrepentir. Pero vivir sin agua... Una vez intenté bañarme calentando agua en ollas, como María la del Barrio, pero fue tan deprimente que preferí huir a casa de mi madre. A esa calurosa casa en la que siempre hay café caliente. ¡A la casa de la que nunca debí salir!
(Diners)
lunes, 14 de abril de 2014
La vida de Adèle: el mundo es más grande de lo que parece...
Declaraciones de una espectadora hipersensible
Ver La vida de Adèle
fue como ver el mar por primera vez. El vértigo de sentir que tus ojos
se quedan cortos ante la inmensidad. Te da miedo caer, quieres caer, te
da miedo querer caer.
Y caes…
¿Exagero?. Siempre exagero. Y aclaro que escribo este texto desde mi condición
de espectadora hipersensible, no de ‘cineasta’ y, menos aún, de
crítica. Además creo que el espectador en esta película tiene un lugar
privilegiado, un lugar desde el que vale la pena hablar.
I
Vértigo
(Yo quiero besar los labios de Adèle)
Basta
sentarse en una butaca de cine (porque sería un crimen ver esta
película en DVD), abrir los ojos y sostenerse fuertemente del asiento,
para conocer los síntomas del síndrome de Stendhal.
Después
de sobredosis de reflexión, intelectualidad, imágenes conceptuales que
son un placer para el cerebro, pero no para el cuerpo ni el corazón…
Adèle llega como un ángel silencioso que destruye los discursos
racionales con su belleza.
No me importa de qué tratela
película mientras mire a Adèle Exarchopoulos: sus labios, sus ojos, su
piel… Adèle comiendo, Adèle durmiendo, Adèle llorando… Tengo la
sensación de ser una espía inmoral que se convierte en testigo de cada
comisura de su rostro
y de su alma. No debería estar viéndola, es una violación a su
intimidad, siento que mis ojos revelan su alma o algo parecido….
Cada
detalle es bello: los ojos azulísimos de Emma, la luz entre las manos
de Adèle, las lágrimas saliendo de los ojos del guapísimo novio de
Adèle, los rayos azules del cabello de Emma sobre el cuerpo de Adèle. Y
la luz, que se convierte en un elemento mágico que desnuda la realidad y
la muestra como si nunca antes la hubiéramos visto de verdad. La
realidad es bella porque es descubierta por la luz, o, en otras
palabras, la luz descubre lo que hay atrás de la piel, revela el
espíritu. Esa es la sensación más clara que provoca la película:
despertar, ver la luz afuera de la caverna, salir de una ceguera en la
que habías permanecido tanto tiempo. Y no te dabas cuenta…
Ese
mismo despertar es el despertar de Adèle. Y quizás por esto la película
conmueve tanto: porque te permite ser testigo de la transformación de
un ser humano real. Adèle se enamora por primera vez… y se decepciona
por primera vez. Ningún ser humano es el mismo después del encanto del
primer amor, y claro, de la decepción que le sigue… Al retrato de Dorian
Gray le sale la primera arruga después de que Dorian tiene su primera
decepción de amor. Eso es crecer: pasar de la pureza a la adultez,
después de un desencanto amoroso. Sin embargo, hay cierta belleza dentro
de esta crueldad. La mirada salvaje de Emma (Léa Seydoux) que seduce
como un animal depredador, también revela una armonía que no es
inocente. Y es extraño que sea ella quien acabe conquistando al
espectador, por momentos, más que la propia Adèle. Sus ojos, al
contrario de los de Exarchopoulos, revelan una belleza casi diabólica.
Perder la inocencia vale la pena. Las marcas que deja la vida duelen,
pero son la prueba de que es real. Una reivindicación del dolor, o mejor
dicho, de la experiencia humana.
Por
eso Adèle siempre está a punto de llorar. Está en ese estado catártico
del que cambia de piel, del que está descubriendo el mundo o
descubriéndose a sí misma (si es que hubiera alguna diferencia). Adèle
está viva. Yo estoy viva. Yo, como ella, siempre tuve lágrimas en los
ojos. Descubría extasiada que soy más profunda de lo que había pensado,
que soy infinita, que puedo sentir tantas cosas a la vez: quiero reír
mientras reflexiono... me entristezco, pero me encanta, estoy excitada y
quiero llorar. Tiemblo. Me entrego al abismo. Estoy cayendo.
II
Capturar, no representar…
¡Somos muy cursis!
Quizás
Hollywood marcó una forma de hacer cine. Y de ver cine. Los gringos son
los maestros del lenguaje audiovisual que se basa en ‘representar la
realidad’. Efectos, disolvencias, encuadres compuestos, fotografía
cuidada, lluvia artificial, música extradiegética, actuaciones
histriónicas. Representar la vida desde la hipérbole, que es una forma
válida de expresar la subjetividad, sino, ¿cómo transmitirle al otro mi
sensación particular del mundo?. El espectador canguilero está
acostumbrado a un universo audiovisual que responde a su propia lógica, a
una lógica que en un punto tuvo más sentido, más verosimilitud o más
credibilidad que la vida misma. Los paradigmas de la vida los dictaba
Hollywood. A tal punto que ya no eran las Divas del cine las que
representaban a la mujer cotidiana, sino que eran las mujeres cotidianas
las que actuaban como Divas del cine. ¿El cine representa a la vida o
la vida representa al cine? Círculo vicioso. Las leyes de la ficción,
creadas por el hombre, empezaron a incidir en la vida de los mortales. Y
no al revés. Pero esa es otra historia. El punto de esta, es que ese
lenguaje creado, amanerado, ‘hechito’, es el que se ha impuesto a escala
mundial y el que hemos intentado reproducir, a veces desde un lado
inconsciente, ya que lo tenemos arraigado en la memoria colectiva (nos
han bombardeado con ese tipo de imágenes desde que tenemos uso de
razón). Pero como diría Woody Allen: “Por suerte existe Francia…”.
Mientras los gringos se desgañitaban intentando construir un lenguaje
que responda a una lógica propia (y lo lograron con maestría, por
supuesto) en reproducir la realidad, los europeos la capturaban… La
Nouvelle Vague nace como captura de la realidad y no intento de
representarla. Liberó al lenguaje cinematográfico de recursos
amanerados, proponiendo una nueva forma de ficción que incluía al
documental como parte del discurso… Develó los límites del formato y el
lenguaje cinematográfico capturando, paradójicamente, más momentos de
verdad. La película de Abdellatif Kechiche es la explosión de todo
esto, el resultado de años de búsqueda cinematográfica europea. Kechiche
logró crear un nuevo lenguaje, que siendo ficción pura, no representa,
sino que atrapa, captura fragmentos de verdad.
III
El mundo es más grande
de lo que parece...
“La primera gran historia de amor del siglo XXI”, dice una nota de prensa. Y creo que tiene razón . Los primeros cineastas no pensaban que era posible hacer primeros planos y, menos aún, mezclarlos con otros valores de plano. Simplemente no se les ocurría, así como los indígenas no veían a los barcos de los españoles cuando estos ya habían cruzado el horizonte. No los veían porque esos objetos extraños y flotantes todavía no habían entrado en su universo de signos. Pero luego a Grifith y a Ensestein se les ocurrió montar los planos, y el espectador descubrió que su capacidad de lectura era más amplia… Y empezó otra etapa. Así es la vida, cuando piensas que te las sabes todas, de repente llega alguien y hace alguna locura. Entonces descubrimos que sí es posible, que somos más de lo que pensábamos, que somos infinitos. Ya fue. Hoy es el primer día del resto de la vida del cine.
Después de 3 horas de película, llegué a mi casa hipnotizada, flotando, como cuando bajas de un barco, pero aún sientes el movimiento de las olas. No podía dormir. Sentía que debía escribir, hacer algo, registrar de alguna manera lo que me había acabado de pasar. Como una forma de recordarme a mí misma que había sucedido, como para luchar contra mi propio olvido, todavía ebria de belleza, intenando atrapar las sensaciones que aún no tienen palabras, escribí: “Acabo de ver La vida de Adèle. Tuve que sostenerme del asiento para no explotar de belleza. Vértigo. El mundo es más grande de lo que parece, la sexualidad es más grande de lo que parece, el cine es más grande de lo que parece… Yo, espectadora, puedo llegar a sentir más cosas de las que pensaba. Tiemblo. Quiero hacer cine. Quiero vivir…”
(Cartón Piedra)
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