(De cuando mi abuela murió una hora)
“Ay, cómo quisiera morir y después cenar”, había dicho la madre de una tía mía, cerca de los 80 años. Estaba enferma, cansada, pero aún tenía hambre. ¿Quién no quisiera morir sin morir? “Experimentar la muerte sin morir”, escribe Nicolas Ray en su diario íntimo. Morir y después cenar , morir y después tomar un whisky, morir y asistir a tu entierro, morir y después follar. Excepto Nacho Vegas (quién le reza a un Dios que le prometió que cuando esto acabe no habrá nada más) todos tenemos el morbo de espiar la propia muerte. Pero es imposible. Aunque yo sí conocí a una persona que lo hizo. Mi abuela, mi bella abuela.
“Ay, cómo quisiera morir y después cenar”, había dicho la madre de una tía mía, cerca de los 80 años. Estaba enferma, cansada, pero aún tenía hambre. ¿Quién no quisiera morir sin morir? “Experimentar la muerte sin morir”, escribe Nicolas Ray en su diario íntimo. Morir y después cenar , morir y después tomar un whisky, morir y asistir a tu entierro, morir y después follar. Excepto Nacho Vegas (quién le reza a un Dios que le prometió que cuando esto acabe no habrá nada más) todos tenemos el morbo de espiar la propia muerte. Pero es imposible. Aunque yo sí conocí a una persona que lo hizo. Mi abuela, mi bella abuela.
Las nubes grises colgaban del cielo con la barriga llena, pesadas, como piedras o algodones cenizos, espesas, a punto de reventar. Bajo este firmamento premonitorio, el auto de la familia Varea se deslizaba lentamente, sobre una carretera desolada. El abuelo Miguel conducía nervioso. Estaba oscureciendo y a él esa hora le daba miedo. A su lado, Gloria, su mujer (que no es por nada pero parecía salida de la pantalla de una película francesa) miraba por la ventana. En el asiento trasero, mi madre, de tres años, encontraba figuras en las nubes presintiendo la "terrible tormenta".
Entonces un rayo eléctrico los cegó, seguido de un ruido violento. Miguel Ángel Varea frenó a raya. Cuando la luz volvió, mi Mami Yoya se había desplomado. Las gotas de lluvia reventaban en el parabrisas, y a lo lejos, un árbol ardía en llamas. Mi abuela no respodía, su cuerpo chorreado en el asiento se había transformado con el relámpago. La mano de mi abuelo acercó un espejito a su boca. Esperó temblando, pero el espejo no se empañó. “¡Se murió mi mujer!” gritaba mi pobre abuelito. Regresaron desesperados a la hacienda. Y aunque para ese entonces un doctor ya la había diagnosticado clínicamente muerta, Braulio, el capataz de la hacienda, dijo: “¡A mi señora no le toquen!”. Nada de hospital. Nada de Quito. Nada de ataúd. Según él, solo había que ponerla en un lugar tranquilo... y esperar a que cayera otro rayo.
En alguna parte, al otro lado, ella camina en la nieve. En
alguna parte (donde ahora se ha quedado para siempre, o por un buen rato), ella
teje las nubes que ya no son pesadas, sino como algodón de azúcar blanco… En
alguna parte, ella mira atardeceres en ventanas gigantes y suspira de belleza. En alguna parte, al otro lado, ella habla con los pájaros y toma el café de las once (aunque allá no hay tiempo). Entonces
escucha lamentos lejanos, ¿Por qué lloran tanto?, ¿No se dan cuenta de que
la vida es bella?... A través de un agujero de niebla blanca, ella divisa a una
multitud de gente llorando, frente a un cuerpo inerte. Quiere decirles que se callen.
Que está viva. Pero la voz no le sale de la garganta.
Las tías secan sus lágrimas con pañuelos, mi abuelo da pequeños
pasitos nerviosos, mi madre mira el cuerpo de la bella durmiente iluminado por
una vela. No entiende nada. Entonces cae otro rayo… Y mi
abuela se levanta en un impulso. “¡Cállense, carajo! ¡Aquí nadie se ha muerto!”
les dice a las lloronas.
No sé si creo en Dios. Rezo todas
las noches, eso sí. He llegado a pensar que quizás el Dios de Nacho tenga
razón, y después de esto no haya nada
más. Pero entonces ella me visita en sueños. Trae su neceser. Tomamos el café de las once, comemos pedacitos de queso cortado, me paso a
su cama a dormir, y sé que ahí jamás podrá encontrarme la muerte, porque ahí
siempre hace calor. Cuando nos despedimos, sus ojos sonríen y me reconozco en ellos. Su cara iluminada se dashace en mis manos y se transforma en la cara de mi madre. Y después en mi cara. Y luego en la de mis hijos, que no existen
(todavía) y en la de sus nietos. Miles de caras emergen y se desvanecen como un río que se transforma y siempre es el mismo. Somos peces, ojos lejanos, luz prehistórica que habita distintos cuerpos.Un mismo viejo y querido espíritu. Mi abuela se aleja con su neceser y promete otra visita. Está viva. Somos perpetuamente inmortales.
PD: Mi mamá cuenta que a veces los ojos de mi abuela se llenaban de misterio. Entonces ella le decía, con pánico: “Usted vio algo, cuando le cayó ese rayo, usted vio algo, usted sabe algo…” Mi abuela, sin dejar de mirarla con sus ojos negrísimos, sonreía. Pero jamás respondió a esta pregunta.
(Diners)