Feliz tú que no miras
los ojos de la Esfinge,
y no ves que es azul el laberinto
de su arena; terrible
conocimiento de una vida amarga
el que nos dan los últimos jardines.
Feliz tú que no sabes
quién teje la ilusión de tus tapices,
ni quién es la hilandera de tus días,
vendimiadora que da un vino triste.
Cantas tu himno, loco de esperanza,
y no sabes si mueres o si vives.
-Giovanni Quessep
I
Café Müller
Es noche, la luz
de la luna entra por la ventana, iluminando sutilmente un escenario lleno de
sillas, en el que una mujer flaca tropieza. Lleva un camisón blanco, el cabello
suelto, revuelto, salvaje, como si hubiera escapado de un manicomio. Sus manos
apuntan hacia arriba, como las de una sonámbula. Tiene los ojos cerrados, camina
con dificultad, como un alma en pena. Tras ella, al fondo, hay otra mujer, también
lleva camisón blanco, es muy parecida a la primera, pero lleva el cabello lacio
y recogido y es, aún, más flaca. Sus costillas sobresalen, sus pómulos se
dibujan, los huesos de su cuello se estiran, el vestido blanco dibuja la forma
de sus senos, los huesos afilados le dan una misteriosa sutileza a sus manos, a
sus dedos finos. Es como si la
contextura de su cuerpo le diera a la obra su impronta: el cuerpo alargado,
huesudo, parece más triste. Aunque está al fondo y no en primer plano, es esa
distancia, ese “fuera de foco” lo que vuelve aún más abstracto a su cuerpo
anguloso.
Las mujeres son
gemelas, es como si en el medio de las
dos hubiera un falso espejo que reprodujera la realidad casi tal y cómo es, o como si
la una fuera el alma de la otra, una especie de doble que repite infinitamente
sus pasos. La música de Henry Purcell
les atraviesa la piel. Un hombre con
terno, el hombre más triste del mundo (1),
intenta quitarles las sillas del camino, pero es inútil, ellas siguen
chocando, siguen cayendo, sufriendo, tropezando, errando, no se liberarán a pesar de sus enormes esfuerzos, están
ciegas, jamás podrán ver su destino. Están condenadas a errar en un mundo vulgar que no habla sus códigos,
a chocar eternamente contra un mar de
sillas, aparatos de madera y cuatro patas, fríos, inhumanos, compuestos de un
universo material que no entiende el alma.
Café Müller (1972) es, quizá, la obra más
desgarradora de Pina Bausch (1940-2009), coreógrafa y bailarina que revolucionó
la danza contemporánea. Inspirada en la cafetería que tenían sus padres en la
posguerra, la misma en la que de niña se escondía bajo las sillas, Pina creó Café Müller, obra de teatro-danza que
logró transmitir un universo desolador en el que los personajes bailan la
angustia existencial; huérfanos, incomunicados, han sido abandonados en un
mismo escenario, pero están solos, más solos que si estuvieran solos.
Ha habido varias
citas a Pina Bausch y a su obra. No en vano Pedro Almodóvar la cita en “Hable con ella”, pues Café Müller es una
enorme metáfora del conflicto de su película: el enfermero Benigno-igual que el
hombre que retira las sillas en Café Müller- intenta comunicarse con Alicia, una mujer que está en
coma (igual que las mujeres sonámbulas de Pina) . El cineasta Win Wenders hizo en
el 2011 un documental llamado “Pina”
que es un tributo hermoso que hace justicia a la sensibilidad extrema de Pina.
Después de un
buen tiempo vuelvo a ver Café Müller mientras
afuera cae una tormenta. Me provoca la misma sensación que la primera
vez : es una de las cosas más bellas que he visto en la vida. Cabe mencionar
que no estaba previsto que Pina bailase esta obra, empezó haciéndola solo para marcar los pasos,
pero sus bailarines le dijeron que si ella no salía a bailar, no había obra. “Vi a Pina bailar varias veces Café Müller, e
intenté sentir qué pasaba en su interior. Es como si tuviera un agujero en el
vientre mientras caminaba. Como si estuviera en el reino de los muertos. Cuando
estoy en el escenario intento acordarme de ella, esa pena, y al mismo tiempo,
esa fuerza. Y esa soledad” , dice una de las bailarinas en el documental de
Wenders.
II
La ceguera, o la
mirada sesgada.
“Aún cerrados, sus ojos veían todo.”
-Bailarina, hablando de Pina Bausch.
El misterio ha
girado en torno a la ceguera desde tiempos inmemorables. Según Ernesto Sábato en su trilogía, el mundo
lo gobiernan los ciegos. Muchos de los personajes y/o personas más sabios han
sido ciegos. “Los ojos que no ven miran mejor”, dice un refrán . Ciego estaba
Edipo, la esfinge, Borges, Tiresias, Las Moiras. En un principio pensé que los personajes
de Café Müller también estaban ciegos,
y lo están, pero su ceguera es particular. Las mujeres, más que ciegas, están
sonámbulas, sus cuerpos se mueven en un espacio ajeno al de su interior. Son
presas de una especie de ceguera parcial, ese punto entre ceguera y videncia que
podría compararse al punto medio entre sueño y vigilia. La distorsión de la
realidad, la mirada sesgada (los brujos achinan los ojos o tuercen su mirada
para ver) solo es posible con una dosis de ceguera,
para descubrir mundo hay que empezar por cerrar los ojos. La mirada propia,
auténtica, no nace en la mirada clara (objetiva) sino en la sesgada, subjetiva,
impresionista. Más allá de la metáfora de que el ciego es el vidente, hay otra
metáfora, la de la condición humana. Café
Müller evoca la tragedia al mostrar seres condenados a una irremediable
soledad. Bajo
una mirada jungiana, todos los personajes de Café Müller, son el mismo,
cada uno representa una parte de un mismo ser (“Era como si Pina estuviera
escondida en cada uno de nosotros. O al revés: como si nosotros fuéramos parte
de ella.” dice una de las bailarinas de Bausch) . Las mujeres ciegas
representan la inocencia, la parte puramente humana, condenada a errar;
sin embargo, no es ahí donde radica la tragedia, sino en el hombre que quita
las sillas, pues es él quien representa la mínima parte de visión, de lucidez, la mínima conexión con la Divinidad,
la pequeña chispa que presiente la realidad o la Verdad, o, desde un punto de
vista platónico, la hendija en la cueva que deja entrever los primeros rayos de
luz entre las sombras. Pero en este caso, el hombre jamás saldrá por completo
de la cueva, tampoco se quedará en completa oscuridad (lo que quizá fuera
mejor), sino que estará condenado a mirar eternamente por la hendija. Porque es
una hendija, un hueco, un ápice de consciencia, una ventana en el ático, en la
cárcel, en el laberinto, desde la cual se atisban fragmentos del Universo, de
la Verdad, de la Luz… Jamás la puerta entera, jamás una epifanía, solo la cola,
la flecha, aquel indicador que conduce hacia aquel lugar al que nunca se podrá
acceder.
Esta ceguera parcial es la condena. Tener agua,
pero no poder beberla, tener la verdad, pero no poder alcanzarla, tener ojos,
pero no poder ver. Hubiera sido mejor no ver. Edipo lo sabía, por eso
se sacó los ojos. La tragedia de Edipo no es haber cumplido su destino, sino
haber podido evitarlo. La ironía radica en que al enterarse del Oráculo hace
todo lo posible por esquivar su destino, pero son esas mismas acciones las que
le conducen a él. El ser humano que osa evitar su destino solo acabará irremediablemente en sus brazos. La fuerza de
un ser humano no es nada comparada a la del Universo. El destino, representado por las Moiras(2), es
ciego. No distingue justos de pecadores. Va más allá de la moral, más allá,
incluso, de los dioses. Las intenciones
de Edipo jamás fueron hacer el mal, pero su destino era matar a su padre y
acostarse con su madre. La lógica moral- religión no existe en la mitología griega. Al contrario de la Religión Católica, en la
que un Moisés hace de mediador entre el Cielo y la Tierra llevando una piedra
sagrada en la que el mismo Dios (un Dios generoso) escribió los mandamientos
para los seres humanos en el mundo, en la cultura griega la lógica terrena (o
la moral) no guarda una conexión con las leyes del Cielo (Destino, Moiras). Es
en esa desconexión donde radica la tragedia. El cosmos no entiende de lógica
humana. Hay un misterio profundo que el ser humano es incapaz de comprender,
incapaz de descifrar. Los pueblos crean religiones para sustentar una moral.
Pero en la tragedia griega esta lógica se desarma cuando se corta el vínculo
entre moral y religión proclamando la presencia del Destino como elemento
insondable que incluso era un misterio para los mismos dioses. Las Moiras,
ciegas, como las mujeres de Café Müller,
manejan a las mujeres y a los hombres bajo una lógica que da cuenta de un
misterio infinito: jamás sabremos, (quizá ni ellas lo saben) por qué lo hacen.
O mejor aún: las razones por las que lo hacen jamás serán comprensibles a la
razón humana…
Lo triste no es
no controlar, sino intuir. El que no controla y es completamente ciego no
sufre. Camina alegre y equivocado y no le importa. Pero el que tiene atisbos de
la verdad, sufre. Sabe que de alguna manera que su ser no alcanza a comprender,
hay un camino claro que él no puede cruzar, un
mundo que no puede vivir, una felicidad a la que él no puede acceder. Es
consciente de esto y ahí radica el dolor, en los atisbos de una luz que no le
toca. Sería mejor no ver, no tener esa mirada sesgada que invita a ver aquello
que jamás será visto sino por fragmentos.
III
La repetición (o
el cuerpo fragmentado).
Esta desconexión
entre lógica terrestre y divina la podemos ver claramente en la caída de La
torre de Babel, símbolo de unión entre el Cielo y la Tierra. La torre ha caído.
Dios ha abandonado a la humanidad. En el desierto quedan rastros de lo que
alguna vez fue una fuerte edificación que quería alcanzar a Dios. Alcanzar a
Dios también podría leerse como entender a Dios. Pero la soberbia, igual que la
de Edipo al querer revelarse contra su destino, ha sido castigada. La torre ha
caído y ahora solo quedan vestigios. Un paisaje apocalíptico en el que mujeres
y hombres caminan desesperados, desterrados, incomunicados, porque su mayor
castigo fue el lenguaje, que irónicamente, los destinó a la confusión, al caos.
Gracias al lenguaje ahora no se entenderán.
Este es el mismo escenario de Café
Müller, donde todos los personajes
han sido abandonados en una noche eterna (la noche eterna del alma) en un
paisaje a lo Giorgio de Chirico. Los
personajes comparten un mismo espacio, pero están solos. A veces se encuentran,
como dos planetas desorbitados después de millones de años, y se separan otra
vez, para seguir errando… Este mismo paisaje apocalíptico podría ser el de los
zombies, cuerpos autómatas, sonámbulos, que tienen un pie aquí y otro allá,
seres que no viven ni mueren, pero persisten automáticamente, llevados por una extraña pulsión. Freud
identifica la pulsión de muerte con la “compulsión de repetición”. Los
personajes de Café Müller repiten.
Las mujeres chocan varias veces contra las paredes. El hombre retira las sillas
como quien barre la arena del desierto . Otro hombre, de terno, intenta hacer
que una mujer y un hombre, ambos ciegos, se abracen. Moldea los cuerpos
autómatas, sonámbulos, espectros, y consigue un abrazo torpe. Por pocos
segundos, la mujer y el hombre se abrazan, pero sus cuerpos no se entienden, se
presienten el uno al otro torpemente hasta que esa fuerza, quizá la materia
oscura, el destino, hace que los brazos del hombre se desvanezcan hasta que la
mujer caiga de ellos, entonces se alejan otra vez, como en una pesadilla. El hombre los acomoda
de nuevo, como un escultor obstinado cuya obra falla, como un Dios ciego que
crea seres imperfectos, hombres de palo, pero es imposible: la mujer y el hombre no permanecen abrazados
más que por un instante. Vuelven a caer. Y el hombre , necio,
rehace su obra fallida, insiste infructuosamente. Y así entramos en un
círculo de repetición, en el mito del eterno retorno, donde la acción se repite
cada vez más rápido resaltando lo inútil de su accionar, la energía gastada, la frustración. En la repetición está la condena. En la
repetición hay una surte de estigma, de destino. “Esta insistencia ciega y
indestructible de la libido es lo que Freud llamó “pulsión de muerte”, el
nombre freudiano que paradójicamente designa su opuesto, la forma en que la
inmortalidad se inscribe en el psicoanálisis: un exceso de vida siniestro, un
impulso de muerto-viviente que persiste más allá del ciclo (biológico) de la
vida y de la muerte”(3). Mediante la repetición se llega a un estado en el que
el propio cuerpo se despoja de su significado. El cuerpo adquiere una extrañeza
tal que no parece humano. Los cuerpos de Café
Müller se distorsionan. Dos hombres
se comunican torpemente, como animales,
o arácnidos. Una mujer pelirroja más que
caminar, levita. Las ciegas casi caminan por las paredes, desafiando la ley de
la gravedad. “Siempre tenías la
impresión de ser más que un ser humano cuando bailabas con Pina”, dice una de
sus bailarinas. La misma desconexión
entre cielo y tierra se da en el cuerpo de los bailarines, que un momento dado,
no actúa como un todo sino como un
fragmento. Este cuerpo fragmentario, esta laminilla(4),
similar a la lombriz que se divide infinitamente, adquiere una vida-muerte, que
persiste a través del tiempo. Ya no se sabe si es la pulsión de Thánatos o
es Eros. Y yo también repito; las bailarinas más que ciegas, están sonámbulas,
es decir: en dos lugares a la vez: tienen
el un pie en la tierra, y el otro en los sueños, un pie el la vida, y otro, en
el reino de los muertos. Café Müller
es un canto a la soledad, a la angustia, y al mismo tiempo, un canto a la
experiencia terrena, a la belleza que de alguna manera persiste ante el dolor.
“Bajo la influencia apolínea, la Voluntad
desea tan violentamente esa existencia, el hombre homérico se identifica tan
completamente con ella, que su queja misma se transforma en un himno a la vida”(5)
.
“Bailad, bailad,
sino, estamos perdidos.”.
-Pina Bausch.
(Cartón Piedra)
1: Así llama Benigno (personaje de “Hable
con ella”, filme de Pedro Almodóvar) al personaje de café Müller encargado de
retirar las sillas para que las mujeres no tropiecen.
2: Moira: diosa encargada de reglamentar
el principio del mundo y de presidir la vida de cada ser humano. / A las Moiras
se las representaba comúnmente como a tres mujeres hieráticas, de aspecto
severo y vestidas con túnicas: Cloto, portando una rueca, Láquesis, con una
vara, una pluma o un globo del mundo, y Átropos, con unas tijeras o una
balanza.
3: Slavoj Zizek “Cómo leer a Lacan”
4: “Lo que Lacan denomina lamella
(laminilla) podría traducirse vagamente como “homelette”-una condensación de
Homme y omelette que evoca el dicho “para hacer un omelette hay que romper los
huevos”. Por su parte la palabra omelette viene de la palabra francesa lamelle
“laminilla”- /Cómo ller a Lacan/Lacan como espectador de Alien/Pag 69.
5: El Origen de la Tragedia, Friedrich
Nietzche.