Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...
miércoles, 27 de mayo de 2015
La vida secreta de las cosas.
Fósforos lápices zapatos focos libros alfombras antenas pintalabios licuadoras sombreros espejos tornillos ceniceros agujas paraguas teléfonos martillos relojes telescopios. Cosas. Esos seres inertes a los que Borges llamó “testigos ciegos” de nuestra vida pero que también son nuestros amos. Hoy en día, las cosas ya no nos sirven sino que es al revés: somos esclavos de las cosas.
Los seres humanos, la especie más inteligente del planeta, hemos construido un universo de naturaleza interactiva pero muerta que ahora nos domina. Jaime Bayly decía que las lápidas de los difuntos deberían constar de sólo dos piezas de información: un nombre y la cantidad de caca que ese nombre produjo en vida. Suscribo. Sin embargo, creo que a esas tumbas les harían falta unas líneas que den cuenta de las cosas que dicha persona logró acumular, pues ahora las personas son y fueron sus cosas.
Mi vida, por ejemplo, consiste en una guerra diaria con las cosas. Esta guerra no la he declarado yo, son los objetos los que arremeten contra mi. Alguna vez vi una película clase B en la que las cosas tomaban vida propia y atacaban a las personas. Las licuadoras eran poseídas por un espíritu diabólico y saltaban histéricas buscando carne humana; los tractores se descarrilaban y embestían con furia a sus dueños; la sanduchera se revelaba y atacaba a la mujer que por años se había servido de ella. Esta también es mi historia, los objetos que me rodean, me atacan. Llámenlo torpeza, pero yo estoy segura de que no soy yo la que tropieza sino que ellos han hecho un complot. Si enciendo un fósforo, su cabeza sale volando y me quema el dedo; si me maquillo, el delineador clava sus despiadadas astillas en mis ojos; y la esquina de la cama insiste en golpear cada mañana al indefenso dedo meñique de mi pie.
Las cosas, además, son misteriosas. Hablemos de las carteras. Resumiendo, se podría decir que la cartera de mujer es un portal a otra dimensión, allí en el fondo hay un pasadizo que conduce a ese lugar en el que están el unicornio azul, el marido que se fue por cigarrillos, Elvis Presley y la mitad de mis medias. Y en ese lugar también hay una puerta de salida que, obvio, conduce a mi cuarto, otro no-lugar en el que los objetos importantes (el pasaporte, las cartas de amor) desaparecen y los inútiles (los catálogos de Fybeca, las colillas de cigarrillo) se quedan para consumir mi día en tareas banales.
Las cosas son absurdas. ¿Por qué cargamos tantas? ¿No es horrible darse cuenta de que una lleva en las manos sacos carteras billeteras esferos papeles? ¿Es justo que en el mundo existan tantos papeles? La burocracia, está claro, odia los árboles. En plena era digital aún acumulamos cantidades exuberantes de papel. Si ni siquiera guardo las cartas de mi primer amor, ¿cómo esperan que guarde el recibo de la luz? ¿Y las monedas de un centavo?, esos cerdillos asaltan a diario nuestro tiempo, porque en lugar de leer a Proust te encuentras recogiendo esas pequeñas intrusas perdidas en la alfombra.
Las cosas son cómplices de Cronos, te distraen mientras las manecillas del reloj caminan a tus espaldas.
Einstein odiaba las cosas. Afeitarse y vestirse eran para él trámites infructuosos por los que había que pasar si quería encontrar tiempo para pensar: la vida es corta y en el cielo había demasiadas estrellas como para perder valiosos segundos escogiendo el color de
una camisa. Pensemos también en Diógenes, aquel cínico que se despojó de todos sus “bienes” (que deberían llamarse males) materiales, y se fue a la calle, únicamente con un poncho y un plato de comida. Alejandro Magno, que tuvo muchas cosas, se le acercó y le preguntó si estaba bien, si le hacía falta alguna “cosa”. Diógenes le dijo que sí, que se hiciera a un ladito, porque le estaba tapando el sol.
(Diners)
miércoles, 20 de mayo de 2015
Vuelvo a tomar aire para saludar a Buenos Aires.
"Ocurre con las ciudades lo que en los sueños: todo lo imaginable puede ser soñado, pero hasta el sueño más inesperado es un acertijo que esconde un deseo, o bien su inversa, un temor. Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de temores, aunque el hilo de su discurrir sea secreto, sus normas absurdas, sus perspectivas engañosas, y cada cosa esconda otra."
-Italo Calvino
I
"Vuelvo a tomar aire para saludar a Buenos Aires".
Hoy cumplo veintinueve años, edad de poner los pies en la tierra, dicen, pero sucede que estoy flotando. Y no lo digo en sentido figurado. Ahora mismo las nubes se disuelven a mi lado y una azafata me traerá un té… Voy a Buenos Aires, Buenos Fucking-Aires, la ciudad que alguna vez intentó devorarme (porque una ciudad no es solo asfalto también es sangre y carne y piel), la ciudad en la que fui un salmón, que atravesó sus calles contra- Corrientes, la ciudad de la que huí como quien huye del infierno, y a la que ahora vuelvo.
Alcanzar un año más de vida dentro de un avión puede sonar interesante, pero yo, que sé lo que es pasar un cumpleaños secuestrada por las circunstancias en un aeropuerto, no puedo dejar de pensar en la posibilidad de una jugarreta por parte de Fortuna. La mezcla cumpleaños-aeropuerto-Buenos Aires parece bastante sospechosa. “Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías”, decía Borges. (También lo hago por mi bien y por mi afición suicida preferida). Quiero volver al lugar que alguna vez intentó matarme, adentrarme en sus fauces... y ofrecerle mi otra mejilla…
II
“El Papa es nuestro, el mejor jugador de fútbol del mundo es nuestro, el mejor rock es nuestro. Nos estamos comiendo el mundo. Yo no sé por qué nadie se da cuenta”, me dice un amigo porteño mientras atravesamos la ciudad en su auto. Tiene razón, empezando porque es verano en pleno invierno: hay sol, música, cerveza helada, teatro, ópera, ropa, chicos guapos, libros, muchos libros a precio de nada. Sin embargo, hay algo que no es real, visitar una ciudad de paso es como visitar una ciudad de mentira, de prestado, como andar en puntillas por el lomo de un animal salvaje, como picaflor que cata a cuenta gotas los placeres más lejanos, y que sabe- siempre- que cada ruta que toma excluye otra, que paralelo a su viaje, hay una serie infinita de caminos jamás recorridos, un mapa invisible que está compuesto por las rutas que se rechazan.
III
"¡Qué mierda pasó ayer en San Telmo!"
-Charly García.
Las cosas no salieron como las habías planeado. No escaparon juntos a un hostal barato, no te levantaste a su lado y con dolor de cabeza. Llegaste temprano al hotel y no bebiste lo suficiente como para olvidar. Te acordabas de todo. Del recorrido confuso, pesado, alucinante. Del vino, ¿o era sangre?, de lo que perdiste mientras dieron tumbos por San Telmo. Y esa calle fue el escenario, el espejo, las fauces. La puerta al ojo del huracán, ese punto escondido en el que el agujero negro te succiona , el punto magnético en el que el asfalto se hace espejo y te devuelve tu mejor imagen… o la peor, porque el doble puede salir... y hacer de las suyas. Espejo terrible del alma. Macrocosmos de asfalto, reproductor de tu inconsciente, de tus ángeles, de tus demonios. Y las cosas se te caían, y perdías la fosforera pero encontrabas los cigarrillos, entonces encontrabas los cigarrillos pero perdías la fosforera, y mientras los buscabas perdías el pintalabios, el alma, y el mapa para regresar al hotel. Entonces encontraste tu saco tirado en plena vía, y lo volviste a perder. Y llorabas. Porque estabas borracha y decías que ese saco era nuevo y no lo podías perder el mismo día que lo compraste, no lo podías perder el día de tu cumpleaños… Y él ya estaba harto de prenderte los tabacos, de recoger las cosas que se te caían, de escucharte repetir que todavía tienes la esperanza de encontrar otro bar abierto. Y llegaron de repente al monumento de Mafalda con el que todo el mundo se toma fotos, y mientras él compraba más cigarrillos, te hiciste un selfie, y la foto salió movida, porque estabas borracha y tenías los ojos rojos, porque habías llorado, porque estabas borracha. Y fue el mejor selfie del mundo. Afuera del hotel se fumaron dos o tres cigarrillos y no, no buscaron un cuarto juntos, cada uno se fue por su lado, con la sensación de haber gastado la cuota de lágrimas y dinero en discusiones que no caben entre dos personas que no se aman, infiernos y paraísos que no merecen dos personas que no han dado un centavo la una por la otra.
IV
El Caleidoscopio.
Viajas con protector solar y cronómetro. Buscas la ciudad en los mapas. No te das cuenta de que existes. No existes. Eres un turista más. Otro más. Y entonces un día te pierdes y un pordiosero te dice que Buda ha vuelto a nacer, un borracho se sienta a tu lado y te cuenta que a esta hora se piden deseos. Y tu sabes que has descubierto la ciudad, la has pillado infraganti, o al revés: ella te ha encontrado a ti, cuando pensabas que ya nada tenía sentido. Tu ciudad. Tu ciudad particular, que, como los cristales congelados que se llaman instantes y como los copos de nieve, jamás es igual a la ciudad del otro. Y lo has hecho en un segundo, en un cristal congelado has descubierto la ciudad, has encontrado la ciudad. El tejido espacio tiempo se rompe y por un huequito, ves toda la ciudad, sus venas, sus caras, sus ríos, y también eso, eso que no se ve, lo ves todo en un instante (Ahora entiendo porque Borges escribió El Aleph en Buenos Aires), y después ese tejido se cierra y la ciudad es otra vez ajena. La has encontrado en un descuido, cuando has dejado de buscarla, cuando cansada por la luz del sol que te fulminó mientras intentabas encontrarla, te sentaste bajo un árbol, después de haber visto la luna en un telescopio por siete pesos en Puerto Madero, después de caminar en silencio por veinte minutos con la persona con la que se suponía que debías tener una aventura (porque hay que tener una aventura ciudades que una visita (en la medida de lo posible), para después poder contarlo. Porque no se vive si no se cuenta. Porque a veces vivir es decir que se ha vivido.
El Caleidoscopio.
Viajas con protector solar y cronómetro. Buscas la ciudad en los mapas. No te das cuenta de que existes. No existes. Eres un turista más. Otro más. Y entonces un día te pierdes y un pordiosero te dice que Buda ha vuelto a nacer, un borracho se sienta a tu lado y te cuenta que a esta hora se piden deseos. Y tu sabes que has descubierto la ciudad, la has pillado infraganti, o al revés: ella te ha encontrado a ti, cuando pensabas que ya nada tenía sentido. Tu ciudad. Tu ciudad particular, que, como los cristales congelados que se llaman instantes y como los copos de nieve, jamás es igual a la ciudad del otro. Y lo has hecho en un segundo, en un cristal congelado has descubierto la ciudad, has encontrado la ciudad. El tejido espacio tiempo se rompe y por un huequito, ves toda la ciudad, sus venas, sus caras, sus ríos, y también eso, eso que no se ve, lo ves todo en un instante (Ahora entiendo porque Borges escribió El Aleph en Buenos Aires), y después ese tejido se cierra y la ciudad es otra vez ajena. La has encontrado en un descuido, cuando has dejado de buscarla, cuando cansada por la luz del sol que te fulminó mientras intentabas encontrarla, te sentaste bajo un árbol, después de haber visto la luna en un telescopio por siete pesos en Puerto Madero, después de caminar en silencio por veinte minutos con la persona con la que se suponía que debías tener una aventura (porque hay que tener una aventura ciudades que una visita (en la medida de lo posible), para después poder contarlo. Porque no se vive si no se cuenta. Porque a veces vivir es decir que se ha vivido.
V
Carroñeros.
Yo quería ciegamente sentir (otra vez) la irrecuperable sensación post-Siddartha a la que una se vuelve adicta, y después la busca (sin resultado) una, veinte, mil veces. Una se vuelve adicta a las sensaciones. Por ejemplo ahora, quiero volver a sentir que me queda mucho tiempo, que el mundo es demasiado grande como para comerlo de un bocado, que hay sol de sobra, misterios, mares, estrellas. “No intentes repetir el pasado”, dijo Fitzgerald... y no lo escuchaste . Llamas a los mismos idiotas. Te sientas en la misma mesa. Escuchas las mismas canciones. Bebes el mismo trago. Pero eso, eso que buscas, ya no está, se ha ido para siempre y tú, todos, lo saben. Y aún así beben, aún así repiten la canción, sabiendo que cada acorde, cada palabra, cada intento por llamarlo, les llevará más lejos. Ni tú ni ellos son los mismos, pero ahí están, llenando las copas, hablando con un muerto.
Yo quería ciegamente sentir (otra vez) la irrecuperable sensación post-Siddartha a la que una se vuelve adicta, y después la busca (sin resultado) una, veinte, mil veces. Una se vuelve adicta a las sensaciones. Por ejemplo ahora, quiero volver a sentir que me queda mucho tiempo, que el mundo es demasiado grande como para comerlo de un bocado, que hay sol de sobra, misterios, mares, estrellas. “No intentes repetir el pasado”, dijo Fitzgerald... y no lo escuchaste . Llamas a los mismos idiotas. Te sientas en la misma mesa. Escuchas las mismas canciones. Bebes el mismo trago. Pero eso, eso que buscas, ya no está, se ha ido para siempre y tú, todos, lo saben. Y aún así beben, aún así repiten la canción, sabiendo que cada acorde, cada palabra, cada intento por llamarlo, les llevará más lejos. Ni tú ni ellos son los mismos, pero ahí están, llenando las copas, hablando con un muerto.
VI
"Mirarte en el aire es mi mayor problema, partirme en pedazos rotos, de espejos... Y estás muy lejos..."
-Andrés Calamaro.
-Andrés Calamaro.
Entonces imagino una ciudad vacía, apocalíptica, abandonada; el teatro, la ópera, los locales de comida rápida, desolados... Argentina sin argentinos. Después pienso en el Tiempo,
ya no en el instante de cristal, sino en la baba del diablo, la materia oscura, los agujeros que se
estiran a pasos agigantados. Un día ya nadie estará aquí. Quiero vomitar. Los espíritus, los ojos, el amor, tanto amor, no puede desaparecer para siempre… Hay
tanta benevolencia, tanta gratitud, pienso que la humanidad es increíblemente
generosa. Hay tanto amor, y eso duele… Duele tanto que mejor me
levanto de la cama y me doy una ducha fresca, me pongo un
vestido lindo y bajo a tomar una cerveza. En el patio del hotel no hay fantasmas. En el patio es verano. Y me encuentro a un viajero que me habla del ying yang y dice que la ciudad te puede
llevar al cielo o te puede comer, porque nada existe sino que es un holograma
de tu alma, entonces un día te lleva al cielo y otro al infierno. Porque hay cielo, infierno,
River, Boca, y burocracia, la burocracia está en el medio… -dice - y después hace chasquear sus dedos y dice que eso (se refiere al instante que es como cristal congelado) ya lo perdimos. Queda compartir.
Intercambiar. Fuera de eso, nada tiene mucha importancia. A media noche caminamos hacia el tenedor chino que queda cerca de Plaza Italia. Vuelvo al sitio que en otro tiempo fue refugio, algo así como una isla en medio de un mar de tiburones, una isla que ofrecía rollitos primavera y Stella Atrois, mientras afuera había selva, animales salvajes, monstruos marinos.
Esa noche no pude dormir. A la madrugada bajé al lobby del hotel y lloré. A nadie le importó.
Esa noche no pude dormir. A la madrugada bajé al lobby del hotel y lloré. A nadie le importó.
(La versión editada de este texto se publicó en enero en Diners)
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