Se conocieron en
el correo, enviando una carta, ¿puede empezar mejor una historia de amor?. Ella
enviaba una carta a alguien que ya no recuerda, él, a una novia que dejó de ser
su novia el rato en que la vio a ella. Ella era delgada, esbelta, tímida. Él
alto, con lentes gruesos. Él se acercó y le preguntó si podía acompañarle a su
casa y ella dijo que sí. Al otro día había un paseo de la oficina, ninguno iba
a ir, pero si tú vas yo voy. Y fueron. Y bailaron. Ella no bialó con nadie más,
dice él orgulloso. Luego lluvió. Y salieron al patio y se metieron en una
camioneta vieja y ahí le preguntó si quería ser su novia. Y dijo sí. Pasaron 4
años y la mamá de ella llamaba todos los días a preguntar, ¿cuándo se casan?.
Un día, cansado de las llamadas, él dijo la próxima semana, la próxima semana
nos casamos. La madre dijo que le parecía bien y que llevaría una torta. Y así
fue. La madre trajo la torta y se casaron en la iglesia del Belén. Luego vino
la primera hija y luego el segundo, y el tercero… fueron seis, fue una vida,
seis vidas, ocho vidas, setenta años; viajes, manzanas al horno, pasteles de
naranja.
Setenta años o
un minuto.
Cuando era niño
comía chapo mientras escuchaba en la radio que Carlos Gardel había tenido un
accidente de avión. Cuando era niña vivía en Esmeraldas y no había luz y todas
las noches debían encender un farol. Cuando ambos eran adolescentes dijeron en
la radio que los extraterrestres habían llegado a Quito. Y él tuvo que hacer de
Cura para bendecir a su familia porque el fin del mundo había llegado. Y ella
vio como la gente corría por las calles llevando sus planchas. Eso lo recuerdan
desde sus sillones. Porque ahora el tiempo ha pasado.
El tiempo que se
lleva todo, el tiempo que no existe.
Ella, en el
correo, a punto de que él le hable por primera vez, no mira todavía los
sillones rojos ubicados al lado de la ventana. Esos sillones que son sus naves
por las que viajan a todas partes. Parece que la vida en un punto fuera eso:
sentarse en un sillón y mirar la vida como un casette que se puede retroceder o
adelantar o poner pausa en las mejores partes. Como que la vida fuera eso:
recordar la vida.
Él, en el correo
a punto de hablarle por primera vez, no sabe todavía lo demás: el cuerpo
envejeciendo, las noches de flema y pesadillas, las enfermedades, el acompñarse
al baño, los ronquidos, el olor a vig vaporup. Ellos, a los veinte años,
todavía no conocen el cuerpo del otro a fondo, el aliento, ese cuerpo que ya es tan cercano. Ellos, que se han enamorado en el correo, todavía no conocen el amor.
El tiempo, el
tiempo que se lleva todo, el tiempo que no existe, se deshace y otra vez son
niños, ese niño que escucha la noticia de Gardel mientras come chapo, esa niña
que ve encenderse un farol en esemeraldas, las cartas que llegaban de Chile,
los hijos, los viajes, los tangos, los chistes, sus carcajadas, su risa tímida,
todo se desvanece, un segundo, 70 años, un minuto. Pero los de los sillones
rojos, ellos sí conocen el amor.
¿Qué somos?
Una foto la
muestra con una sonrrisa enorme, embarazada; al lado está él, diciéndole algo
al oído. Ellos fueron jóvenes. Ellos fueron felices. Ellos bailaron. Ellos
hicieron el amor. Ellos tuvieron sueños. Ellos viajaron. Ellos se maravillaron
ante el mar. Ellos sintieron el vino en la sangre. Ellos son de carne y hueso.
Ellos se llevarán historias que no conocemos.
(Mundo Diners)