Decido salir, a los años. Necesito
conversar y tomar un trago. Pido un Uber y paso por la casa de mi
excompañera de juergas. Mi amiga se sube al taxi hablando por teléfono.
“Te digo que no, Andrés. ¿Otra vez vas a hacer lo mismo? ¿Qué eres,
bipolar? Basta, me tienes harta”. Cuelga, pero su celular vuelve a sonar
y ella, en lugar de apagarlo, contesta de nuevo, fingiendo tedio. “Es
una relación imposible. Terminamos el domingo y volvemos el lunes. El
man es artista, ¿cachas?, un tipo raro, camina por la vida como
bordeando la muerte. Llevo varias noches sin dormir. Siempre nos
amanecemos hablando de cine latinoamericano o de Bukowski, y siempre
terminamos discutiendo, pero luego nos reconciliamos, en la cama, claro.
Está loco”. Me dice ella, entre cansada y orgullosa.
Tengo algo de envidia: ellos, en tan
solo un minuto, ya han terminado y han regresado unas tres veces, y yo
lo más extremo que he hecho en una semana es comer ají rocoto. Llegamos
al bar. Pedimos dos cervezas mientras ella me cuenta que su nuevo amante
ve a sus amigas como una potencial amenaza y se pone celoso cada vez
que ella sale sin él. “¿Ahora mismo debe estar desesperado porque has
salido conmigo?”, le pregunto, no sin ilusión. “Qué va, a ti no te odia,
de hecho, siempre prefiere que salga contigo que con la Carla”. ¡Plop!
Sabes que estás envejeciendo cuando dejas de ser la mala influencia de
tu amiga. Para este sujeto yo era algo así como una tía a la que hay que
visitar por rutina. No representaba ningún peligro. Claro, es que
mientras mi amiga pasaba jornadas intensas de sexo, literatura y
lágrimas, yo pasaba jornadas intensas de cambios de pañal y Netflix. ¿Sería el final de mi juventud?
Hace unos años, otra amiga (mayor que
yo) puso en Facebook, parafraseando a Sabina, “Yo no quiero un amor
civilizado”, a lo que respondí: “Yo sí”. Porque en esa época era yo la
que se amanecía bebiendo con algún poeta desquiciado. Esa frase de
Charly García, “para aburrirme prefiero sufrir”, era mi lema en ese
entonces. Y hasta recuerdo que, cuando mi vida era demasiado “plana”, yo
misma me encargaba de producir una escena para darle sabor. Por
ejemplo, si una relación whatever iba a terminar así en seco, yo
prefería llorar o romper algo para que termine como debe de ser. Si ya
va a terminar, que termine bien, con escena y todo, pensaba yo. ¿Era
amor o patetismo?
Mientras mi amiga sigue hablando, dejo
de escucharle y me invade la nostalgia. Recuerdo esos tiempos en los que
escapábamos de los bares robándonos las copas. Qué hermoso era ir de
bar en bar con la posibilidad de otro bar. (¿Qué es la felicidad sino la
posibilidad de un bar abierto?). Me doy cuenta de que en todas mis
fantasías de libertad hay siempre un trago. Es que no se puede ir “de
café en café”, un café se toma una vez, ¿no? Hay que estar siempre
ebrio, había dicho Baudelaire. Pero esto, ¿es libertad o es alcoholismo?
¿Hay alguna diferencia?
Mi amiga sigue hablando del novio loco,
su celular suena, y ella contesta y putea y cuelga. Empiezo a sentir
pereza. Y frío. El friki tiene razón, no represento ningún peligro. Lo
que quiero es regresar a mi casa a dormir. Pido otro Uber, regreso
pensando en la vejez, en el amor, en el alcohol, en cómo hacer para
estar siempre ebria sin alcohol. Miro por la ventana. La noche quiteña
sigue ahí. Y seguirá. Como me dijo un amigo en el chat: “Ya vendrán días
en que quieras salir corriendo, y entonces el mundillo te recibirá con
su bella frivolidad”. En la cama, metidos entre las cobijas y con una
luz suavita, duermen el Mario y el Lucas. Me saco los zapatos, me
acuesto a su lado.
(Mundo Diners)