A David Coral
En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
-Roberto Bolaño
Y el plan era el siguiente: llegar al bar en el transcurso de la tarde y encontrar una mesa cerca de la ventana (para poder fumar). El lugar tenía un balcón con vista a la Juan Ramírez, ese callejón icónico de adoquines y árboles que me hacía pensar en los cuadros de Toulouse Lautrec. Las hojas se caían por el viento y yo fantaseaba con que estaba en París. Mi amigo y yo pedíamos la primera ronda. Los temas de conversación venían el uno después del otro. Ni bien empezabábamos a decir algo, ya sabíamos lo que diríamos después. Una agenda repleta de temas interminables nos incendiaba el cerebro. Todo en ese entonces era un descubrimiento: la fotografía en blanco y negro, el cine, Henry Miller, Tristan Tzara, Raphael, Cartier Bresson. Yo le hablaba de mi primer amor, el Dadaísmo, y él me contaba sobre la corriente estética anti protestante que había inventado, contra “el salgadismo”. Ambos coreábamos a dúo las canciones de Jaques Brel, sobre todo esa que cuenta la historia de un grupo de amigos que se reúne por las noches y después del vino y la conversa, molestan a los señores que se creen respetables y que salen de sus trabajos. Hay una estrofa que traducida al español dice así: “los burgueses son como los cerdos, mientras más viejos, más tontos se vuelven” . Entonces pedíamos otra ronda y el futuro se desbordaba. Una noche pasó algo. En uno de los nos momentos más elevados de nuestra tertulia nos miramos, y luego miramos alrededor: las demás mesas eran frías, absurdas. No era nada más que gente hablando. Hablando de algún ex novio, de comida, de lo que harían cuando acaben la Universidad, del trabajo, de cualquier cosa menos importante de la que hablábamos nosotros. Gente común, gente ordinaria. Era claro: había una brecha entre ellos y nosotros. Entonces nos miramos y dijimos casi al mismo tiempo: ¿de qué hablarán estos imbéciles?
En el párrafo final de la canción de Brel la vida da la vuelta y resulta que ahora el grupo de amigos se sigue reuniendo pero esta vez son ellos los que reciben los insultos de un grupo de muchachitos insolentes. Y esta vez son ellos quienes les gritan: “Los burgueses son como los cerdos, mientras más viejos, más tontos se vuelven!”
Por este tiempo el plan es, como el de casi todos, salir a dar una vuelta, comer algo, y como diría Vonnegut, etc etc. La noche suele ser pesada y larga y no escucha ladrar a los perros románticos. A las diez ya me da sueño. Entonces me entra un presentimiento sombrío, el de estar del otro lado de la brecha, el de pertenecer al bando de la gente común, de la gente ordinaria. No quiero que vivir se vuelva una tarea secundaria. Como Anaïs Nin, me niego a vivir en mundo ordinario con gente ordinaria. La idea sería vivir, como decía Mario Santiago, sin timón y en el delirio. Hace falta recuperar la ilusión adolescente y patética de jugarse la vida por causas inútiles. Miro alrededor y encuentro el mismo cuadro de hace años: mesas de gente hablando sin pasión. Entonces me pregunto: ¿Habrá sucedido ya?, ¿nos habremos convertido ya nosotros en los imbéciles?, ¿o solo hará falta un poco más de vino?
(Mundo Diners)