Quito me expulsa de su geografía. Cada vez son menos los lugares que puedo visitar. Todo parece estar agotado. Los lugares se van reduciendo y llega un punto en el que sufres una suerte de exilio en tu propia ciudad. Ya sé, cada quien traza su mapa . El burócrata todos los días sale a la misma calle, coge el mismo bus, baja en la misma estación, ve las mismas caras. Su recorrido traza un mapa definido.Todos creamos nuestros mapas personales y nuestra realidad se ve reducida a la ruta que elegimos. Si pudiéramos ver la ciudad desde arriba veríamos claramente las rutas que dibujamos con nuestros pasos. Y seguramente veríamos que son rutinarias y aburridas. Estas rutas se cruzan, pero no de manera atrevida. Se cruzan sin riesgo. Los encuentros casuales no son sorprendentes. En esta ciudad, estamos condenados a encontrarnos con cualquiera a la vuelta de la esquina. Los encuentros casuales son pan de todos los días. Personalmente, odio encontrarme con conocidos. No me gusta tener que saludar y fingir que me interesan sus vidas, y peor aún, escucharlos fingiendo interesarse por la mía. Prefiero no escuchar frases como "¿Cómo estás?" "Asomarás" "Qué bueno verte!", en fin, esas frases que por lo general connotan lo contrario de lo que dicen. Porque en el fondo a nadie le importa el otro. Por eso deberíamos tener una licencia que permita no saludar a nadie en la calle. Debería ser un acuerdo tácito. Si encontramos a alguien, nos hacemos los locos y aquí no ha pasado nada. Claro que si después te da ganas de ver a esa persona que hace un momento ignoraste, puedes llamarle , y si ella acepta, claro, pueden citarse en el mismo lugar en que horas antes fingieron indiferencia, y ahora si, saludarse con beso. Esto debería aplicarse no sólo para los conocidos, sino también para amigos e incluso para novios novias amantes etc. Puedes haber dormido con alguien, pero si luego te lo encuentras en el Súpermaxi y no quieres saludarlo, tienes derecho a hacerlo! Tú no buscaste ese encuentro!. No se trata de evitar el azar. Es muy diferente encontrarte con alguien interesante un momento interesante y romper con tu mapa aburrido, pero otra cosa es ver a todo el mundo en todas partes y no sentirte tranquila en este pueblo. Una sale a respirar y le toca andar repartiendo besos que no son besos en mejillas infestadas de perfumes que marean. No es justo.
Pero siempre hay una forma de convertirse en extranjera en tu propia ciudad. La táctica consiste en cambiar la ruta. Desdibujar el mapa que marcas todos los días. No me refiero a "abrir tus horizontes" "ampliar tu círculo" y esas mierdas. Nada de esas cosas. Al contrario, propongo sumergirse en el lado oscuro de la ciudad, el lado feo. Encontrar la belleza en los lugares más sórdidos. Traspasar la ciudad ordinaria para descubrir una ciudad oculta, que respira en silencio como una medusa fosforescente debajo del mar.
En mi caso, he encontrado un refugio en los sitios más deprimentes.
Los centros comerciales abandonados tienen su encanto. Los pasajes ocultos. Los baños con olor a pinoclín. Las oficinas caducas con archivos viejos. Las zapaterías que ya nadie visita. Los locales de comida rápida que huelen a grasa. Los chifas. Los Chifas!. Los bazares viejos, los locales de cintas y lanas, los almacenes de chatarra- adoro la chatarra-. Los almacenes chinos. Perderse entre luces, juguetes, fosforeras de colores, burbujas, escarcha. Objetos que son hermosos porque son inútiles.
En esa ciudad deprimente encuentro un refugio extraño. Me angustia muchísimo ver tantos zapatos de remate que nadie comprará, pero a la vez encuentro un placer secreto, tal vez porque de alguna manera hay algo que me encanta: ahí nadie podrá encontrarme. Soy extranjera. Descubro una ciudad inhóspita, caduca, noventera, bizarra... Regreso a los siete años, donde todo era como un pizarrón verde con tizas de colores y almacenes chinos. Es como estar en otra dimensión. Las luces de neón invaden la baldosa de los centros comerciales abandonados. Las peluquerías reflejan a la muerte en los espejos. Y la música de ascensor aporta una excelente banda sonora a estas locaciones vitales. Es como para pegarse un tiro de lo deprimente que es. Pero me siento a gusto escondida en esos pasillos sórdidos. Admirando la ropa pasada de moda y los maniquíes sin brazos. Disfruto de las sensaciones que me provocan estas cosas tan tristes. Tal vez porque no me siento en este tiempo ni en este cuerpo. Soy otra. Prefiero torturarme un rato con la nostalgia, que saludar a gente que no quiero saludar en una ciudad de plástico que ignora el misterio.
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