Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

jueves, 22 de enero de 2015

Amor real







El amor de mi vida era un pastor alemán. Tenía más pelo que de costumbre y una oreja caída, los ojitos tristes y alegres a la vez. Se llamaba Momo. Hasta ahora recuerdo el olor de su comida, sus patas enormes, su sonrisa. Cuando llegaba del colegio,   venía corriendo y me quitaba la mochila. Entonces jugábamos durante horas revolcándonos en el piso y persiguiendo gallinas.

Un día (no diré cómo) nos separamos. Aunque por entonces ya sabía que podía confiar más en los perros que en los humanos, nunca más quise tener otro: así de dolorosa fue la separación. Por otro lado, no me creo capaz de cuidar ni siquiera una planta. Me han contado historias de peces que mueren porque sus amos los confunden con los muebles y se olvidan de alimentarlos y  me parece horrible.  Ni si quiera puedo hacerme cargo de seres inertes: pierdo celulares, carteras, fosforeras, esferos... Ya mucho trabajo tengo lidiando con mi propia humanidad. Sé que en el fondo puede ser miedo, que no he superado el duelo por Momo, que todavía lloro a mares cada vez que veo la escena de Futurama en la que el perrito Simurdiera espera en 1998 a que Fry regrese del futuro. Puede que sean esas las verdaderas razones por las que me he negado a tener una mascota y menos aún, un perro. Mi mecanismo de defensa se acerca al síndrome de Diógenes, una anomalía que consiste en dejar de desear y poseer para evitar un sufrimiento posterior. Es mejor no tener nada que perderlo todo.

Hace unas semanas, mi madre se mudó a otro país y dejó en mi pequeño departamento todo lo que había en su casa. Y cuando digo todo me refiero a todo. Todo. Cajas con adornos, licuadoras, colchones, zapatos, lavadoras y, claro, un perro, su perro, el perro de su casa, nuestro perro. No me pude negar a cuidarlo después de que mis hermanas, con lágrimas en los ojos,  me dijeron cosas como estas: “No tienes corazón”, “Es el perro de la familia”, “Por dios, ¡es un ser vivo!”. No tuve opción. Cogí un plato que había dejado aquí mi ex novio y, con el respeto que el perro se merece, vertí allí un  chaulafán  ( que yo me hubiera comido feliz) y esperé a que lo devorara con ansiedad, como quien degusta un banquete. Eso no sucedió. Él se acercó despacio, lo olió, y se retiró enseguida dando pasos cortitos y elegantes. ¡No tocó el arroz! Me deprimí un poco, pensé que ese había vuelto vegano, pensé que los vegetarianos que me insultaron indignados en columnas pasadas, se regocijarían sabiendo que el perro (quien solía ser mi fiel compañero de comida chatarra cuando yo visitaba la casa de mi madre) también se ha vuelto vegetariano. Gracias a Dios, eso no sucedió. Parece que  el can, más que vegano, es anoréxico. No come pan,  ni comida balanceada. Solo come queso mozarella y snacks de fiestas. Le gustan los doritos y las papas fritas, es decir, todo lo que podría comer en un cumpleaños infantil o más bien dicho, en una reunión de señoras. Quizá porque es un frensh puddle, sus gustos alimenticios se parecen  a los de una señora que toma el té con sus amigas.

De cualquier manera, este, como todos los demás, es un perro descomplicado. Se conforma con una paseo, un hueso, una pelota. Vive de cosas simples, como el amor verdadero.  Mientras caminamos y siento la brisa de la mañana, vemos muchas cosas, ninguna importante. Destellos de imagen-sensación-tacto que pasan muy rápido y hacen que mi mente cambie de estado. Pasear al perro me hace pensar que no necesito nada  (quizás un iPod o cualquier dispositivo para escuchar música), pero nada más más... o casi nada, (que no es lo mismo pero es igual).

(DINERS)

miércoles, 14 de enero de 2015

EXTREMODURO O MANERAS DE QUEMAR LA CIUDAD (ROMANTICISMO DE LA CALLE)


“¿Quién escribe la historia? Nunca los vencidos, los despojados, los sometidos. Tampoco escribimos la historia los ignorados, los que no existimos, los que no tenemos voz, los que, en definitiva, no contamos. ¡Qué distinta habría sido la historia de la humanidad si solo se hubiera escuchado a los perdedores!”
-Robe Iniesta


Ya no había nada que perder. Te había dejado tu pelado, te habían botado de la casa, te habías jalado el examen… Pero tenías un dólar en el bolsillo y en La Zona estaban tus panas. Entre todos podían juntar para una media de norton. Tus  botas de cuero estaban desgastadas, pero aguantaban todo: les gustaba patear piedras, botellas, tubos de neón. Así que te las amarraste bien y emprendiste el viaje. Sola, por la vereda, pusiste play en tu disk-man. Cuando escuchaste el bajo, seguido del grito de Robe, supiste que estabas viva. Entonces los encuentras, te encuentran, nos encontramos. No nos queda nada. Hoy tenemos licencia para incendiar el mundo, hoy podemos quemar la ciudad. Tenemos derecho. Hace frío, pero siento sus manos en las mías y aún nos queda un trago. Vamos juntos, contracorriente, contra el planeta, ciegos, de la mano hacia el abismo. Porque somos las últimas almas que quedan vivas en medio del caos. Los sobrevivientes. Porque nos han expulsado del paraíso y ahora estamos en una carretera, jalando dedo, pero estamos juntos, estamos vivos y  algo nos une terriblemente: la orfandad. La calle es la cuna de los rechazados, de los que llevan en la frente la señal de Caín, de los olvidados…
Extremoduro es una banda española de rock fundada por Roberto Iniesta en Plasencia, en 1987. Si quiere saber más sobre la historia del grupo puede averiguarlo en Wikipedia. Yo puedo decirles lo que la banda significa para mí. Extremoduro es la sabiduría que me da el fracaso,  el primer trago de la tarde y el primero de la mañana. Extremoduro es que no te conteste esa persona que esperas que te conteste pero que te contesten tus panas, y tengan un cigarrillo para compartir. Extremoduro es caminar en grupo a las cuatro de la mañana después de que te han botado de una fiesta, después de una noche de fracaso y alcohol: una noche quiteña. Es dar tumbos por La Mariscal cuando te han roto el corazón y compartir gasolina con tus panas porque ellos también están cabreados con la vida, porque han nacido sin querer, porque no saben adónde van, porque les da la gana. Extremoduro es saber que en medio del desamor quedamos nosotros, los otros, los que no cumplimos con los requisitos, a los que el guardia ya no nos deja pasar . Y también son las cicatrices de mis brazos, las resacas más feroces,  las botellas que compartí con mi amigo y las que me tomé en su nombre después, cuando se fue de esta Tierra. Los panas que están, pero también los que se fueron con la noche, pero que aún existen en sus canciones…
Y  Extremoduro también es luz.


Fue la primera vez que viajé sola y mis audífonos reproducían el Pedrá mientras  veía por la ventana un paisaje cualquiera que me parecía el mejor paisaje del mundo. Es la voz del Robe en la ducha una mañana soleada. Es la guitarra de Iñaqui cuando decido -por primera vez- hacerme de una biela sola,  y apenas lo hago siento que no estoy sola.  Es aceptar que estás sola y ya no estar sola y decir estoy sola, pero me vale (decidí aprender a hacerme yo la maleta para poder vivir).  Yo conmigo misma, Yo contra el mundo, Yo y mis botas, Yo. La música como afirmación del Yo  (Yo minoría absoluta), porque quizá uno se encuentra en las cicatrices, vamos sabiendo quiénes somos en los fracasos. Porque cuando te deja un imbécil  escuchas A Fuego y recuerdas que perder es cosa de todos los días, que tus botas pueden patear más paredes, que has salido de peores, que estás lista para incendiar la ciudad. Recuerdas todo eso porque recuerdas quién eres. Y ya no estás sola, la noche se convierte en una especie de lugar seguro en el que se encuentran todos los impares. Y tu debilidad se convierte en un escudo, porque después de perder el corazón en mayo, después de perder la pureza, los recuerdos, la infancia, los cigarrillos, encuentras algo dentro tuyo, muy adentro. Es algo muy fuerte, que siempre va a brillar, algo inmutable y de hierro (de acero soy de la cabeza a los pies) un diamante pequeño pero fuerte como nada en el universo, puro, inmutable, algo que jamás se va romper, una fuerza interior inquebrantable que te acompaña a través de la noche, de la maleza, de la locura, del delirio, de las peores resacas… Eso que va a estar cuando no tengas nada… Entonces te sabes fuerte, invencible, ahora ya tienes un escudo de oro hecho de hadas para atravesar la noche, las tormentas, el desamor, porque ese escudo es tu propio corazón. (Y me siento mejor si sé que tengo una estrellita pequeñita pero firme).
***
Extremoduro… en Quito
Más que una banda,  Extremoduro son  vivencias. Extremoduro es más que música, son las canciones que marcaron tu vida.
-Giovanni Estrella
Giovanni Estrella tiene 29 años y ha escuchado Extremoduro desde los 15. Tiene una banda llamada "Los duendes del parque" (nombre de una canción de Extremoduro), en la que, entre otras cosas, toca covers de Extremo. La banda tiene doce años de vida y en ella tocan sus dos hijos pequeños: Benja (12) y Coco (11). Cuando empezó con la agrupación, a Giovanni no le importaba ser famoso ni ganar dinero ni ser el mejor: su sueño era compartir el escenario con el Robe y los suyos. Y lo hizo realidad.
No es lo mismo que una banda venga porque es parte de su gira a que la traiga alguien que ha crecido con sus canciones. Giovanni no fue el único, fuimos varios quienes esperamos 10 años o más para este concierto. Tener a Extremoduro aquí parecía imposible. Era como un delirio, como un mito, demasiado hermoso como para ser real. Y era el sueño de todos (al menos, de todos los nuestros). “A veces los sueños dejan de ser particulares y se vuelven colectivos”, me dice Giovanni, y mientras tomamos un canelazo me cuenta que cuando vio a la banda en Chile quiso que los quiteños sintieran lo que él había sentido. Todos tenían derecho. Giovanni ya había intentado contactarse con la banda en el 2012 pero fue imposible traerlos. Sin embargo, el año pasado abrió un grupo en Facebook llamado “Los que quieren que Extremoduro venga a Ecuador” y pidió a la gente que le escribieran al manager de la banda diciéndole que se contactará con él. Fue un éxito. Más de 200 personas escribieron en un solo día y un año después la banda estaba en Quito. ¡Y El duende del parque les abría el concierto! Para Giovanni, más que un concierto fue una de las más lindas  experiencias que ha tenido, pues pudo compartir algunos días con Robe y conocer un poquito más que sus canciones. “Robe es poesía”, dice Giovanni, “Robe es tierno”. El mismo que le hace una oda a las drogas y habla de calle y de gasolina y de incendios, se detiene a ver una planta, juega con sus hijos, se hace preguntas sencillas. Su capacidad de percepción es impresionante. Entonces pienso que solo podría ser de esa manera, porque solo quienes son capaces de escuchar un pájaro o desnudar una flor pueden atravesar el infierno; o mejor al revés: solo quienes han luchado con los dragones de la noche se merecen el cielo. Esos dos lados viven en Robe (“Sé que el mundo se partió y que ahora no hay un mundo, sino dos, y sé que mi cuerpo se repartió entre ellos”)…  Y por eso sus canciones son un canto a la vida desde el caos. La voz de Robe es poesía. Su poesía está en las palabras y en la textura de su voz. No solo en su significado sino en su manera de pronunciar, en su manera de escupir las palabras, de dispararlas. Es su voz ronca, como balas que acarician ángeles, la ternura de sus garras, la dulzura de su violencia... eso es Extremo: un canto a la vida desde la calle, un canto al amor desde la muerte.


Es mejor jugar de locales, me dice Giovanni. Y suscribo. No es lo mismo ver a una banda en otro país que en el propio. Conozco gente que los vio en España y no fue lo mismo. Yo misma decidí regresar de Buenos Aires (ciudad en la que también hubiera podido verlos) para vivir el concierto en Quito, porque en Quito los escuché por primera vez. Porque Quito fue el escenario donde ellos fueron mis cómplices. Quito en llamas y Extremoduro en los audífonos.
Porque más allá de canciones, música, acordes bien hechos y letras que rimen, Extremoduro es un estado, es una vivencia, es una parte de tu vida. “No te venden música, te venden vivencias”, me dice Giovanni. “Y reglarle eso a la gente es algo inmenso. Y por eso mismo, no era un evento cualquiera”. Era dar la posibilidad de revivir cada momento particular que solo cada uno conoce, la posibilidad de encontrarse con uno mismo, con su historia, mágicamente. Quizá sea por eso, me dice Giovanni, que en Extremoduro no hay pogo. Porque cada uno está consigo mismo, conectado muy personalmente  con la banda. Cada uno en su trip, sumido en las letras (porque gran parte de Extremoduro son sus letras, es poesía que suena).
Para mí, estar al lado del escenario y girar hacia atrás fue, quizá, lo más emocionante: el Ágora de la Casa de la Cultura lucía llena de quienes alguna vez deliraron con esta banda, porque cada uno de ellos, en algún momento se encontró a sí mismo perdiéndose en la voz de Robe. Fue una sola voz la que cantó, la que ensanchaba el alma. Una sola voz compuesta por un montón de outsiders, quienes estuvimos (cada uno a nuestra particular manera) bordeando los abismos, haciendo equilibrio en la nada…  
Escucho la voz de Robe y siento el corazón temblando en la garganta, pienso en mis cicatrices, en los amores que tuve y en los que nunca tuve, entonces canto y mi voz ya no es mi voz, es la de todos nosotros, y eso,  pienso, es personal e intransferible.
Fotografía: Emilia Albán.
Publicado originalmente en "La Barra Espaciadora". (http://labarraespaciadora.com/editorial/extremoduro-o-maneras-de-quemar-la-ciudad-el-romanticismo-de-la-calle/)