El amor de mi vida era un pastor alemán. Tenía más pelo que de costumbre y una oreja caída, los ojitos tristes y alegres a la vez. Se llamaba Momo. Hasta ahora recuerdo el olor de su comida, sus patas enormes, su sonrisa. Cuando llegaba del colegio, venía corriendo y me quitaba la mochila. Entonces jugábamos durante horas revolcándonos en el piso y persiguiendo gallinas.
Un día (no diré cómo) nos separamos. Aunque por entonces ya sabía que podía confiar más en los perros que en los humanos, nunca más quise tener otro: así de dolorosa fue la separación. Por otro lado, no me creo capaz de cuidar ni siquiera una planta. Me han contado historias de peces que mueren porque sus amos los confunden con los muebles y se olvidan de alimentarlos y me parece horrible. Ni si quiera puedo hacerme cargo de seres inertes: pierdo celulares, carteras, fosforeras, esferos... Ya mucho trabajo tengo lidiando con mi propia humanidad. Sé que en el fondo puede ser miedo, que no he superado el duelo por Momo, que todavía lloro a mares cada vez que veo la escena de Futurama en la que el perrito Simurdiera espera en 1998 a que Fry regrese del futuro. Puede que sean esas las verdaderas razones por las que me he negado a tener una mascota y menos aún, un perro. Mi mecanismo de defensa se acerca al síndrome de Diógenes, una anomalía que consiste en dejar de desear y poseer para evitar un sufrimiento posterior. Es mejor no tener nada que perderlo todo.
Hace unas semanas, mi madre se mudó a otro país y dejó en mi pequeño departamento todo lo que había en su casa. Y cuando digo todo me refiero a todo. Todo. Cajas con adornos, licuadoras, colchones, zapatos, lavadoras y, claro, un perro, su perro, el perro de su casa, nuestro perro. No me pude negar a cuidarlo después de que mis hermanas, con lágrimas en los ojos, me dijeron cosas como estas: “No tienes corazón”, “Es el perro de la familia”, “Por dios, ¡es un ser vivo!”. No tuve opción. Cogí un plato que había dejado aquí mi ex novio y, con el respeto que el perro se merece, vertí allí un chaulafán ( que yo me hubiera comido feliz) y esperé a que lo devorara con ansiedad, como quien degusta un banquete. Eso no sucedió. Él se acercó despacio, lo olió, y se retiró enseguida dando pasos cortitos y elegantes. ¡No tocó el arroz! Me deprimí un poco, pensé que ese había vuelto vegano, pensé que los vegetarianos que me insultaron indignados en columnas pasadas, se regocijarían sabiendo que el perro (quien solía ser mi fiel compañero de comida chatarra cuando yo visitaba la casa de mi madre) también se ha vuelto vegetariano. Gracias a Dios, eso no sucedió. Parece que el can, más que vegano, es anoréxico. No come pan, ni comida balanceada. Solo come queso mozarella y snacks de fiestas. Le gustan los doritos y las papas fritas, es decir, todo lo que podría comer en un cumpleaños infantil o más bien dicho, en una reunión de señoras. Quizá porque es un frensh puddle, sus gustos alimenticios se parecen a los de una señora que toma el té con sus amigas.
De cualquier manera, este, como todos los demás, es un perro descomplicado. Se conforma con una paseo, un hueso, una pelota. Vive de cosas simples, como el amor verdadero. Mientras caminamos y siento la brisa de la mañana, vemos muchas cosas, ninguna importante. Destellos de imagen-sensación-tacto que pasan muy rápido y hacen que mi mente cambie de estado. Pasear al perro me hace pensar que no necesito nada (quizás un iPod o cualquier dispositivo para escuchar música), pero nada más más... o casi nada, (que no es lo mismo pero es igual).
(DINERS)
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