Tenía tres años
y las guarderías me causaban una mezcla de terror y náusea, depresión y vacío
existencial. Me acuerdo clarito de mi lonchera azul, del termo con tapa roja;
la ilusión y la angustia de mi primer día en Pre-Kinder.
Cris, mira los
juguetes, mira qué linda la escuelita, insistía mi mamá, pero sus palabras causaban el efecto inverso. Mientras más me lo decía, más terrorífico me parecía
ese universo de colores. ¿Quiénes eran esas personas ajenas con las que me
abandonaban? Cuando mi mamá se iba, yo no me quedaba solamente llorando,
no. Yo gritaba hasta ponerme azul.
Mordía a las “tías”. Pateaba donde podía. El clímax sucedió una mañana en la que,
después de un cuadro en el que seguramente escupí a la profesora o algo
parecido, me llevaron castigada a la oficina de la Señora Rectora. Ella me
miraba con severidad. Entonces, sin saberlo, realicé mi primer acto heroíco y anarquista,
a los tres años. Vomité sobre su escritorio, como propuesta revolucionaria. Y esa fue
mi venganza adelantada al sistema educativo. Supongo que fui expulsada.
Después de pasar
por varias apuestas de educación alternativa, decidí quedarme en la más
tradicional. La belleza de una señorita maestra que había sido Reina de Quito
derrocó a cualquier pedagogía humanista. No me importó la educación Montessori,
la cabellera de la chica que a mis ojos parecía un Hada, hizo que me quedara,
al fin, en el Pre- Kinder.
Miento si diría
que no quiero que mi hijo Lucas vaya a la guardería. De hecho, me he sentido
culpable al escuchar a las otras mamás cuando dicen que si pudieran nunca les
mandarían a sus hijos al colegio… que es
una suerte pasar con ellos todo el día. La mayoría de mamás suelen encontrar justificación en que escolarizar a sus hijos es la única salida para poder trabajar, es decir, mientras haya dinero de por medio, están perdonadas. Pero mi razón personal no es solo económica, es que necesito tiempo para mi ¿suena agresivo, no?. Después de pasar dos años y medio en la
casa, jugando, lavando platos, trabajando cuando él duerme, he perdido un poco
el sentido del tiempo, de mi misma; me he convertido en un ser fusionado cuyo
mejor traje es la pijama. Ya no sé como es el mundo, ni como soy yo… Extraño
conversar con otro adulto, trabajar en oficina, salir a una reunión de lo que
sea. Pero cuando salgo, le extraño a él. Entonces cuando al fin decidimos que a
partir de este año el Lucas irá a la escuelita, no pienso en el tiempo que
añoraba y al fin tendré, sino en el abismo.
Cuando llegamos a su escuela, mira todo con atención. Contra todo pronóstico, no llora. Solo observa. Cuando le digo que ahora se quedará con su profe, me dice que sí, y me da un beso. Mientras nos vamos, ve para otro lado. Se hace el valiente. Y sí, la que llora soy yo, lloro porque entiendo que a partir de hoy se abre otro mundo, un universo paralelo en el que el Lucas hace experiencias de las que yo ya no soy parte. El bebé que abrazo por las noches es el niño que en las mañanas suelta mi seno y va hacia la aventura, hacia eso que, aunque me duela el corazón, solo le pertenece a él.
Ilustración: Mario Salvador
(Mundo Diners)
No hay comentarios:
Publicar un comentario