El rastro que deja el cometa
Francisco Maldonado Carrasco es pintor. Tiene 26 años. No es famoso. Es cuencano, pero vive en Quito. Fue torero, pero ahora es punkero. Sus cuadros me gustan mucho. Eso es lo único que sé mientras viajo en taxi hasta su casa, en el norte de la capital. No es la primera vez que lo veo. Pertenece a un grupo de amigos cercanos y alguna vez estuvimos en el mismo colegio. Sus facciones son fuertes: ojos negros, cejas pobladas, mirada infantil y a la vez valiente. “Pinta de torero mismo”, pienso mientras caminamos por la calle. Antes de entrar a su departamento, paramos en la tienda y Francisco pide a “la veci” un cartón viejo para pintar el cuadro de esta mañana. No pinta en lienzo. La gente, y sobre todo “la veci”, le regalan cartones que luego él convierte en obras. La vecina es su mecenas.
Vive en el mismo departamento que cuando era niño. Solo que ahora ya no es lo que fue cuando allí vivió la familia Maldonado-Carrasco. El lugar está lleno de detalles hechos con objetos reciclados. Una mesa hecha con madera. Pequeñas esculturas de alambre. Sobre un corcho hay fotografías de los toros, de Basquiat. Él mismo lo ha decorado junto a Carolina Araujo Ossa, su pareja, ‘la mona’, como él la llama, y con quien acaba de casarse hace poco.
A Francisco le gusta Nacho Vegas. “Recién lo estoy descubriendo. Lo empecé a escuchar por Leopoldo María”. También le gusta Panero. “No se puede escuchar Vegas todos los días, es tóxico”, le advierto. Pero no me hace caso y escuchamos ‘El hombre que casi conoció a Michi Panero’ varias veces. Después Francisco pone ‘Lucha de Gigantes’. “Solo se necesitan estas dos canciones para sobrevivir”, me dice. Estoy de acuerdo.
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Francisco pinta sobre un espejo. Ha expuesto en galerías, pero hasta ahora su plataforma más frecuente ha sido el muro, no de museos, sino de Facebook. Sus delirantes figuras se exponen al lado de fotografías de chicas mostrando los labios llenos de Chapstick mientras sostienen sus smartphones. Pero él no está tan alejado de esta impronta ‘vulgar’. También se hace selfies, no con el iPhone, pero sí con acrílico sobre cajas de cartón. Parece conocer de memoria los trazos que componen su rostro. Sé que podría hacerlo sin mirarse. Con los ojos cerrados. Los dibuja en todas partes: servilletas, cuadernos, paredes. Pero cuando le pregunto quién es el personaje de una de sus pinturas que para mí es definitivamente él, me responde que no lo sabe. Francisco no siempre es consciente de que se retrata. “Son caras que no sé de dónde vienen ni a dónde irán. Mi hermana me dice que soy yo”. Estoy de acuerdo. Esos seres anónimos que él desconoce son variaciones de sí mismo. Sombras abandonadas que no saben que son sueño de otro. Pedazos de sí mismo. No en vano, el caballete de Francisco es un espejo. Una peinadora con un espejo roto sobre el que pone el cartón. Aunque pinte un paisaje, su propia imagen lo acompaña en silencio, desde el otro lado del espejo. ¿Por qué esa necesidad de autorretratarse?, le digo, esperando una respuesta rebuscada, con citas de Deleuze. Pero me sorprende con una respuesta pragmática, sencilla: “Porque uno siempre está a la mano. Soy el modelo más cercano. El que nunca falla”, dice riendo, pero muy en serio. Entiendo que analizar su propia obra no le compete a él. La bailarina no piensa qué pierna debe mover primero: solo baila. El artista no analiza lo que hace. Esa es la tarea sucia. Y por supuesto, la que hago yo. Francisco pinta. Como el ruiseñor canta. Como el agua corre. Y es precisamente ahí dónde radica el encanto de su obra: en la sencillez. En el trazo rápido. Fugaz. Inconsciente. Su brocha no reflexiona, intuye. Y el resultado no se parece a lo que se quiere analizar con el cerebro, sino a lo que miras con los ojos cerrados: luces destellantes, formas explosivas, estrellas fluorescentes.
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Suena ‘Shine on your crazy diamond’ y Francisco Maldonado empieza el primer cuadro de la mañana. “Todo es un caos. A mí sí me gusta eso de trabajar en el caos, pero...”, dice y lanza un brochazo fucsia. Esa mancha, producto del azar, del casi accidente, es la que le lleva hacia una forma. Lo hace directamente sobre el cartón. Sin boceto. Aunque varias veces ha pintado retratos de gente real, esta vez, como varias otras, no ha pensado en ‘el tema’. No hay imágenes preconcebidas en su cabeza. Hay un impulso salvaje en su mano. “Hay que pintar un cuadro como se comete un crimen”, dijo Degas. Puedo ver esa violencia en la mano delirante de Francisco. Él no conduce al pincel, el pincel lo conduce a él. “La inspiración no existe. O no es algo divino que te posee”, dice, y después cita a Picasso: “Si existe la inspiración que me encuentre trabajando”. Recuerdo que Picasso también dijo: “Yo no busco, encuentro”. Entonces entiendo-recuerdo-intuyo, que la pintura es una actividad mística. Después de hacer un largo camino, Siddartha dejó de buscar. Entendió que más podía aprender de las cosas sencillas que encontraba en su vida, de eso que estaba a la vista. Hallaba más valor en encontrar que en buscar. No es la razón ni las ideas, son los colores y las formas las que determinan de a poco el destino de la obra. Francisco encuentra en la pintura aquello que surge del instinto y solo es posible en el azar. En el Caos.
Francisco termina el primer cuadro. Este es el resultado:
Francisco termina el primer cuadro. Este es el resultado:
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Cuando Francisco tenía 7 años, le dijo a su madre: “Yo quiero ser torero”. Veinte años después, recuerda con ilusión y nostalgia la tarde en que su padre le llevó a ver los toros. Habían ido a ver una novillada en Riobamba. Había toreado Mariano Cruz Ordóñez. Cuando se acabó, su padre le presentó al torero y este le pasó a ver por el hotel, con su traje de luces. Desde ese día, Francisco se volvió fanático. Iba siempre a la plaza. Allí se encontraba con su tío Édgar Carrasco, quien también es pintor. Pero en aquella época eso no le importaba a Francisco. Hablaban de otras cosas, de los toros y de la vida. A los 9 años, Francisco ya estaba inscrito en la escuela de tauromaquia, y a los 10, ya era torero. “Yo era buen torero. Sigo siendo. Valiente y eso”, dice.
— ¿Qué se necesita para ser buen torero?
—Necesitas primero ser buena persona.
— ¿Cómo es eso?
—Se torea como se es, según dice Juan Belmonte. Pero en el buen sentido de la palabra, porque el que es bueno para uno es malo para otro. Se torea como se es. Entonces primero necesitas ser. Te da mucha personalidad torear. El toreo siempre es lo mismo, las faenas son monótonas. Lo que marca la diferencia es el estilo del torero poniendo su personalidad. El toreo me enseñó a ser a mí.
A los 9 años Francisco ya viajaba por el Ecuador toreando y recibía sueldo. Iba a Zamora, a Archidona, a Lago Agrio. A veces toreaba en el sur, en Solanda. Salía en bus, con su vecino que también era torero y los demás de la escuela taurina, y partían hacia lugares recónditos para enfrentarse a nuevas tientas. Cuenta que para algunos era cómico ver niños torear. Para él era serio, pero para los otros era cómico. Francisco fue el primero de la casa en tener un celular. Ganaba 40 mil sucres. Invitaba a sus amigos del barrio a comer hotdogs en las fiestas de Quito. Cuando cumplió 15, dejó de torear. “Supongo que me aburrí." “Dejé los toros y me hice punkero”.
Tres años después, de casualidad, fue con un amigo al campo y le invitaron a una tienta. Esta vez fue con converse y rapado. “Y le toreé bien a la vaca”, dice riendo, mientras piensa lo siguiente que va a decir: “Nunca fui antitaurino. Son unos cojudos los antitaurinos. Son ignorantes porque no se enteran de nada. Viven de los mitos urbanos. De una falsa sensibilidad. No son consecuentes y andan con la camiseta del Che Guevara. A los buenos punkis, como Eskorbuto, les gustaban los toros. Los toros son la muerte. Es la sangre. Lo que la gente no quiere ver. Porque le habla de sí misma. De su propia muerte. Sí, es un espectáculo violento, no lo dudo. Hay desgracia. Todo eso existe en la plaza y son cosas que mucha gente no quiere ver. Los punkis lo que quieren es ver sangre, que nos enseñen las tripas, realidad pura y dura, ¿sí o no? Francis Bacon era amante de los toros y era amante del punk. El toreo refleja lo que eres. La valentía es primordial. El punk dice las cosas de frente. Sin escabullos, ¿si se dice escabullos?, ¿o aspavientos? Me sigue gustando que la gente te diga las cosas de frente. Hoy, la pintura compensa al toreo.” Pero en la pintura de Carrasco no hay sangre. Ni muerte. Ni desgracia. Tampoco hay crestas ni mensajes subversivos. Hay éxtasis. Vida. Explosión. Energía. Luz.
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En la pared de la casa de la familia Maldonado Carrasco había un cuadro de Dalí: ‘Muchacha en la ventana’. La pintura mostraba a Ana María Dalí, hermana de Salvador, mirando el mar. Francisco también tiene una hermana llamada Ana María. Fue ella quien le regaló la biografía de Pablo Picasso. Francisco me cuenta entre risas que cuando terminó de leerla, se dijo a sí mismo: “Si Picasso puede, ¿por qué yo no?”. Lo cierto es que ese día tuvo un impulso: sacó la pintura del Gran Dalí de su marco, y en el espacio que quedaba, pintó su primera obra. Por esa época él solía visitar manicomios. Siempre ha admirado a los locos. En un manicomio encontró a una señora calva que llamó su atención. El lugar que ocupaba la pintura del surrealista más famoso, ahora lo ocupaba una mujer calva en acrílico hecha por él.
— ¿Por qué pintas?
—No sé. Es lo único que me hace feliz. Antes torear también me hacía feliz, pero en la pintura también toreas.
Cuando era niño, en las vacaciones, su madre le llevaba a Cuenca, a la casa de la abuela. Allí estaba Genaro Carrasco, otro tío suyo. “Era genial el man. Hacía un guitarrista con una lata de cerveza, dibujos con vela”. Genaro daba talleres de arte a los sobrinos. Pintaban y hacían escultura. Algunas de esas obras prematuras aún guarda su abuela, firmadas con carboncillo por Francisco niño. Sin embargo, no dejaba de ser un hobby de verano.
Solo cuando el tiempo pasó, tras pintar su primer acrílico sobre el cuadro de Dalí, Francisco ya había tomado una decisión: quería pintar. Llamó por teléfono a su tío Édgar Carrasco y la amistad se reanudó. La misma complicidad que años antes los había unido en la plaza, ahora volvía, ya no solo por los toros, sino por la pintura.
Édgar Carrasco es de la generación de Stornaiolo, Varea, Aguirre, Jácome. Aunque Édgar le ha enseñado todo a Francisco, este no ha heredado su estilo plástico. En la obra de ambos se ven búsquedas distintas. O quizá sea mejor decir hallazgos distintos. Édgar se convirtió entonces en el Maestro de Francisco. “Mi tío es mi maestro. Él me enseña a mí montón de cosas. Yo le admiro muchísimo. Si hubiese galerías en otros planetas él estuviera exponiendo ahí. Si hubiera una galería en Marte expone Carrasco ahí.”, dice.
Se acaba el disco de Pink Floyd y Francisco ha terminado el primer cuadro.
Corta otro pedazo de cartón y lo inserta en el caballete-espejo. Busca fósforos y encuentra casetes de Eskorbuto, Mortal Decision, Ilegales. Ponemos Ilegales y empieza el segundo cuadro. Mientras mezcla la pintura me cuenta que una vez pintó sobre unas fotos de Rafael Correa.
— ¿Eres correísta? —le pregunto.
—No soy ningún ‘ista’. Baterista —dice bromeando.
Es verdad. En nuestra generación no somos ‘istas’. Esos eran nuestros padres. Nosotros nacimos en un tiempo en el que ya todo está dicho y desdicho.
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Si hubiera que encasillar a la obra de Carrasco en algún ‘ismo’ yo lo pondría dentro del fauvismo. Sus pinturas siempre me han recordado a Delaunay, a Matisse. Cuando se lo digo me da la razón.
El fauvismo es la vanguardia francesa que revoluciona el color. Deconstruye la realidad, no desde la forma como lo hace el cubismo. Tampoco desde la luz, como lo hace el impresionismo, ni desde la perspectiva, como lo hace el expresionismo. El fauvismo viene de la palabra feauve, que en francés quiere decir “bestia”. Es la revolución del color. En los cuadros de los fauvistas se pueden ver cielos rojos, árboles de troncos azules, rostros extasiados por los pigmentos fuertes. La alteración de la realidad como forma de expresar la subjetividad. Alteración de los sentidos. Alteración del color. Explosión. En el impresionismo venía de fuera y en el expresionismo de dentro. Desafiar las leyes de la naturaleza, no representar ni recrear sino destruir.
Francisco busca algo entre sus cuadros arrumados. Hay tantos dibujos, pinturas, cartones, que ya no caben en el taller.
—No sé qué hacer con los cuadros. A algunos les he vendido.
— ¿Y a cuánto vendes?
—Depende del pato.
— ¿Aspirarás a vivir de la pintura?
—Sí, cuando no vendo mis cuadros le ayudo a vender los suyos a mi tío. Pero igual vives de la pintura, así no vendas. A mí la pintura me da la vida.
Encuentra el cuadro que buscaba y me lo enseña.
—Este le mandé para el salón de Julio y no me aceptaron. No les interesa. Yo no entiendo. No sé qué sea, pero yo me quedo con la pintura. A esos manes no les gusta la pintura.
— ¿Qué les gusta?
—La huevadilla. Este se llama ‘El Greco y sus panas’. Este es el Greco, los otros son unos panitas.
— ¿Y al final dónde lo expusieron?
—Le mandé a Alvarito y él sí aceptó. Es bacán la galería. Me gustó porque llegué y le encontré al mío primerito.
Aunque Francisco no es un ‘ista’, se queda en la pintura tradicional. No es un artista cool como muchos jóvenes de nuestra generación. No pretende innovar ni inventar el agua tibia con conceptos posmodernos. La suya es una búsqueda personal. Humilde. Sincera. Sencilla.
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Francisco saca otro cuadro grande.
— ¿Y ese? —le pregunto.
—Soy yo, con el Luigi. Estamos tomando Absenta. Este es el Luigi, pero él no sabe. Es que yo al Luigi le admiro full. Es como Al Pacino.
Me cuenta que para hacer este cuadro, se inspiró en otro, en uno de Cézanne. La obra de Francisco está llena de referentes. Es un homenaje al arte mismo. Ha pintado a Leopoldo María Panero, a Toulouse Lautrec, a Medardo Ángel Silva, a Miguel Ángel, y a muchos más. Me enseña el retrato de Panero. Aunque el cuadro es hermoso, me cautiva más el boceto hecho en una servilleta. Después me muestra un retrato de Alonso de Illescas. “Era un chukchas el man, pero eso no nos enseñan en la escuela”, me dice, y agrega: “Me inspiro mucho en cuadros. Igual el de Goya o el de Rubens, Saturno devorando a los hijos. Como decía el Luigi una vez: ya todo está pintado”.
Entonces lo entiendo mejor: Francisco pinta flechas. Todos somos flechas. El arte es una reelaboración. Volvemos a decir. Vegas me lleva a Panero. Panero me lleva a Francisco. Francisco a Cézanne. Cézzane a Stornaiolo. Stornaiolo a Bruegel. Nada nos pertenece. Todo nos pertenece. Cada trazo es una flecha. La creación artística consiste en hacer flechas que llevan a otro lugar, que, a su vez, es otra flecha. Una celebración a la vida. A la inspiración. Quizá más que una celebración es un homenaje. La inspiración es la inspiración misma. El hecho de celebrar la belleza del otro es lo que me conduce a mí mismo.
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El segundo cuadro está terminado y Francisco se aleja para verlo. “Mis cuadros hay que mirarlos de lejos”, dice. Estoy de acuerdo: Francisco se aproxima. Su huella se inscribe en el desenfoque. En la fugacidad. En el rasguño del Tiempo. En el rastro que deja el cometa. En el negativo, lo que supone una forma, un modelo, el ciego que mira mejor. Presiente. Atrapa. Captura. El boceto como obra final. Un viaje hacia la abstracción. Deconstruye la imagen hasta llegar a trazos que a pesar de no responder a la realidad, retratan la esencia del sujeto.
“Mis cuadros son de discoteca. Cuando pinto pienso en música electrónica y en LSD. En anfetaminas y esas huevadas. Yo creo que mis cuadros tienen algo de eso. Éxtasis. Nunca he tomado éxtasis. Solo un ácido. Pero yo no soy de ácidos. No me llama la atención nada de eso. Pero mi pintura sí vive en ese sistema de esos sentimientos. En esa fiesta”.
— ¿Por qué pintas? —insisto.
—Porque pintar es hermoso. —Me responde. Y sé que ya no necesito saber más.
(Cartón Piedra)
(Cartón Piedra)
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