Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

jueves, 20 de diciembre de 2018

Volver al cuerpo




Algunos piensan que, si se aprueba la Ley del aborto, las mujeres vamos a ir en manadas a practicarnos legrados, así, como por deporte. En un sketch de la Loca de mierda, que explica con ironía esta absurda creencia, las mujeres corren de un lado a otro en lo que a los ojos del patriarcado parecería un Apocalipsis feminista. ¿Adónde vas? ¡A abortar! ¿Por qué? ¡Porque puedo! ¿Estás embarazada? No, pero no importa, una fuerza me lleva, quiero abortaaaar! Como si la Ley del aborto fuera para que nos divirtamos abortando. No es así.

Una amiga decía que abortar debería ser “como sacarse una muela”. Simple, práctico, rápido. Nada de dolor y sobre todo, nada de cargo de conciencia. Un “aquí no ha pasado nada”. Lo que mi amiga no sabe es que eso mismo desea el patriarcado. Me dirán que no, que el patriarcado busca que no exista el aborto, pero hoy en día se aborta como se sacan muelas. Todos los días miles de mujeres se someten a legrados en condiciones precarias. El aborto existe y el Estado lo sabe. Pero no le interesa legalizarlo, y las razones están lejos de protegernos.

Algunos creerán que, mientras más desapegadas del posible feto seamos, más progres nos volvemos; creerán que la libertad máxima de una mujer autónoma es llegar a no sentir nada después de abortar. No lo creo. Tampoco creo que se trate de sentir culpa (nunca), pero sí de tener algún tipo de conciencia sobre la historia que se graba en el cuerpo. El no hacernos partícipes de esta historia es la estrategia del patriarcado, que quiere que las condiciones en las que se aborta (así como las condiciones en que se pare) creen un desvínculo entre la mujer y el cuerpo.

En nuestra cultura los procesos del cuerpo femenino son silenciados: la sangre menstrual es oculta, la lactancia es considerada obscena, los fetos son echados a la basura después de someter a las mujeres a un proceso de inconciencia en el que no ven lo que sucede en su útero. Los cólicos menstruales son callados con pastillas, el parto natural es reemplazado por cesáreas innecesarias o anestesiado con epidural. Todo lo que está vinculado a la salud/control de la reproducción sexual de las mujeres ha sido mediado a través de un tercero que por lo general es hombre (doctor, cirujano, ginecólogo) o por analgésicos que inhiben el dolor borrando ese puente de conexión con el cuerpo.

El dolor, en la cultura occidental, es negativo, pero en otras culturas es la manifestación de la vida. Por eso resulta interesante que el aborto que promueven Las Comadres (grupo feminista que ayuda a abortar) no sea con inyecciones de anestesia sino con una pastilla que provoca que brote la sangre. La sangre nos hace conscientes. Ojo, no digo que haya que abortar de esa manera ni que haya que parir natural. Cada una hace lo que quiere, o puede, con su cuerpo. Pero creo que es oportuno saber que existen prácticas obstétricas violentas que fortalecen el desvínculo con el cuerpo. Por eso pienso que es urgente tomar en cuenta al aborto como un proceso importante en la historia sexual de una mujer. Porque el aborto es censurado, no porque nadie quiera abogar por la vida del feto (aquí a nadie le importa una mierda la vida de nadie), sino porque se nos quiere quitar (o mejor dicho, no se nos quiere devolver) el poder sobre nuestro cuerpo.

Y aquí viene la ironía: en los países en los que el aborto es legal las tasas bajan. ¿Será que al tener el control sobre nuestros cuerpos podemos ser más conscientes de él? Está pasando, estamos recuperando el inmenso poder que nos fue robado, estamos volviendo, de a poco, a adueñarnos de nuestros cuerpos.

(Mundo Diners)

miércoles, 24 de octubre de 2018

Libertad o alcoholismo o: para aburrirme (ya no) prefiero sufrir




Decido salir, a los años. Necesito conversar y tomar un trago. Pido un Uber y paso por la casa de mi excompañera de juergas. Mi amiga se sube al taxi hablando por teléfono. “Te digo que no, Andrés. ¿Otra vez vas a hacer lo mismo? ¿Qué eres, bipolar? Basta, me tienes harta”. Cuelga, pero su celular vuelve a sonar y ella, en lugar de apagarlo, contesta de nuevo, fingiendo tedio. “Es una relación imposible. Terminamos el domingo y volvemos el lunes. El man es artista, ¿cachas?, un tipo raro, camina por la vida como bordeando la muerte. Llevo varias noches sin dormir. Siempre nos amanecemos hablando de cine latinoamericano o de Bukowski, y siempre terminamos discutiendo, pero luego nos reconciliamos, en la cama, claro. Está loco”. Me dice ella, entre cansada y orgullosa.

Tengo algo de envidia: ellos, en tan solo un minuto, ya han terminado y han regresado unas tres veces, y yo lo más extremo que he hecho en una semana es comer ají rocoto. Llegamos al bar. Pedimos dos cervezas mientras ella me cuenta que su nuevo amante ve a sus amigas como una potencial amenaza y se pone celoso cada vez que ella sale sin él. “¿Ahora mismo debe estar desesperado porque has salido conmigo?”, le pregunto, no sin ilusión. “Qué va, a ti no te odia, de hecho, siempre prefiere que salga contigo que con la Carla”. ¡Plop! Sabes que estás envejeciendo cuando dejas de ser la mala influencia de tu amiga. Para este sujeto yo era algo así como una tía a la que hay que visitar por rutina. No representaba ningún peligro. Claro, es que mientras mi amiga pasaba jornadas intensas de sexo, literatura y lágrimas, yo pasaba jornadas intensas de cambios de pañal y Netflix. ¿Sería el final de mi juventud?

Hace unos años, otra amiga (mayor que yo) puso en Facebook, parafraseando a Sabina, “Yo no quiero un amor civilizado”, a lo que respondí: “Yo sí”. Porque en esa época era yo la que se amanecía bebiendo con algún poeta desquiciado. Esa frase de Charly García, “para aburrirme prefiero sufrir”, era mi lema en ese entonces. Y hasta recuerdo que, cuando mi vida era demasiado “plana”, yo misma me encargaba de producir una escena para darle sabor. Por ejemplo, si una relación whatever iba a terminar así en seco, yo prefería llorar o romper algo para que termine como debe de ser. Si ya va a terminar, que termine bien, con escena y todo, pensaba yo. ¿Era amor o patetismo?
Mientras mi amiga sigue hablando, dejo de escucharle y me invade la nostalgia. Recuerdo esos tiempos en los que escapábamos de los bares robándonos las copas. Qué hermoso era ir de bar en bar con la posibilidad de otro bar. (¿Qué es la felicidad sino la posibilidad de un bar abierto?). Me doy cuenta de que en todas mis fantasías de libertad hay siempre un trago. Es que no se puede ir “de café en café”, un café se toma una vez, ¿no? Hay que estar siempre ebrio, había dicho Baudelaire. Pero esto, ¿es libertad o es alcoholismo? ¿Hay alguna diferencia?

Mi amiga sigue hablando del novio loco, su celular suena, y ella contesta y putea y cuelga. Empiezo a sentir pereza. Y frío. El friki tiene razón, no represento ningún peligro. Lo que quiero es regresar a mi casa a dormir. Pido otro Uber, regreso pensando en la vejez, en el amor, en el alcohol, en cómo hacer para estar siempre ebria sin alcohol. Miro por la ventana. La noche quiteña sigue ahí. Y seguirá. Como me dijo un amigo en el chat: “Ya vendrán días en que quieras salir corriendo, y entonces el mundillo te recibirá con su bella frivolidad”. En la cama, metidos entre las cobijas y con una luz suavita, duermen el Mario y el Lucas. Me saco los zapatos, me acuesto a su lado.

(Mundo Diners)

martes, 18 de septiembre de 2018

Agujero Negro



¿Salir de la infancia cultural?







Creo que fue Werner Herzog el que dijo que un director de cine puede incluso no ver cine, pero que no le perdona el hecho de no leer. La literatura es una de las principales herramientas del cine, o por lo menos, del buen cine. Ojo, no es que los realizadores deban ser unas enciclopedias vivas, pero sí se quiere hacer una película medianamente decente la lectura debe estar entre los hábitos del director o directora. Agujero Negro, la segunda película de Diego Araujo, es una película con un mundo literario, y no porque cuente la historia de un escritor.

La primera secuencia establece de entrada una estética que recuerda a la Nueva Ola Francesa: blanco y negro, música de fondo, un personaje que habita una ciudad misteriosa y romántica. Victor, así se llama él, camina por un Quito que no parece Quito sino una ciudad de una película de Godard, una ciudad que parece otra ciudad, una ciudad inventada. La voz en off de Victor empieza su relato parafraseando las primeras líneas de El guardian entre el centeno, de Salinger. Lo que sigue se entremezcla con los créditos de cabecera, y narra, de forma rápida y a manera de cuento o fábula, la historia de amor de Victor (Victor Aráuz) y Marcela (Daniela Roepke). La cita a la Nueva Ola cobra  más sentido cuando la reciente pareja, en uno de sus encuentros, pasa al lado de un afiche de Jules et Jim, esa maravillosa película de Truffaut. La historia no acaba de empezar y ya hemos entrado de cabeza a su mundo. 



El argumento de Agujero Negro podría ser fácilmente el de alguna película de Woody Allen: un escritor cuya primera novela (9 Hits) le dio respeto en el mundillo intelectual y  llevó a que lo nombren “ uno de los 25 secretos mejor guardados de la nueva literatura latinoamericana”, ya va cinco años intentando escribir su segundo libro y teme  quedar en el olvido. Es justo ahí cuando Marcela, que ya es su novia hace tiempo, se queda embarazada, y él, claro, entra en crisis. Teme pasar de moda, teme que la llegada de su hijo, que él percibe como la llegada inevitable de la adultez, sea el fin de su creatividad literaria, teme dejar de ser el secreto mejor guardado, o mejor dicho, convirtirse en secreto (guardado) para siempre. Entonces huye. Prefiere ir al parque a buscar inspiración en lugar de conectarse con el embarazo de Marcela, quien está, obviamente, cada vez más sola. En el parque conoce a una adolescente, Valentina (Marla Garzón), que de alguna manera le devuelve las ganas de escribir, o de vivir, da igual. Para Victor ella representa una supuesta libertad, quizá la juventud…   





La película alcanza una serie de metalenguajes, empezando por las referencias constantes a la literatura y al cine, como la escena del tenis entre Valentina y Victor, que recuerda a Blow Up, a Match Point, hace pensar en esa relación estética entre el tenis y la literatura, o la escena del baile de Valentina, que parecería una cita a la coreografía de Band Apàrt. Pero quizá la metáfora más fuerte tenga que ver con Salinger. Victor se identifica, por supuesto, con Holden Caulfield, ese personaje que quiere guardar la inocencia ante todo. A Victor, como a Holden, le duele crecer. No quiere convertirse en un ciudadano más. Anhela la pureza de la adolescencia, y por eso está tan aterrado de asumir la adultez que supone aceptar su rol de esposo y padre. Le teme a esa sensación de verse viejo, o no, no es eso, es peor que eso:  es el temor a no haberse dado cuenta de que se ha vivido, a mirar atrás y ver el camino recorrido y de alguna manera sentir que no ha sido uno quien lo ha atravesado, a no saber a qué rato ha pasado el tiempo. Al agujero negro, ese que mientras uno hace “otras cosas” en lugar de vivir, se lo traga todo.


La película  no maneja un lenguaje solemne, de hecho, se percibe cierto tono irónico. Araujo retrata con humor al circulillo intelectual quiteño. Empezando por el personaje de Victor, que es una especie de parodia del escritor misántropo y burgués, esto queda clarísimo en la ya citada primera secuencia en la que la cámara se detiene y encuadra el nombre del bar al que entra Victor: El Pobre Diablo, bar  donde solían reunirse los quiteños intelectuales de clase media. Otro momento del mismo tipo es el cameo del cineasta quiteño Javier Izquierdo. Mientras Victor queda embelesado con Marcela, Izquierdo parecería improvisar una pequeña crítica sobre la novela de Victor. Sus diálogos suenan como los que se han escuchado en cualquier fiesta del medio quiteño-intelectual. Y si no quedara claro, está la escena del auto en la que Victor le dice a Marcela que siente excluido porque no le han mencionado en un artículo sobre escritores ecuatorianos publicado en El Comercio en el que mencionan a Varas (Eduardo Varas, escritor guayaquileño)  y a Picachú (se refiere a Juan Fernando Andrade, escritor y editor de esta revista) pero no dicen nada de él. Para no ir más lejos, en el mismo hecho de que Victor sea “uno de los 25 secretos mejor guardados de la nueva literatura latinoamericana”.  Aunque desde cierta mirada esto podría parecer localista, es oportuno recordar que es muy típico del cine Indie posicionar a sus personajes categóricamente en un entorno burgués. Además estos detalles le dan a la película una dosis de verosimilitud, estas chispas de ironía y de autoreferencia hacen que sea una película única, la alejan del cliché a la que fácilmente hubiera podido caer debido a sus interminables citas en la puesta en escena. 



Algunas decisiones de dirección de la segunda película de Diego Araujo (el balnco y negro, el formato 4-3) hacen pensar en el movimiento cinematográfico denominado por algunos críticos como  "Mumblecore" que viene de ya citada Nueva Ola Francesa, del cine de Woody Allen, y que se caracteriza por el naturalismo,  por tratar las relaciones de pareja, por entrelazar la tragedia y la comedia, por principalizar la historia a un gran despliegue de puesta en escena. Las primeras películas consideradas mumblecore, eran, por ejemplo, las de Eric Rohmer o algunas de Jean Luc Godard, también las de Woody Allen, sobre todo Manhattan, algunas de Jim Jarmush (como Stranger than paradise o Mistery Train).  Alrededor del año 2008, debido a una fuerte influencia del movimiento indie, surge un regreso de esta tendencia con películas como Frances Ha, Wendy y Lucy o Tiny Furniture. En cuanto a Latinoamérica, como una especie de antítesis al realismo social, surge también una corriente cuya mirada ya no está dirigida hacia las grandes temáticas sociales sino hacia las historias minimales. Entonces tienen lugar una serie de películas, hijas de estos grandes movimientos independientes, que también se caracterizan por aspectos similares a los antes citados: la mayoría de sus protagonistas son jóvenes, están filmadas en blanco y negro, tienen una estética minimal, su diálogo se caracteriza por un cierto encanto en la trivialidad. La mexicana Temporada de Patos (2004), la mexicana Güeros (2014), la uruguaya 25 watts (2001) y la argentina 76 89 03 (2000) son algunos ejemplos. Curiosamente todas estas películas surgen después del fin del realismo social, es como si sólo después de haber cerrado ese tema (o gran tema) el cine se permitiría la posibilidad de contar historias más íntimas, pero más burguesas también. Es como si irónicamente se podría reconocer cierta (madurez?) del cine cuando logra (o gana el derecho) de narrar estas historias más mínimas… o en otras palabras,  como si el cine madurara contando historias de gente inmadura, o gente que madura. En el caso de Araujo se puede ver ese mismo salto en sus dos películas. Pasa de una temática social (Feriado) a una más intimista o independiente (Agujero Negro)  Entonces es inevitable preguntarse: ¿Será que después del boom de películas que siempre estaban vinculadas de cierta forma hacia temáticas sociales (feriado bancario, delincuencia, violencia familiar) el cine ecuatoriano empieza a contar historias más independientes?,  y por último, ¿Será eso salir de la infancia cultural a la que se refiere Victor en la misma película?...  No lo sabremos, por ahora, sabemos que tenemos en cartelera una película divertida, refrescante,  que definitivamente vale la pena ver.

(Mundo Diners) 

lunes, 3 de septiembre de 2018

Para qué inventar un Walter White cuando tenemos a Luisito Rey (A propósito de Luis Miguel, la serie)








Aceptémoslo, somos unos adictos a las telenovelas. Aceptémoslo, las series son las nuevas telenovelas, telenovelas aptas para millenials. Sólo Netflix tiene la capacidad de hacer que un cantante de pop que ya casi no se escuchaba, sea ahora el tema de conversación de todo el mundo. Porque ahora todos hablan de Luis Miguel. Las mamás, los adolescentes, los rockeros, las amas de casa, los oficinistas, todos. Antes de su serie, para un buen grupo de gente, Luis Miguel no era más un un artista indudablemente virtuoso pero cuyo tiempo había pasado y ahora no hacía más que sumarse a la lista de celebridades endeudadas.  Quizá por eso cuando salió la serie nadie se esperaba que atrás de ese “niño bonito” que no había sido lustra botas como Juan Gabriel hubiera una historia tan desgarradora. Ni la más entreverada telenovela mexicana es tan dramática como la vida de El sol de México. Un padre dual, que cultiva su genio pero destruye a la familia, una madre que desaparece sin dejar rastro. La historia ya estaba escrita. Casi que los guionistas de Luis Miguel, la serie,  no tuvieron que hacer más que transcribir los hechos de su vida, que es más compleja que cualquier engranaje de la ficción.

La serie, que hasta ahora tiene alrededor de 300 millones de espectadores, maneja dos tiempos. En el primero son los años ochenta. La familia Gallegos acaba de llegar a México buscando futuro. Luisito Rey (Óscar Jaenada), un artista virtuoso pero frustrado, se da cuenta de que su propia carrera no tiene oportunidades pero que la de su hijo, Luis Miguel (Diego Boneta, Izan Llunas, Luis de la Rosa) en cambio, promete demasiado. Vemos a Marcela Basteri (Anna Favella) como una madre completamente entregada a la que le parecería imposible abandonar a su familia. En el segundo tiempo, un Luis Miguel ya famoso, busca a su madre que ha desaparecido. Nadie sabe cómo. En el camino se da cuenta de que su padre le ha ocultado muchas cosas relacionadas a este hecho. Nos preguntamos: ¿Qué pasó en el medio?, ¿Por qué desapareció la madre?, ¿Cómo alcanzó la fama?. Estas preguntas que oscilan entre estos dos tiempos son el mayor hallazgo de la estrategia de los guionistas.

Una de las constantes en la fiebre de las series de moda es que sus protagonistas son antihéroes. Los buenos pasaron de moda, son los villanos los que tienen cosas más interesantes que decir.Vemos la historia desde el punto de vista del villano, nos identificamos con él, lo entendemos. Ejemplos de ello son Breaking Bad, Mad Men, Los Soprano, etc.  Luego esta tendencia influye también en las series latinoamericanas, con la diferencia de que en este caso los personajes ya no son ficticios (Escobar, Chávez, El Chapo). Parecería que no hace falta inventar un Walter White cuando existe un Luisito Rey. Si Ecuador hiciera su serie de Netflix, ¿cuál sería el personaje? ¿El cuentero de Muisne?,  ¿Abdalá, la serie?, ¿Correa, una historia real? 

¿El genio nace o se hace?, ¿Ese Luis Miguel que arrasó con el público de Viña del Mar en 1990 hubiera sido posible sin su padre?, ¿Ese Luis Miguel al que se le ocurrió la idea brillante (o al menos así está planteado en la serie) de hacer covers de canciones populares hubiera sido posible sin Luisito Rey?... He aquí la maestría de la serie: el personaje de Luisito Rey (interpretado por el gran Óscar Jaenada que ya hizo su aparición en Piratas del Caribe y sorprendió en otra biopic, Cantinflas, por el gran parecido con el original)  

Además que el trabajo del actor es magistral, el personaje de Luisito Rey está muy bien construido. Por un lado es el monstruo capaz de drogar a un menor de edad, a un menor de edad que además es su hijo, un mosntruo al que no le importa nada más que la fama y el whisky, que engaña a su mujer y claro, lo más fuerte, capaz de “desaparecer” a su mujer con tal de controlar la fama de su hijo (o al menos esto es lo que sugiere la serie, aprobada por el propio Luis Miguel) . Pero ese mismo monstruo es capaz de tocar la guitarra increíblemente, y, sobre todo, de heredar su devoción por la música a su hijo. Ese mismo mosntruo es el que, antes del concierto de Viña del Mar, se sienta con Miky (así le dicen a LM en la serie)  se pone a tocar, y se transforma. Por eso estremece tanto (cuidado, alerta de spoiler) la escena en la que Luis Miguel sale de un concierto y su padre le espera con una pata de chancho, a manera de reconciliación, pero él pasa de largo. Luisito Rey se queda solo,  empieza a sonar La Malagueña, esa canción que le enseñó a su hijo y que fue la primera que cantaron juntos. Esa canción que resume la devoción por su hijo, por la música, el amor, el odio, el dolor. Si dejaban el estribillo se nos partía el corazón. Luisito Rey encarna al  padre del genio, ese padre dual, que ama y somete a su hijo, ese padre que se parece al padre de Mozart, al de Bethoven, que es perverso pero riguroso, que inculca la música con sangre. Nos preguntamos si eso que llamamos genio, eso que se llama éxito, no es un don divino sino el resultado de una educación severa, una mano dura, un sacrificio de sudor y sangre.

Sabemos que la serie es buena porque ¿de cuándo acá un millenial, o un metalero, o un punkero o simplemente alguien cuyo oficio nada tiene que ver con el pop, de repente se interesó por la vida de una estrella pasada de moda?. Sabemos que la serie es buena cuando nos sorprendemos, un sábado cualquiera, escuchando Luis Miguel en vez de nuestro repertorio de rutina. Sabemos que la serie es buena porque Luis Miguel ya puede pagar sus deudas. La serie está bien tiene factura cinematográfica. Las actuaciones funcionan, sobre todo, como ya hemos dicho, la de Óscar Jaenada. El guión atrapa tanto que después de que el capítulo termina nos ponemos a googlear sobre la vida de Luis Miguel, o nos dedicamos a buscar en YouTube alguna pista sobre la desaparición de Marcela. De todas maneras me pregunto ¿qué hubiera pasado si no se estrenaba en Netflix sino en Televisa?, es decir, ¿qué hubiera pasado si en vez de la elegante etiqueta de “serie” hubiera estado catalogada como el temido género de “telenovela”? ¿Hubiera tenido el mismo pegue?, ¿La hubieran visto los millenials?, ¿La hubiera visto yo?. 

(Babieca)