Lo recuerdo
bien: el corazón latiendo en la garganta, la sangre hirviendo de adrenalina,
esa mezcla de terror y deseo. Me acercaba despacio, sudando frío, y con un hilo
de voz le preguntaba su nombre, o la hora, o si sabía por dónde pasaba el bus.
Hablarles a los chicos nunca (me) ha sido fácil, pero (casi) siempre lo he
hecho primero que ellos. Por eso amé Lady Bird, porque a esa edad yo también
quería vivir una experiencia (a como dé lugar), y porque yo también les hablaba
primero a los chicos. Muerta del miedo pero les hablaba.
A los catorce yo
quería un novio mayor. Que esté en quinto o sexto curso, si iba a la
universidad, mejor. Como en mi colegio solo había menores, con mis amigas decidimos
entrar a la Alianza Francesa a conocer chicos. Pero, ¿Cómo hablarle a un
chico?, ¿hay algo más difícil en este mundo que hablarle a un chico?. Solo
siéntate, hazte la interesante y espera a que vengan, me decía una amiga. Pero
yo era demasiado impaciente para sentarme a esperar, pero también demasiado
tímida para hablarles primero. Lloraba
mientras le acompañaba a fumar a mi mamá y pronunciaba las frases de La Tigra:
Yo quiero que pase algo, yo necesito que pase algo!!!. ¿Pero qué quieres que
pase? Ya está pasando y no te das cuenta, me decía ella. Y en parte era verdad,
ya estaba pasando, pero yo quería algo más, yo quería una experiencia, una puta
experiencia. Mi mamá me sugirió que para romper el hielo les pidiera la hora.
Mis amigas y yo
inventamos un juego. Después de la clase de francés nos sacábamos el reloj y
cada cuál tomaba su rumbo. Algunos chicos me invitaban a tomar un café, otros
me preguntaban a qué colegio iba, claro que otros me decían las sexys palabras
como “las cuatro y veinte”. Al cabo de un tiempo me reunía de nuevo con mis
amigas a ver quién había conocido más chicos. Porque obvio, era un
concurso.
Pedí la hora a
muchos, menos al que me gustaba de verdad, el más raro, por supuesto. Por
suerte fue él el que se acercó a mi. Pero luego desapareció y lo único que se
me ocurrió fue hacerme amiga de su amigo. Le pedí la hora en una exposición.
Nos caímos bien y antes de irse escribió su teléfono en una servilleta y me
dijo: “espero tu llamada, me gustan las chicas que dan la iniciativa”. ¿Hay
algo más difícil que llamar por teléfono a un chico? La hermosa y noventera
sensación de levantar el auricular, marcar, y esperar con el corazón latiendo. Una
semana después lo hice, y cuando lo pusieron al teléfono le dije: llamo a dar
la iniciativa. Hoy, 17 años después, sigue siendo mi mejor amigo. Y aunque no funcionó mi plan con su amigo, me
presentó a otro que ahora es mi esposo.
Recién hice un
viaje corto. Entre trámites y agetreos pasé por una plaza, ahí había una chica tocando el ukelele. Me
dieron ganas de acercarme y hablar con ella ¿Quién eres?, ¿Qué haces?, ¿Cómo te
llamas?, Oye, me gusta mucho tu canción. No lo hice. No hay tiempo para hablar
con la gente en la calle. No se habla con desconocidos. ¿Hay algo más difícil
que hablarle a una chica?.
Deberíamos,
todos, sentarnos en las plazas y preguntar. No pedir la hora, ¿a quién le
importa la hora?, Si todos nos vamos a morir qué más da que sean las cinco o
las siete. Por qué no preguntarle a un ilustre desconocido ¿qué estás leyendo?,
¿qué opinas de Kant?, ¿Quieres tomar un café? ¿Hay algo más difícil en este
mundo que hablar con la gente?.
(Mundo Diners)
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