Yo era inmortal. A los siete años todos somos inmortales. Y a los veintiuno, más inmortales. Esas pequeñas apariciones de la muerte parecen sólo esporádicas espinas en el corazón. Espinas ajenas. Los demás morirán, yo, nunca. Morir es una mala costumbre de los otros. Y entonces pasa, ves una fotografía de hace tres años y descubres que eres otra (¿Cuántas mujeres somos? ¿Cuántos seres humanos es un ser humano? ¿Cuántas mujeres habitan en una mujer y se transforman como el río? ¿mutan la piel en una sola y múltiple mujer que una y es millones?) Y no es una arruga, ni menos cabello, ni algo en el cuerpo (eso es lo de menos) sino el brillo en los ojos. Eso que no es tangible, que no se puede nombrar, pero ya no está.
Una sociedad que no acepta la muerte no
puede aceptar la vejez. Pero si la vejez es discriminatoria, la vejez femenina
lo es más aún. En nuestra sociedad para una mujer es más fuerte el miedo a
envejecer que el miedo a morir. “No es que los hombres envejezcan mejor, sino
que a ellos sí se les permite envejecer y a nosotras no” dijo Carrie Fisher, la
princesa Leia. En el imaginario colectivo la sabiduría que la vejez otorga a la
mujer es desacreditada al relacionarla inmediatamente a la decadencia la , imagen
que deviene en el arquetipo asociado a la mujer más temido por la cultural
machista: La Bruja. La Bruja es el claro ejemplo de cómo el patriarcado
convierte la sabiduría femenina en fealdad/maldad/perversión para desacreditarla. En el caso de
los hombres la sabiduría que llega con los años es celebrada y se transforma en
sensualidad. Ejemplos de ellos son el cliché del profesor de filosofía (sabio)
con su joven y guapa alumna 20 años menor (nada sabia, pero "bella", claro). Al revés sólo hay excepciones. Para
ellos la vejez es un premio, mientras que para nosotros, un castigo
Tal vez el cuerpo femenino cambie más
que el masculino, sí. Empezando porque nosotros vemos nuestra sangre una vez al
mes. Una vez al mes vemos el líquido que nos da vida, que nos recorre, las
posibilidades de vida y de muerte. Nuestra sangre. Una vez al mes sangramos,
nos des-sangramos, expulsamos algo de vida para siempre. Por eso a las mujeres que
están menstruando no se les permite asistir a ceremonias de ayahuasca: el
movimiento energético que genera una mujer es enorme. No hablemos de gestar y
parir. El cuerpo después de tener uno, dos, tres hijos. El cuerpo de las
abuelas.
Es irónico: vivimos para amar, pero
cada vez que amamos, morimos un poco. La misma explosión del amor trae consigo un
abismo. La experiencia existe por el amor, pero el amor solo es posible a
través del dolor; parece que de la misma materia que está hecho el amor está
hecha la muerte. Crecer (o envejecer) es
perder la inocencia. Es como si tuviéramos que pagar con luz por la
experiencia. La experiencia sería una mezcla amarga de vida y muerte. Entonces un
cuerpo que ha vivido/amado es un cuerpo desgastado, pero respetado, valorado, porque es señal de que ha vivido, claro, si es
masculino. Para el imaginario masculino la mujer solo sería amable antes de
envejecer, es decir, antes de que su cuerpo haya acumulado la suficiente
experiencia. Antes de que haya amado. La mujer que ama es la que vive, sufre, se transforma y trasciende. Así,
envejecer es una amenaza de soledad. Las mujeres preferimos morir a envejecer
porque envejecer significa, en esta sociedad, no ser amadas. Por eso luchamos, también, por cosas que no se
pueden escribir en leyes. Porque no se puede establecer una ley que obligue a honrar
el rostro de las abuelas, las arrugas en sus manos que son coladas de maicena, ni
los senos de las mujeres después de amamantar, que son vida y dan vida, ni el vientre después
de parir, ni las huellas, la experiencia de que ha dado vida. No existe una ley
que nos permita, a la vez, amar y ser amadas.
(Mundo Diners)
Imagen: "El mar/sueños" Quiquina Massini
Imagen: "El mar/sueños" Quiquina Massini
No hay comentarios:
Publicar un comentario