¿Salir de la infancia cultural?
Creo que fue Werner Herzog el que dijo que un director de
cine puede incluso no ver cine, pero que no le perdona el hecho de no leer. La
literatura es una de las principales herramientas del cine, o por lo menos, del
buen cine. Ojo, no es que los realizadores deban ser unas enciclopedias vivas, pero
sí se quiere hacer una película medianamente decente la lectura debe estar
entre los hábitos del director o directora. Agujero Negro, la segunda película
de Diego Araujo, es una película con un mundo literario, y no porque cuente la
historia de un escritor.
La primera secuencia establece de entrada
una estética que recuerda a la Nueva Ola Francesa: blanco y negro, música de
fondo, un personaje que habita una ciudad misteriosa y romántica. Victor, así
se llama él, camina por un Quito que no parece Quito sino una ciudad de una
película de Godard, una ciudad que parece otra ciudad, una ciudad inventada. La
voz en off de Victor empieza su relato parafraseando las primeras líneas de El
guardian entre el centeno, de Salinger. Lo que sigue se entremezcla con los
créditos de cabecera, y narra, de forma rápida y a manera de cuento o fábula,
la historia de amor de Victor (Victor Aráuz) y Marcela (Daniela Roepke). La
cita a la Nueva Ola cobra más sentido
cuando la reciente pareja, en uno de sus encuentros, pasa al lado de un afiche
de Jules et Jim, esa maravillosa película de Truffaut. La historia no acaba de
empezar y ya hemos entrado de cabeza a su mundo.
El argumento de Agujero Negro podría ser fácilmente el de
alguna película de Woody Allen: un escritor cuya primera novela (9 Hits) le dio
respeto en el mundillo intelectual y
llevó a que lo nombren “ uno de los 25 secretos mejor guardados de la
nueva literatura latinoamericana”, ya va cinco años intentando escribir su
segundo libro y teme quedar en el olvido.
Es justo ahí cuando Marcela, que ya es su novia hace tiempo, se queda
embarazada, y él, claro, entra en crisis. Teme pasar de moda, teme que la
llegada de su hijo, que él percibe como la llegada inevitable de la adultez,
sea el fin de su creatividad literaria, teme dejar de ser el secreto mejor
guardado, o mejor dicho, convirtirse en secreto (guardado) para siempre. Entonces
huye. Prefiere ir al parque a buscar inspiración en lugar de conectarse con el
embarazo de Marcela, quien está, obviamente, cada vez más sola. En el parque
conoce a una adolescente, Valentina (Marla Garzón), que de alguna manera le
devuelve las ganas de escribir, o de vivir, da igual. Para Victor ella
representa una supuesta libertad, quizá la juventud…
La película alcanza una serie de metalenguajes, empezando
por las referencias constantes a la literatura y al cine, como la escena del tenis entre Valentina y Victor, que recuerda a Blow
Up, a Match Point, hace pensar en esa relación estética entre el tenis y la
literatura, o la escena del baile de Valentina, que parecería una cita a la
coreografía de Band Apàrt. Pero quizá la metáfora más fuerte tenga que ver con
Salinger. Victor se identifica, por supuesto,
con Holden Caulfield, ese personaje que quiere guardar la inocencia ante todo. A
Victor, como a Holden, le duele crecer. No quiere convertirse en un ciudadano
más. Anhela la pureza de la adolescencia, y por eso está tan aterrado de asumir
la adultez que supone aceptar su rol de esposo y padre. Le teme a esa sensación
de verse viejo, o no, no es eso, es peor que eso: es el temor a no haberse dado cuenta de que
se ha vivido, a mirar atrás y ver el camino recorrido y de alguna manera sentir
que no ha sido uno quien lo ha atravesado, a no saber a qué rato ha pasado el
tiempo. Al agujero negro, ese que mientras uno hace “otras cosas” en lugar de
vivir, se lo traga todo.
La película no maneja
un lenguaje solemne, de hecho, se percibe cierto tono irónico. Araujo retrata
con humor al circulillo intelectual quiteño. Empezando por el personaje de
Victor, que es una especie de parodia del escritor misántropo y burgués, esto
queda clarísimo en la ya citada primera secuencia en la que la cámara se
detiene y encuadra el nombre del bar al que entra Victor: El Pobre Diablo, bar donde solían reunirse los quiteños intelectuales de
clase media. Otro momento del mismo tipo es el cameo del cineasta quiteño
Javier Izquierdo. Mientras Victor queda embelesado con Marcela, Izquierdo
parecería improvisar una pequeña crítica sobre la novela de Victor. Sus
diálogos suenan como los que se han escuchado en cualquier fiesta del medio
quiteño-intelectual. Y si no
quedara claro, está la escena del auto en la que Victor le dice a Marcela que
siente excluido porque no le han mencionado en un artículo sobre escritores
ecuatorianos publicado en El Comercio en el que mencionan a Varas (Eduardo
Varas, escritor guayaquileño) y a
Picachú (se refiere a Juan Fernando Andrade, escritor y editor de esta revista)
pero no dicen nada de él. Para
no ir más lejos, en el mismo hecho de que Victor sea “uno
de los 25 secretos mejor guardados de la nueva literatura
latinoamericana”. Aunque
desde cierta mirada esto podría parecer localista, es oportuno recordar
que es muy típico del cine Indie posicionar a sus personajes categóricamente en un entorno burgués. Además estos detalles le dan a la película una dosis de
verosimilitud, estas chispas de ironía y de autoreferencia hacen que sea una
película única, la alejan del cliché a la que fácilmente hubiera podido caer
debido a sus interminables citas en la puesta en escena.
(Mundo Diners)