"Odio la realidad, pero es el único sitio donde se puede comer un buen filete"
-Woody Allen
Preferí la cabeza a la tierra. De niña, mis cuadernos de matemáticas estaban llenos de dibujos de extraterrestres o astronautas. Cuando empezaban las clases, también empezaba una película en mi mente. Puede que en parte haya sido por la miopía, es cierto, pero prefería el mundo interior al exterior.
Recientemente, en una clase de inglés a
la que asisto, tuve que hacer un ejercicio que consistía en describir
acciones a partir de una imagen. Utilicé perfectamente la gramática
requerida, pero hubo un detalle: no usé el dibujo; es decir, me inventé
otra historia. Creo que esta anécdota podría resumir mi historia
académica. Allí donde los otros miraban el borde, yo veía el vacío; si
todos veían la isla, yo veía el agua. Tal vez sea una mirada extraña o
simplemente dislexia, pero eso que me hace ser quien soy, es lo mismo
que llevaba a los profesores a hacerme bullying, porque todos sabemos
que son ellos quienes más lo ejercen. Hoy en día me reconozco
completamente inútil en varios aspectos de la vida práctica y no me
importa, pero en esa época, en la infancia, sí me molestaba, como
una pequeña espina en el corazón. Tal vez haya sido eso lo que me llevó a
buscar un mundo que fuera más habitable. Tal vez haya sido un mecanismo
de defensa, nunca lo sabré, pero los libros, los cuadernos en blanco,
las pinturas, los sueños, las películas, se convirtieron en el único
lugar seguro para mí.
Podría afirmar que vivía en las nubes. Allá, en ese reino que se parece al del agua, el tiempo pasa más lento, pero no existen los buenos filetes ni las experiencias. Además, ese mundo se empieza a agotar si en el otro (en la realidad) no pasa nada.
Llegué a la Tierra por voluntad propia,
no debido a un “golpe brusco” o a una circunstancia externa. Yo admiraba ese mundo fantástico en el que mis amigos hacían cosas
maravillosas e imposibles como tener relaciones sentimentales, hornear
pasteles de vainilla o fabricar nuevos seres humanos. Para mí esas
tareas terrenales resultaban lejanísimas y por lo mismo eran un reto.
Entonces, en un punto, abandoné las nubes para
infiltrarme, como una agente secreta, en los dominios de la realidad.
Desde entonces voy tambaleando. Es difícil caminar en la Tierra cuando
una solo se ha movido por los caminos acuáticos/espaciales del
interior. Solo en la realidad se pueden conseguir un buen filete y una
buena cerveza, sí, pero solo en la realidad está ese afán de la gente
por llegar más rápido a ninguna parte y por “alcanzar la perfección”. Es
curioso, pero muchas veces esa sed de trascendencia, de éxito, se opone a la vida.
"Mi mano derecha es una golondrina. Mi mano izquierda es un ciprés", dijo Huidobro. Mi mano ciprés, la que se aferra a la tierra, es la que me lleva a pensar que debería leer más, hacer más ejercicio, conseguir un trabajo fijo, publicar un libro, ir más allá, siempre más allá....
Pero la mano golondrina me salva.
La
semana pasada estuve en el hospital debido a una intoxicación severa.
Mientras el suero llegaba a mis venas, el cerebro (o el corazón) evocaba
imágenes para resistir. Lo curioso es que ninguna de estas imágenes
tenía que ver con las preocupaciones que suelo tener a diario. De las
tinieblas de la memoria emergía despacio la mano de mi hijo sujetando la
mía en medio de la oscuridad, el olor del mango en diciembre, una
mañana de agosto en el páramo, la presencia de mi madre en un viaje a la
playa: de repente, sin razón, ella se volteaba y, desde el asiento
delantero del carro en el que viajábamos, me miraba. Mi madre sonreía
como si solo ella y yo supiéramos algo. ¿De qué éramos cómplices? De
nada más que de ser compañeras en esta nave.
(Mundo Diners)
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