Algunos hablan del futuro
Pero mi amor habla suavemente
Porque no hay mayor éxito que el fracaso
Y el fracaso no es ningún éxito
-Bob Dylan
Los poetas no termian sus poemas,
los abandonan
-Paul Valéry
El uno era robusto, el otro flaco. El uno prefería el café, el otro el té de manzanilla. El uno tomaba vino, el otro agua. El uno era bueno en matemáticas, el otro en sociales. Digamos que el uno, el artista, se llamaba Z, y digamos que el otro, el robusto, el pragmático, se llamaba A. Z había leído muchísimo (tal vez demasiado) y soñaba con ser escritor, pero cuando le preguntaban por sus propios textos, decía, un poco para hacerse el interesante y un poco en serio, que el mejor escritor jamás escribe, o escribe mentalmente. A le admiraba en silencio y después de que Z leyera en voz alta pasajes de libros que A jamás había escuchado, se iba a la biblioteca y averiguaba sobre las teorías y los autores de los que su amigo hablaba.
Pasaron los años. Z, al que no le importaba el tiempo, se dejó llevar por su flujo. En cambio A se convirtió en un escritor famoso. Le invitaban a congresos, viajaba a Ferias del Libro, firmaba autógrafos. Mientras más resonaba el nombre de A, Z se hacía invisible. Por muchos intentos de orden, su naturaleza le devolvía al caos. Había confundido ciudades con pieles, amores con resacas, se había perdido en el mapa estelar de su vida, ese que él mismo había trazado y alguna vez fue una espiral perfecta. Su barba había crecido y ya casi no tenía amigos. Tampoco tenía dinero ni trabajo. Pero su mente seguía intacta, como una ecuación escondida en la arena. Se había transformado en una estrella lejana, tal vez más brillante que cualquiera, pero a la que nadie observaba. Muchos de sus amigos del pasado se preguntaban qué había pasado con esa luz que en la adolescencia prometía una explosión, pero lo cierto es que su lema pasado paracía haberse hecho realidad: era un falso escritor, un "escritor" sin libro. Aunque escribía en su cabeza, su “obra” no existía. Y tal vez su vida tampoco, porque más que una persona parecía un fantasma. A Z le gustaban las cafeterías y los aeropuertos porque eran lugares en los que la gente estaba pero no estaba. A veces iba a las salas de embarque aunque no tenía ningún viaje, y otras, se instalaba en alguna cafetería e iba cambiando de mesa durante el día entero. Ahí miraba pájaros y vagabundos y escribía en servilletas que luego olvidaba. A veces sentía que sus ideas se desprendían de su cerebro (o de las servilletas) y volaban, dispersas, por el aire, como pedazos de cristal o mariposas. Entonces alguien, por lo general A, las encontraba, y luego Z se enteraba en la radio, una mañana cualquiera, que alguien, por lo general A, se había hecho millonario gracias a una idea que había llegado a él, volando desde el cielo.
Registra tus ideas, ponles tu firma, valora tu tabajo, le decían con fercuencia a Z, pero él no sabía hacer trámites, y sobre todo, sospechaba que al empezar a cobrar por sus relatos se le acabarían las ganas de escribir, igual que a los amantes se les acaba el deseo cuando formalizan su relación. A había pensado que si Z no hacía nada con sus ideas, incluso era irresponsable dejarlas morir. Ese pensamiento le liberaba de la culpa cada vez que alguien le felicitaba por sus libros.
Alguna vez Z había sospechado que A le había traicionado, pero en seguida había llegado a la conclusión de que el único traidor era él mismo. A un un paso de poner el último ladrillo, la torre se desmoronaba, quizá por una falla de raíz, pensaba Z, todo parecía sólido pero no era así, había una piecita, muy pequeña pero imprescindible, que tambaleaba y terminaba por destruirlo todo. Pero no era así, ninguna pieza fallaba, lo que en realidad pasaba era que algo, muy adentro suyo, quizá su sombra, no quería que terminase nada. Cuando estaba a punto de poner el punto final, otra idea le coqueteaba, entonces Z abandonaba su posible libro y miraba a su nuevo proyecto igual que Orfeo regresa a ver atrás y pierde para siempre a Eurídice.
Le decían perdedor, perdido, loco. Pero en el fondo de su corazón, que a veces se parecía a una laguna profunda y oscura, estaba escondido su libro, ese que nunca escribiría, tal vez porque sabía que empezar a nombrarlo era empezar a perderlo.
(Mundo Diners)
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