Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

miércoles, 22 de mayo de 2019

Instrucciones para escribir (o bailar) en la cabeza





Recuerdo a  mi madre tocando la flauta traversa en el baño. La veo a lo lejos, envuelta en humo de cigarrillo, mirándose en el espejo y tocando. Podía haber ido a la sala o a su cuarto, pero prefería acomodarse en ese baño de azulejos celestes, el baño de visitas, con su atril, sus partituras y un cenicero. Quizá era el único lugar que sentía propio.
Escribo en un estudio que comparto con el Mario. Muchas veces imagino (o siento) que escribo en la cocina. Tal vez porque en nuestra anterior casa así lo hacía, y no porque no tuviera otro espacio, sino porque lo sentía más cálido, y porque me sentía cómoda con la posibilidad de un café cerca. Ahora, aunque escribo en un lugar supuestamente destinado solamente al trabajo de escritorio, el mundo doméstico no me abandona, tal vez porque en esta habitación “propia”, que no es tan propia porque en el matrimonio casi nada lo es, la puerta no puede estar cerrada por mucho tiempo. Si tardo mucho, el Lucas da golpecitos y grita “¡Mamá!”. Entonces debo interrumpir mis textos y salir a buscarlo. Otras veces me llama la olla del arroz, que está a punto de quemarse. 
Cuando me dicen que aproveche el tiempo y salga a tomar un café o a conversar con amigas, prefiero invertirlo en buscar un lugar para escribir. Después de hacer un recorrido por el barrio con mi computadora en mano y probar cada tipo de café, llegó a la conclusión de que la biblioteca es el mejor lugar, no tiene música a todo volumen, está rodeada de libros. Hago chasquear mi teclado "Genius" bajo la solemne pintura de tres hombres blancos letrados. No pasa mucho tiempo hasta que un joven me interrumpe, no se puede concentrar con el escándalo de mi teclado comprado en almacén chino. Como es un muchacho ilustrado, educado y leído, me propone una solución y él mismo me acomoda en una cabina personalizada. Ni el sonido de una mosca. Abro mi texto, las palabras fluyen, pienso que si alguna vez muero y voy al cielo, iría a una biblioteca. Pero luego veo el reloj y entiendo que debo volver a casa. Decido que lo mejor será esperar a la noche, escribir cuando todos duerman. García Márquez dijo alguna vez que no existe mejor sueño que “escribir sin que nadie joda”. A veces parece tarea imposible. 

Recuerdo el “despacho” de mi abuelo materno. Tenía una plaquita verde que decía “Miguel Ángel Varea Terán”. Vagamente recuerdo el olor de sus libros, la textura de su escritorio de madera.  ¿Y mi abuela? A ella la recuerdo leyendo, pero jamás en un “despacho”, jamás en una habitación propia, jamás como una actividad seria, sino como parte de la cotidianidad. Mientras mi abuelo trabajaba en cosas “serias”, ella hablaba con las plantas, miraba paisajes desde la ventana, cuidaba a los hijos, a los perros y a los nietos, preparaba té con hojas de cedrón que arrancaba de un árbol, les daba de comer a los pájaros y les contaba sus sueños, tomaba café acompañada de su radio portátil. De cuando en cuando, ella se refugiaba en “el cuarto chiquito”, una habitación minúscula que estaba destinada a los huéspedes. Mi mamá me cuenta que se metía ahí como huyendo de la cotidianidad, del marido, de los hijos. Recuerdo también el estudio de mi abuelo paterno, con botellas de champaña y chocolates que escondía en un cajón. Mi abuela paterna tampoco tenía un despacho, tal vez tenía despecho, había acabado la universidad, que para su época era bastante, pero después de casarse ya no pudo ejercer su carrera: los hijos vinieron uno después de otro. Jamás tuvo una “habitación propia”.
Mi padre tocaba la guitarra en la sala. Mi madre tocaba la flauta traversa en el baño. Yo odiaba el sonido de la flauta. Lo que ella amaba era una amenaza para mí. ¿Sentía lo mismo que siente mi hijo cuando me ve escribir? ¿Será que los hijos nos ponemos celosos de esas actividades porque sabemos que nos excluyen? ¿Sabemos que, en esos momentos, las madres dejan por un ratito de ser madres y se van a un lugar muy íntimo? ¿Será ese lugar la habitación propia?
  
Pienso en Virginia Woolf preguntándose dónde y cómo debía (o podía) escribir una mujer; preguntándose en qué imagen le correspondía a una escritora. Amo imaginar a su pescadora/escritora cazando ideas con un fino anzuelo en lago de la consciencia. Pero tampoco puedo evitar pensar que a Virginia Woolf una tía le heredó una pensión vitalicia de por vida. Y que no tenía hijos y sí empleados y empleadas. Luego pienso en Anaïs Nin escribiendo sus diarios a escondidas, pensando en qué hacer para publicarle los libros a Henry Miller,  negándose a tener una hija porque quería vivir tan solo como amante y artista, y la maternidad representaba una amenaza contra esas dos figuras; pienso en Sor Juana Inés de la Cruz huyendo a un convento para poder escribir en paz, luego me acuerdo de que mi prima me contó que su abuelita, la gran Alicia Yánez Cossio, solía escribir encerrada en el clóset. También pienso, no sé por qué, en  Isabel Allende, en que fue de las pocas mujeres que escribieron en la época del boom pero nadie la consiedra, jamás, como parte del boom, ¿será el precio que debe pagar por ser exitosa y ser mujer? ¿o será que de verdad es mala mala? no sé, no he leído sus libros, tal vez porque "escritores serios" me han dicho que son malos.  Pienso en Simone de Beauvoir negándose a la maternidad para poder conservar su labor intelectual. Pienso en Jean Austen escribiendo sus novelas en la sala de estar, en todas esas mujeres que tuvieron que decir que eran hombres para poder escribir, como Mary Ann Evans (George Eliot) o las hermanas Bronte, o  Colette,  en Mary Shelly firmando Frankenstein con el nombre de su marido, en Louisa May Alcott escribiendo en la cocina. Leí Mujercitas por obligación en la escuela y la verdad ya casi no me acuerdo, pero la imagen de May Alcott escribiendo en la cocina no se me borra. Amo esa imagen. Y no sé por qué también me lleva a pensar en Sylvia Plath, que sí tuvo dos hijos, suicidándose en la cocina. No es que soy devota de Plath pero esa imagen siempre me persigue un poco, una mujer, una escritora, metiendo su cabeza en el horno en uno de los inviernos más fríos. No sé por qué, esta escena me recuerda un poco a esa esposa triste de Las Horas interpretada por Julianne Moore, que está leyendo a Woolf y contiene sus lágrimas mientras hace un pastel para el cumpleaños de su marido. Hace un pastel en la cocina.  Esa cocina en el que lo doméstico y lo intelectual confluyen y luego se estrellan, la cocina como el corazón de la casa, el pan, el horno, el fuego, y después esa misma cocina como escenario de muerte.  

“Seré franco… una mujer no debe escribir, no haga libros; traiga niños al mundo”, le dijeron a Aurora Dudevant, quien tuvo que usar el seudónimo de George Sand para poder publicar. Leí que en la Edad Media había un proverbio que decía en latín: “Aut liberi aut libri”, que significa “hijos o libros”. Y que eso es lo que se les imponía a las mujeres, que elijan. Lo uno o lo otro, las dos cosas, jamás.  Y las mujeres que optamos por ambas cosas, ¿qué?

El otro día un amigo me preguntó si estaba escribiendo algo,  le dije que sí y se ilusionó,  pero cuando le conté que era algo relacionado a mi maternidad pude ver el desencanto en su rostro. Me acordé que no solo él piensa que todo lo relacionado al cuerpo femenino no merece ser narrado. No es interesante hablar de menstruación, de menopausia, de partos ni de hijos. Hélène Cixous hablaba de la "escritura blanca", escribir con la leche materna, decía. Me gusta esa idea porque incluye el cuerpo femenino, el cuerpo materno, ese que ha sido excluido de los grandes temas de la literatura universal. Me acuerdo de un gran texto que escribió la Gaby Paz y Miño para Nido Parlante en el que se describía a si misma escribiendo en pijama, rodeada de tazas de café, y no como la imagen romántica del genio escritor en su despacho sin interrupciones.
Aprender a escribir con interrupciones. Escribir sin pretender que lo doméstico no exista. Tener la capacidad de desdoblarse. Ser un millón de mujeres. Quizá sea muy romántico pero me gusta pensarme como araña, como mujer doble, triple, capaz de escalar la conciencia mientras preparo café.  Ser madre que escribe es eso, aprender a escribir mientras se cocina, mientras se lleva al hijo de la mano al parque, mientras se lava los platos. Pienso automáticamente, inconscientemente, en Alicia Alonso. Leí en alguna parte que cuando se quedó ciega aprendió a bailar en su cabeza. Bailar en la cabeza, escribir en la cabeza. Se parece un poco a esa libertad de la que escribió Ursula Le Guin que implica saberse autónoma el momento en que se escribe, así dure poco.  De alguna manera, una especie de resistencia. Por eso no quita que también se deba aprender a encontrar un tiempo a solas. Un tiempo sin interrupciones. Tiempo para escribir y nada más que escribir. También es legítimo. También es posible y necesario. Porque si encontramos tiempo para hacer tareas domésticas o trabajar en algo más, seguro existe también tiempo para escribir, lo que pasa es que  no siempre creemos merecerlo, porque a las mujeres que no tienen hijos les han dicho que escribir es cosa de hombres, y a las que si tenemos hijos nos han dicho que si ya elegimos parir, mejor nos olvidemos de escribir.
 
Termino este texto en la noche, mientras mi hijo y mi esposo duermen. No lo veo, para nada, como un acto heroico o sacrificado, de hecho, lo siento un privilegio. Reconozco que para mi hay algo de bello en eso de escribir mientras los demás duermen. A veces tengo que detener mi actividad, regresar a la cama y darle la teta a mi hijo, hasta que se duerma otra vez. Tampoco considero esa interrupción como una traba, porque cuando después vuelvo, despacito, a mi computadora,  ya no veo este texto con los mismos ojos, porque mientras he estado amamantando a mi hijo he pensado en cosas, he visto estas mismas palabras con los ojos cerrados. He pensado en las mujeres escribiendo en el clóset, en la cocina, en la cabeza, en el convento, escribiendo con traje de hombre. He honrado sus fantasmas y he recordado con devoción sus plegarias, reescribir el cuerpo, como pedía Woolf, reecribir el mundo, como pedía Le Guin. Entonces he regresado, despacito a este escritorio, a esta habitación propia bella e interrumpida,  para entender que las mujeres que queremos escribir necesitamos entender que el tiempo para escribir nos pertenece, y también, un poco, aprender a bailar en la cabeza.

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