Amo y odio a Lars von Trier. El mayor transgresor, pero también el más pretencioso. El niño terrible de Cannes. El único creador/destructor que para romper los dogmas, crea dogmas.
La mujer y la madre. La dama y la hembra. La Santa y la Puta. La mujer parece estar dividida para Lars von Trier, quien la concibe como una serpiente oculta. Asocia a la maldad con la feminidad, como si dentro del clítoris hubiera una sustancia venenosa, maligna, mortal...
Ninfomaniac, la película más prometedora del director que en algún momento se propuso destruir el cine, no me cambió la vida. La portada que mostraba a la sensual, oscura y blanca Charlotte Gainsbourg, desnuda al lado de dos negros, no justificó una película medida, pensada, e incluso, amanerada. El director que hizo un retrato tan desgarrador de la depresión con Melancolía, esta vez no logró captar la esencia de la problemática del sexo. Ni la belleza. Ni quizás, tampoco, el horror.
Se dice que Antricristo, Melancolía y Ninfomaniac podrían ser una trilogía sobre la depresión. Tal vez. Sin embargo, creo que Melancolía funciona como pieza poética única y, como obra cinematográfica, es infinitamente superior a las otras dos. Tiene otro corte. Otra estética. Otra impronta. Cada fotograma es pasado. Nostalgia. Dolor y Belleza. Pero esa es otra historia. A lo que voy es a que tanto Anticristo como Ninfomaniac me parecen un poco excesivas. Transgreden tanto que se despojan de su mismo significado. Estas dos películas sí están en un mismo paquete, tanto que Gainsbourg parece atravesar los dos filmes con la misma problemática.
Imposible no comparar a Ninfomaniac con Anticristo si hasta el propio Lars le hace un guiño explícito al filme.
En Anticristo, Gainsbourg representa a una mujer que tras la muerte de su hijo, se aisla en en el bosque con su marido. Y allí se pierde, intentando escapar de la muerte con el sexo y desencontrándose más de sí misma. En Ninfomaniac, Joe es el personaje sediento representado por dos actrices radicalmente opuestas: Stacy Martin y Charlotte Gainsbourg.
Pero no hablemos del personaje de Anticristo ni del de Ninfomaniac, hablamos de Charlotte Gainsbourg. Ella (quien es la protagonista de los dos filmes y algunos más de Lars Von Trier) parece atravesar las distintas películas de este director con la misma sed: vida, pasión y muerte de nuestra señora anticristo. Recordemos la primera secuencia de Anticristo: el pene entra en la vagina en blanco y negro. La luz revela el aura del acto sexual, en cámara lentísima. El bebé gatea, abandonado. Händel los lleva en silencio. Por un segundo, los ojos de la madre miran al niño en peligro. En alguna parte, Era y Afrodita luchan. Charlotte explota de placer y el bebé cae por la ventana, lento, lentísimo, viajando despacio entre los atiempados copos de nieve. Entonces cae al piso blanco, y ella tiene un orgasmo. Muerte y sexo. Lars von Trier da a luz al personaje femenino dual o, mejor dicho, dividido. Madre y amante no pueden convivir en el atormentado cuerpo de Gainsbourg. Ella encarna la aberración, un cuerpo que, tras buscar el alma, desagarra su piel (sin darse cuenta de que el alma es piel). La mujer deja de lado la cultura, el trabajo, la lactancia y se abandona. Se vuelve animal. Vuelve a Lo Real.
Charlotte Gainsbourg interpreta a la Joe adulta en el filme de Lars von Trier.
El brillo en sus ojos devela algo maligno. Su rostro complicado, su
cara larga, sus arrugas, su nariz grande. Ella es la suma de errores,
esa creación imperfecta, esa humanidad flaca y desproporcionada que
revela el caos interno. Ginsburg es la mujer, mientras que Stacy Martin
es su opuesto: nariz respingada, piel de porcelana, labios finos.
Belleza vulgar que no se compara a la naturaleza de Charlotte. Mosquita
muerta que quizá tendría encanto si hubiera contradicción. Es decir, si
vestida operara como animal y desnuda como monja (o al revés) algo
funcionaría, el personaje crecería. Pero Stacy Martin folla vestida. Ese
personaje es igual con todos. Igual de plano. La joven Joe abre las
piernas en los baños del tren y se deja penetrar como si le estuvieran
sacando una muela. No reacciona. La relación extraña ninfomanía/frigidez
es interesante, pero creo que debió ser un resultado y no un origen.En el capítulo ‘Delirio’ todo parece tener mayor sentido. Joe se moja en el entierro de su padre. Reaccionar sexualmente a la crisis es normal según Freud. Y aquí está el conflicto de la película, la problemática de Lars. La pulsión de vida (Eros) opera inconscientemente contra Thanatos (Muerte). Hay una misteriosa y estrecha relación entre el sexo y la muerte. Creación y destrucción.
Ninfomaniac presenta un retrato del sexo sin placer. El orgasmo iluminado -uno de los pocos momentos bellos de la película- que eleva a Joe hacia el cielo, como un milagro, es un momento de Gracia en el que el placer —la belleza-el deleite— hablan del misterio del sexo y su relación con lo Divino. Sin embargo, después, no hay placer. El encuentro sexual es para Joe un desencuentro. Dos cuerpos que se abrazan. Absurdos, lejanos, que intentan encontrarse en la oscuridad con torpeza. Pero cada caricia es una confusión. Cada roce un silencio. El orgasmo es un grito desesperado en otro idioma que el amante no entiende. Dos lenguas distintas que se entrelazan y que, mientras más se tocan, más se alejan.
El encuentro para Joe funciona así: cada acercamiento físico representa una distancia espiritual. El sexo no une, aleja. El coito reafirma la soledad. Y el viaje es adictivo y ansioso, y provoca otra búsqueda que, paradójicamente, la aislará más. Ese acto torpe de abrazar al otro con los ojos cerrados, de presentir un cuerpo en la oscuridad y apegarse a él con violencia, con intentos torpes de calor que solo consiguen silencio. Distancia. Esa antropofagia sublimada que es el sexo. La posibilidad de descargar en el otro aquello que no sabe de sí misma. Joe folla hasta deshacerse de su cuerpo, hasta no ser. Hasta sacarse la piel y sangrar y descubrir que tras ella no hay nada. Hasta morir. Y seguir viva. Y volver a devorar.
Y aún tener hambre
(Charlotte Zombie)
Un hambre sin hambre. El hambre de Charlotte es solo hambre: no gusto, no placer, no sensación. Coma lo que coma, tiene hambre. Nunca nunca nunca, es suficiente. Mientras más devora, más desea. No. “Desear” no es la palabra justa. En el hambre de Charlotte no hay una pizca de deseo. Solo hay hambre. No es deseo, es pulsión. Reproducir la actividad hasta despojarla de su signo. Repetir la actividad hasta despojarla de su alma. Insistir, como la plasta. La pulsión primaria que, como dice Zizek que dice Lacan, no existe, insiste. Y esa repetición ni siquiera lleva al infierno, sino al limbo; a algo más aterrador que la muerte. A un estado en el que no está viva ni muerta. Como una lombriz que se divide infinitamente y sigue viva. Se sigue moviendo. La Cosa.
La vagina es un agujero negro. Un tragaluz que lo devora todo. Un túnel cuya puerta conduce al vacío. Un punto misterioso, desconocido, oculto. Al contrario de la vagina murakamiana que es un túnel que conduce al interior, al corazón de uno mismo, el túnel de Gainsbourg lleva al despojamiento de sí mismo. A la división del cuerpo y del alma. A un no lugar fuera de sí. El sexo, que es creación per se, en este caso es muerte. No, ni siquiera es muerte (porque la muerte de alguna manera también es vida), pero tampoco es vida. Es ese espacio que acaba con el ciclo vital. La no-vida, la no-muerte que aparece por medio de la repetición insesante que lleva a perder el alma sin matar el cuerpo. Horror. Excepto dos o tres momentos, las escenas no son tratadas con belleza, sino con horror.
La adicción surge de una prohibición. La prohibición de una ley moral. En un punto, Joe se siente culpable por sentir placer sexual en momentos de muerte. Luego, atraviesa esa frontera y ya no siente culpa. Al no sentir culpa tampoco siente placer. Cuando desaparece la culpa desaparece el placer. Su ninfomanía deviene en frigidez y necesita golpear su cuerpo para sentir. Ver su sangre para comprobar que está viva. Entonces la película devela un dilema más perverso e interesante: ¿existe placer sin culpa?, ¿o es mera pulsión? ¿no hay visos de moralismo al retratar el lado oscuro del sexo? O, mejor dicho, ¿cuál es el lado oscuro del sexo?, ¿puede el sexo tener un lado oscuro?, ¿ese lado oscuro no tiene que ver con la culpa?, ¿con el exceso?, ¿con las sed femenina que es mal vista y es llamada ‘ninfomanía’ cuando en los hombres se llama ‘apetito sexual’? La mujer sexual, hambrienta sexual, es concebida por el hombre como un monstruo. Su placer debe ser anulado. Esa sed sexual es una amenaza feroz para los hombres que tienen pesadillas con vaginas dentadas. Ella es la mayor pesadilla del imaginario masculino: la mujer/monstruo que castra al hombre. Quizá en señal de defensa, el hombre se adelanta y niega el placer femenino por miedo a ser castrado. Lo niega mostrando a una mujer-bestia que destruye todo con la vagina. El placer femenino concebido con horror tiene visos de moralismo. Sí, el irreverente Lars von Trier oculta un moralismo (¿quién no es moralista ?) o una neurosis —si es que hay alguna diferencia—. No podemos escapar a la cárcel de los opuestos binarios: para ser irreverente es necesario ser conservador. O si no, recordemos la escena famosa en la que Buñuel, enfermo en su cama, rezaba a Dios y después lo negaba. Todos los occidentales somos caólicos-neuróticos aunque no creamos en Dios. Ni en Freud. Porque somos culpables y provocamos culpa. Una máquina de dar y recibir culpa. Presos de un placer que está a la sombra de la culpa. Porque desear lo prohibido es lo más moralista que existe, está a la sombra de los opuestos binarios. La imagen de la monja prostituta es un estereotipo del deseo católico (que, obviamente, incluye a los no católicos, que quizá son los más católicos). ¿Cómo escapar?, ¿Cómo romper con la cadena viciosa opuestos binarios? El deseo no es sólo biológico, no solo es pulsión sexual, instinto, sino otra cosa, que tiene que ver con algo más… Con algo invisible. Y quizá en este punto sea una utopía pretender amarse sin fantasmas.
(Cartón Piedra)
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