Desde niño Hermann
Hesse supo que era un poeta. Pero no uno de aquellos que busca componer versos
armónicos: uno de verdad, uno que se atreve a buscarse a sí mismo. Su primer
paso fue, como el de todos los grandes, destruir. Rebelarse contra “el padre”,
la institución, la academia, el pasado. Le costaba creer que una sola persona
pueda ser dueña de la verdad. Su espíritu le llevó, desde pequeño, a buscar más
allá. Criticó la cobarde prepotencia de los maestros. Se rebeló contra un
sistema de educación caduco que imponía y no cuestionaba. Al igual que sus
personajes, no se conformó con los libros ni las personas: trazó su propio
camino y hacerlo le constó sangre.
Su juventud estuvo
marcada por temporadas en psiquiátricos, intentos de suicidio, cambios
permanentes escolares. El viaje que
hacen los personajes de sus libros siempre tiene origen gracias a la crisis.
Solo en el caos el pájaro puede temblar y romper el cascarón. Y, tras hacerlo,
el personaje –ya sea Demian, Siddartha, Hesse, Harry Haller– busca a Dios, un
objetivo imposible de alcanzar sin conocer la oscuridad. Demian se refugia en
las tabernas. Se siente perdido. Pasa por el exceso hasta caer en una irremediable
resaca que le conduce a una abstinencia que parece ser parte esencial del
camino. Esto se refleja más en Siddartha, quien huye al bosque con los ascetas
y se entrega a la meditación y al ayuno. Superar las pasiones de “los hombres
niños”. Concebir al deseo como origen del dolor e intentar superarlo. Sin embargo,
la abstinencia radical no es la solución al sufrimiento. Siddartha entiende que
el hambre, la sed, el aislamiento, en exceso, también son formas de evadirse a
sí mismo. De huir. Demian presiente que en su ser existen formas oscuras que
también son parte de su sangre. Negar la condición humana parece imposible en
el camino de la espiritualidad que propone Hermann Hesse.
Aunque Abraxas
existe como deidad, es la metáfora de la unión de todas las caras de los seres
humanos. Lo divino y lo demoníaco como un solo concepto. Y es aquí cuando Hesse
recuerda a Rimbaud. Su actividad literaria no solo está en las letras: es un
viaje que incluye al cuerpo y que destruye el tiempo. Un viaje en el que es
preciso vivir-se. Explorar el camino interior y exprimir cada una de sus
posibilidades. Nuestra sociedad no acepta la contradicción. Peor aún la
multiplicidad. Para Hesse la verdad no puede ser estática y permanente: es una
variación y se multiplica en el agua. Como el río de Heráclito: somos todas las
mujeres y todos los hombres, bien y mal conviven en cada uno de nosotros.
Nuestra piel será estrella y esa estrella será Mujer. Devengo. No soy: voy
siendo.
Hesse reivindica al
ser humano. Lo invita a despertar del letargo: “Ningún hombre ha llegado a ser
él mismo por completo. Unos no llegan nunca a ser hombres. Se quedan en
lagartijas, ranas u hormigas”. Para intentar ser por completo uno mismo es
preciso despertar, romper el cascarón, tener consciencia. Pero Hesse también –y
quizá esto es lo más generoso de su exploración– desmitifica la idea del
buscador como un mártir, del ser espiritual como ser superior y sacarificado
que trasciende los deseos banales de los otros hombres. Al final del viaje,
Siddartha tiene una revelación: “Ahora le parecía que esos humanos pueriles
eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos perdían ante él lo
ridículo, se volvían comprensibles, simpáticos e incluso venerables". Hermann
Hesse acaba con la idea de espiritualidad como sacrificio, como camino
tortuoso en el que para ser santo es
preciso negar el cuerpo. Concibe al ser humano no como un Dios que supera sus
pasiones y se abstiene. Tampoco como un animal sin consciencia que solo vive al
día. Sino como un ser de luz que también tiene estómago.
(Ache)
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