Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

lunes, 15 de septiembre de 2014

Hermann Hesse: luz con estómago





Desde niño Hermann Hesse supo que era un poeta. Pero no uno de aquellos que busca componer versos armónicos: uno de verdad, uno que se atreve a buscarse a sí mismo. Su primer paso fue, como el de todos los grandes, destruir. Rebelarse contra “el padre”, la institución, la academia, el pasado. Le costaba creer que una sola persona pueda ser dueña de la verdad. Su espíritu le llevó, desde pequeño, a buscar más allá. Criticó la cobarde prepotencia de los maestros. Se rebeló contra un sistema de educación caduco que imponía y no cuestionaba. Al igual que sus personajes, no se conformó con los libros ni las personas: trazó su propio camino y hacerlo le constó sangre.

Su juventud estuvo marcada por temporadas en psiquiátricos, intentos de suicidio, cambios permanentes escolares.  El viaje que hacen los personajes de sus libros siempre tiene origen gracias a la crisis. Solo en el caos el pájaro puede temblar y romper el cascarón. Y, tras hacerlo, el personaje –ya sea Demian, Siddartha, Hesse, Harry Haller– busca a Dios, un objetivo imposible de alcanzar sin conocer la oscuridad. Demian se refugia en las tabernas. Se siente perdido. Pasa por el exceso hasta caer en una irremediable resaca que le conduce a una abstinencia que parece ser parte esencial del camino. Esto se refleja más en Siddartha, quien huye al bosque con los ascetas y se entrega a la meditación y al ayuno. Superar las pasiones de “los hombres niños”. Concebir al deseo como origen del dolor e intentar superarlo. Sin embargo, la abstinencia radical no es la solución al sufrimiento. Siddartha entiende que el hambre, la sed, el aislamiento, en exceso, también son formas de evadirse a sí mismo. De huir. Demian presiente que en su ser existen formas oscuras que también son parte de su sangre. Negar la condición humana parece imposible en el camino de la espiritualidad que propone Hermann Hesse.

Aunque Abraxas existe como deidad, es la metáfora de la unión de todas las caras de los seres humanos. Lo divino y lo demoníaco como un solo concepto. Y es aquí cuando Hesse recuerda a Rimbaud. Su actividad literaria no solo está en las letras: es un viaje que incluye al cuerpo y que destruye el tiempo. Un viaje en el que es preciso vivir-se. Explorar el camino interior y exprimir cada una de sus posibilidades. Nuestra sociedad no acepta la contradicción. Peor aún la multiplicidad. Para Hesse la verdad no puede ser estática y permanente: es una variación y se multiplica en el agua. Como el río de Heráclito: somos todas las mujeres y todos los hombres,  bien y mal conviven en cada uno de nosotros. Nuestra piel será estrella y esa estrella será Mujer. Devengo. No soy: voy siendo.




Hesse reivindica al ser humano. Lo invita a despertar del letargo: “Ningún hombre ha llegado a ser él mismo por completo. Unos no llegan nunca a ser hombres. Se quedan en lagartijas, ranas u hormigas”. Para intentar ser por completo uno mismo es preciso despertar, romper el cascarón, tener consciencia. Pero Hesse también –y quizá esto es lo más generoso de su exploración– desmitifica la idea del buscador como un mártir, del ser espiritual como ser superior y sacarificado que trasciende los deseos banales de los otros hombres. Al final del viaje, Siddartha tiene una revelación: “Ahora le parecía que esos humanos pueriles eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos perdían ante él lo ridículo, se volvían comprensibles, simpáticos e incluso venerables". Hermann Hesse acaba con la idea de espiritualidad como sacrificio, como camino tortuoso  en el que para ser santo es preciso negar el cuerpo. Concibe al ser humano no como un Dios que supera sus pasiones y se abstiene. Tampoco como un animal sin consciencia que solo vive al día. Sino como un ser de luz que también tiene estómago.

(Ache)

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