Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...
miércoles, 16 de diciembre de 2015
I had rather not
“La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos.”
-Alejandra Pizarnik
Tiendo a volar. Naturalmente mi cuerpo se inclina hacia el cielo. Mis manos cerca del mentón, mis ojos conectados con algo más allá. El cuerpo ligeramente inclinado hacia arriba. Ya no estoy aquí. Habito un espacio-tiempo diferente. Cada vez que estoy haciendo algo práctico, siento que necesito amarrarme una piedra con una soga para que constantemente me devuelva a la realidad. Soy como un globo a gas que sin un peso se eleva. SI me sueltas, me voy. Entenderme con el mundo exterior es una tarea complicadísima. Las tareas simples, son para mi, las menos simples. Cortar un pedazo de pan es una empresa inalcanzable. Freír un huevo, un acto apoteósico. Tal vez por la miopía, la geografía externa no me resulta tan atractiva. Siempre me ha atraído más lo que sucede adentro de los ojos, aunque con el tiempo una se canse del paisaje impresionista. Mi amor por el cine surgió porque ese era el único lugar en el que podía pensar en paz. Aún me acuerdo de las mañanas de domingo en que mi papá nos llevaba a mi hermana y a mi al cine. Apenas se apagaban las luces empezaba la película… la película de mi cabeza. No ver la pantalla era para mi una decisión deliberada. Prefería no hacerlo. Prefería adentrarme en las imágenes de mi cabeza. Y ahí, en ese lugar con las luces apagadas, en el que nadie me veía, volar sin sentir culpa. El cine era para mi casi el único espacio de libertad. Porque afuera, en el mundo real, pensar, estar en una misma, estaba prohibido (y sigue estándolo). Mientras todos querían correr, bailar, hablar, yo prefería pensar. ¿En qué?, se preguntaban todos, suponiendo que serían fórmulas matemáticas complejas o algo relacionado a algún tipo de genialidad. Nada de eso (o sí). Pensar es prohibido en una sociedad que prioriza la productividad. Y cuando alguien piensa, más vale que sea algo importante. Tengo un primo chiquito que es igual: tiende a volar. Una vez, ni bien se disponía a emprender el viaje, su abuela le hizo la incómoda señal física que consiste en simular un aterrizaje con la mano (esa que tantas veces me hacían a mi) , él, perdonando la abrupta irrupción en su mundo interior, se justificó diciendo: “Tranquila, sí estaba pensando en algo real…”. Inconscientemente sintió la presión de pensar algo importante. Algo serio. Algo real. El capitalismo no permite soñar. Ni despierto ni dormido. No permite estar. Ni ser. Obliga a accionar. No es la acción exterior, sino la pasividad, el arma más temida por el sistema. ¿Qué tal si en vez de trabajar nos dedicamos a analizar la anatomía de un insecto?. O a encontrar el universo en un grano de azúcar, o a filosofar en la peluquería. Me atrevo a considerar mi inutilidad como forma de resistencia. Me atrevo a lanzar un manifiesto de lo absurdo. Reivindico el derecho a pensar lo inútil. Reivindico el derecho a ver la pared. A volar. A pensar. No en cosas profundas ni en la existencia ni el Universo (o si). No en la muerte ni en la Geometría o la Teología (o sí). No en Sirio y su gemela malvada ni en el mensaje del canto de las ballenas (o si). No en Rohmer ni en el mar ni el gato de Schrödinger (o si). No en la alquimia ni en Platón ni en Deleuze (o si). No en Toth, Dios de la escritura, contador de estrellas (o si). Reivindico mi derecho a perder el tiempo. A estar. A consumir dióxido de carbono. A ocupar un lugar. A observar. Reivindico mi derecho a dormir. A callar. A no participar. A no ir a la escuela. ¿No es suficiente ya con mirar todos los días la misma cara, guardar recibos, caminar, respirar?. Aunque sea casi tan imposible como una paradoja en el Tiempo, imagino una revolución comandada por Bartleby. Detenerse un día. En media calle. En plena lluvia. Así porque sí. Y no hacer nada.
Si, Alejandra, la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos.
(Diners)
jueves, 26 de noviembre de 2015
Crónica de la Tierra
Foto de Emilia Albán: "Me enteré que Charles Darwin por la forma de su nariz era una persona poco confiable" |
Cuando tenía siete años pensaba que un día mis padres me llamarían al cuarto y me dirían “tenemos que hablar contigo”. Ese día ellos me revelarían el secreto. Me confesarían, al fin, de dónde vinimos, para qué venimos, a dónde vamos y qué hacemos aquí.
Ese día sería alucinante. Se sacarían sus máscaras de humanos y me enseñarían su verdadero rostro. Quizá abrirían la puerta del clóset y en lugar de ropa estaría ahí colgado el Universo. Y yo entendería, no sé cómo, todo. Todo. El por qué de la angustia de los domingos, la tristeza de los atardeceres, el significado de los sueños. Me dirían que no existe la muerte. Que todo era una prueba. Una broma de mal gusto. Sería una especie de Truman Show, una revelación en la que todos me dirían que estaban actuando. Porque todos ya habían pasado por eso y ahora yo me estaba iniciando en este proceso que era como un video juego llamado vida. Luego proyectarían, en pantalla grande, los momentos de mi vida en los que me sentí sola, desconcertada, perdida. Me dirían que fue duro, pero que ya pasó. Entonces, de una puerta –quizá también la del clóset– saldrían mis seres queridos, mis seres perdidos, sonaría la mejor canción de Los Beatles y todos aplaudirían. Los mareos, los calambres en el alma, las pesadillas, el miedo, todo se habría esfumado.
Ese día nunca llegó.
Al principio pensaba que tal vez era muy pequeña, que era una cuestión de tiempo. Pero los años seguían pasando y ellos seguían callados. Un día me di cuenta de la verdad más aterradora: ellos tampoco sabían. Las personas que me habían traído al mundo no tenían idea de dónde estaban parados. Ellos también tenían miedo. Ellos también esperaban que alguien los salvara. Habíamos caído, sin paracaídas, en un inmenso planeta azul. Todos éramos hermanos. Mis padres eran mis hermanos porque compartíamos la misma incertidumbre.
Sí, era en serio.
Nos habían lanzado al océano.
Y nadie nos salvaría.
En la adolescencia, ese mar lleno de pirañas y tiburones y barcos pesqueros, inventé mi propio Dios. Mi madre había cambiado EL Capital de Marx por ideales más New Age y aunque mi padre seguía siendo, como siempre, ateo, bien dice el filósofo esloveno Zizek que el ateo sigue rezando en silencio. Muy probablemente fue ese cocktail de tendencias el que me condujo a construir mi propia religión como quien construye una balsa para no ahogarse en el basto océano de la breve pero eterna existencia quinceañera: una balsa, eso sí, armada con troncos de varios árboles distintos. En los tiempos que corren, cada uno cree como puede. Y yo creo con parches: partes zen, partes católicas, partes de ritos obsesivos compulsivos.
Nadie tiene idea de cómo llegamos a este planeta ni para qué. Es más, ni siquiera hemos logrado ponernos de acuerdo y escoger un lugar, uno solo, donde ir después de muertos
(si alguien del más allá está leyendo esto: todo lo que necesitamos es una señal, que nos digan si hay o no hay, nada más) Todos los días amanece y anochece. Hay un cielo lleno de estrellas que no podemos tocar. La gente se apaga. Los ojos de los gatos esconden formas mágicas. Hay música. Piedras. Mar. Pensamientos. Sueños. Pero seguimos buscando facturas, lavándonos los dientes, comiendo la sopa, y solo a veces, debido a una pequeña falla en The Matrix, nos vemos las manos y nos parecen extrañas, sagradas, y por un segundo podemos sentir la vibración del planeta y pensamos que llegará el día en que tanto amor se disuelva en un instante. Pero hoy somos compañeros
del tiempo, huérfanos en este viaje sin sentido.
(Diners)
lunes, 9 de noviembre de 2015
Carretera de burgueses y vagabundos (especulación insomne)
1. Buñuel, el malcriado
A Luis Buñuel le gustaba el ruido de la lluvia. No le gustaba el desierto ni la civilización árabe, menos aún la japonesa. Tampoco le gustaban los ciegos. “Entre todos los ciegos del mundo, hay uno que no me agrada mucho, Jorge Luis Borges. Es un buen escritor, pero el mundo está lleno de buenos escritores. Y yo no respeto a nadie porque sea buen escritor. Hacen falta otras cualidades”, dijo el cineasta aragonés. Le gustaban las pequeñas herramientas: destornilladores, alicates, lupas o tijeras que le acompañaban a todas partes, fieles como su cepillo de dientes, decía. Acostumbraba lanzar cubos de hielo a los transeúntes que pasaban por su casa. Al estreno de Un perro Andaluz llevó piedras en los bolsillos para lanzárselas a los espectadores a los que no les gustara la película. Una día se hizo pasar por guía del museo El Prado y dijo sobre las obras lo primero que se le ocurrió a todo un grupo de turistas. Esta excentricidad no era una pose, o sí, pero actuar de loco es ya una forma de locura. Buñuel, como Ionesco, Mrozek o Charms, se inclinaba naturalmente hacia el absurdo, tendencia que no tiene otro objeto que burlarse del poder. Era políticamente incorrecto. No tenía reparo en reírse, no solo de la burguesía o de la Iglesia, sino del consagrado folklore, los sombreros mexicanos, el comunismo, los espectadores que odiaban su obra (y los que la amaban), de la gente a la que lanzaba cubos de hielo, por gusto. Su naturaleza era desafiar, molestar, romper. Con él no había verdades ni dioses. Solo la posibilidad de romper. Destruir. Crear. Y claro, reír. Sin la risa, Buñuel no es Buñuel.
2. El discreto encanto de la burguesía
Seis individuos caminan apurados en una carretera abandonada. Van muy elegantes, intentan no despeinarse mientras ‘avanzan’ por un camino sin final (pues nunca tuvo principio). Esta escena se repite varias veces a lo largo de El discreto encanto de la burguesía, película de Buñuel, escrita junto con Jean Claude Carrière y estrenada en 1972. La trama habla de seis burgueses: don Rafael Acosta, embajador de Miranda; el matrimonio Thévenot; el matrimonio Sénechal, y Florence, la hermana de Madame Thévenot. Estos individuos de clase alta no quieren cambiar el mundo, ni conquistar a un amor ni resolver conflictos existenciales. Tienen una sola aspiración: comer. Quieren degustar un gran banquete, tomar un té caliente, o comer una tarta de chocolate… Pero cuando están a punto de hacerlo descubren que hay un muerto en la cocina; cuando van a un restaurante, no hay té ni café ni infusiones aromáticas. Nunca consuman su deseo. Buñuel hiperboliza con humor la tragedia del ser humano que no puede consumar, la exagera y la lleva a extremos absurdos. El filme tiene la forma del sueño en que el despertar equivale a la muerte del deseo. Una escena muestra un sueño de Raphael, parodia de un embajador corrupto perseguido por la Policía, agentes secretos, el esposo de su amante, su conciencia... cuando Raphael al fin va a degustar un jugoso pedazo de cordero asado —el oscuro objeto de su deseo— entran agentes misteriosos y le disparan sin piedad, como si su culpa no le permitiera hacer lo que más le gusta). Pero antes de morir, Raphael despierta. Entonces, baja a la cocina, abre la refrigeradora y hace lo que no ha logrado en toda la película: comer un pedazo de cordero. Se cierra el círculo, podría morir el deseo. Pero regresa: La película termina con la caminata eterna de los seis personajes en la carretera.
Las escenas argumentales son interrumpidas por otras oníricas: los personajes en la carretera, los sueños de algunos de ellos que muestran escenarios surreales, como de pinturas de Giorgio De Chirico. Sin embargo, no son estas escenas las que la convierten en una película surrealista. Como en El ángel exterminador, los personajes nunca pueden tener un objetivo aparentemente fácil por un impedimento absurdo, ajeno a su lógica.
Cuentan que Buñuel no quería filmar El ángel exterminador en México porque decía que los personajes originalmente eran londinenses y que las pequeñas servilletas mexicanas no estarían a la altura del ambiente burgués europeo que quería retratar. Sin embargo, el crew le convenció de hacerlo en México, y además no tenía otra opción, pues tampoco tenía el dinero suficiente. Aunque la película fue un éxito, a Buñuel siempre le molestó el dejo mexicano que se notaba en los actores y los decorados. Quizá por eso luego hizo El discreto encanto de la burguesía, esta vez sí en Europa. Es curioso, pero la película parece una cierta continuación de la otra. Los dos filmes manejan el mismo (o casi) planteamiento: la burguesía como escenario surreal. No son los elementos oníricos los que las vuelven absurdas, son los personajes con sus perlas, su piano y su vino, los que viven una realidad tan sesgada que se vuelve surreal; así, la mano que camina sola en El ángel exterminador o las escenas de sueños de El discreto encanto de la burguesíaparecerían una simple consecuencia del absurdo entorno burgués.
Ni el teatro del absurdo, ni el surrealismo ni el dadaísmo hablaban de otros mundos: resaltaban lo absurdo de este. El discreto encanto de la burguesía radica en la falta de lógica de la vida real. Los pequeños detalles de una vida light evaden la angustia existencial con champagne rosa y cordero asado, surfean la muerte con diamantes. Mientras en algún lugar hay escarabajos llenos de tierra y madres sangrantes que se disuelven en las sombras, arriba hay pendientes de oro, tortas de fresa y vino tinto. Buñuel plantea una realidad tan superficial que es absurda, inverosímil, encantadora. ¿Cómo puede interesar el estado de una perla cuando existe una pesadilla tan abrumadora, tan densa? Hay rebeldía en la superficialidad. Es esa rebeldía la que le da encanto a la burguesía. La superficialidad es una forma de no ser parte, de no producir, de no pertenecer, de elegir deliberadamente cerrar los ojos a los problemas trascendentales y reales para dedicarse a contemplar el brillo de las perlas o degustar la calidad del vino. Esta idea buñueliana es rebelde, revolucionaria, poética. Sutilmente, invita a una revolución. A una revolución bastante burguesa.
3. El discreto encanto de lo inútil
Pienso en una carretera. Larga, enorme, eterna. En la carretera de Lynch. Nocturna. Oscura. Interminable. En la de Chaplin: guerrera. Cómplice. En la carretera de Buñuel: etérea e infinita. La carretera: ese espacio que invita al movimiento constante; que nunca es, sino que —como el río— va siendo.
En una carretera vacía, se alejan Charlotte y su amante salvaje en Tiempos modernos. En otra carretera (o tal vez la misma) se alejan los burgueses de Buñuel. Charlotte y su amante son pobres. Los burgueses son ricos. Pero la carretera es la misma. Una especie de no-lugar, de camino eterno, de espacio que invita a transitar constantemente. Tanto el vagabundo como los burgueses están al margen.
Ante el sistema capitalista, cuyo motor —sabemos— es la productividad, la no-acción sería la máxima revolución. La inutilidad es un atentado al sistema. Volvamos a Tiempos modernos, a Charlotte/Charles Chaplin, que no puede (literalmente) trabajar en la fábrica. Mientras todos realizan su trabajo sin problema (es un trabajo sumamente simple), Charlotte se equivoca, su torpeza le impide realizar las acciones más simples. La inutilidad de Charlotte es su mayor acto de resistencia. Es su torpeza la que le distingue del rebaño. Por eso ese personaje (no solo en esa película) representa a los outsiders, a los vagabundos, a los que no pertenecen. Aunque para cantar y bailar no es torpe, tampoco puede usar esas facultades (si así se las puede llamar) con fines comerciales. Charlotte es nulo para la sociedad. Por eso el plano final de Tiempos Modernos es tan conmovedor. En un atardecer hermoso (no sería lo mismo una hora estática, el atardecer implica movimiento, pasar del tiempo) Charlotte y su amante se alejan por la carretera. Es allí a donde pertenecen. Son caminantes. Eternamente errantes. El vagabundo es la única posibilidad de libertad, de resistencia. En El discreto encanto de la burguesía, los personajes tampoco pertenecen al rebaño por una simple razón: solo en la clase alta es posible perder el tiempo. Aunque todos los personajes están al lado del poder (tienen altos cargos: cura, embajador, etc.), ninguno trabaja de verdad. El trabajo es para la clase media-baja. Tanto el vagabundo como el burgués experimentan una cierta libertad, o mejor dicho, comparten algo: la inutilidad. Los dos están al margen: el vagabundo errando en las calles, el burgués cenando cordero asado mientras afuera hay guerras. No en vano, ambos personajes (los burgueses de Buñuel y el vagabundo de Chaplin) caminan por la carretera. Comparten ese espacio simbólico que está al margen, que no lleva a ningún lugar. ¿Puede un vagabundo ser tan libre como un burgués?, o ¿puede un burgués tener el atrevimiento de ser tan libre como un mendigo?...
Nietzche decía que todo gran pensador es un gran caminante. Como pensar, caminar es una actividad no mercantilista, no produce. Quien camina no usa un medio de transporte, no consume; quien camina no echa raíces, no siembra. La ciudad (cuna del sistema) solo es posible a partir del sedentarismo. El que piensa tampoco produce. Pensar es contrario a hacer. Así, estas dos actividades están más ligadas de lo que parece. La mayoría de pensadores, sabemos, venían de una clase social acomodada (no se puede pensar con el estómago vacío). ¿Está el pensador condenado a la burguesía? Pensemos en Diógenes, el filósofo cínico que renunció al deseo material y se fue a la calle, a las calles. No digo que haya que irse a la calle y dejarlo todo. Sí digo que habría que pensar en la calle, en las calles, en las carreteras.
(Cartón Piedra)
Los trajes invisibles del cine ecuatoriano
¿Y ahora?... ¿Y ahora?.... ¡¿Y AHORA?!
—Abdalá Bucaram
Llevo dos años batallando con un proyecto cinematográfico que no aún no encuentra financiamiento. En el transcurso me he hecho las mismas preguntas que se habrán hecho otros en mi situación: qué quieren los jurados, qué quiere el público, qué el Internet, qué quiere la televisión. Que el proyecto es muy popular para festivales pero muy intelectual para las salas, que la televisión no exige subir sino “bajar” la calidad, que el Internet censura desnudos, que los jurados no ven bien que una misma persona dirija y actúe. Estoy mareada. Estoy cansada. Ya mismo cumplo 30 y no he hecho esa película. Hacer cine no es fácil. El dinero para hacerlo por lo general suele venir del Consejo Nacional de Cine, institución que, bajo ciertos criterios, promueve cierto tipo de cine, cierta estética. Por otro lado está la demanda del público, que, según dicen, cada vez ve menos cine ecuatoriano. Los proyectos cinematográficos se ven afectados y en cierta medida, alienados, por estos deseos. Los deseos del Otro. De un otro imaginado. Intuimos, elucubramos, y como en la fábula de El traje del emperador sostenemos esas creencias hasta que se vuelven verdades. Verdades que atraviesan nuestras películas.
Primer traje: sentir el deber (consciente o inconsciente) de representar al país…
"El horror real es una estúpida máscara que ríe, y no el rostro distorsionado y sufriente que oculta"
—Slavoj Zizek
Dilemas del cine ecuatoriano. Los problemas del cine ecuatoriano. El cine ecuatoriano. Todos estos títulos dan sueño. Marean. Se ha hablado tantas veces, en tantas mesas redondas, en tantos foros nacionales e internacionales.
¿Existe el “cine ecuatoriano” o solo hay películas ecuatorianas?, ¿qué caracteriza a “nuestro” cine? ¿Qué espera el Estado del cine ecuatoriano?
Se han dicho muchas cosas, una de ellas es que el Estado da prioridad a películas que representan —o quieren representar— al país, a la cultura, a la idiosincrasia. Películas que hablaban de identidad nacional. Pero, ¿cuál es la identidad nacional? En realidad la pregunta es qué es la identidad nacional. ¿Cómo se representa?. Nada mata tanto a un hombre como estar obligado a representar un país, dijo Jaques Vaché.
La relación entre cine e identidad siempre ha sido compleja.
Hay películas que se han propuesto hablar de la ecuatorianidad, o quizá, retratarla en toda su dimensión. ¿Lo han logrado? No lo sé. Son buenas películas pero no creo que representan la ecuatorianidad, sino una forma de ecuatorianidad.
Quizá algunas de ellas, sin querer —y debido justamente a esta necesidad de representar a su país— cayeron en estereotipos, en películas que por el afán de ser un retrato fiel sobre el país terminan siendo una postal. Y es que proponerse representar todo un país, toda una cultura es una responsabilidad enorme, tan grande, que deja sin aliento.
Al final de la película Blak Mama de Miguel Alvear y Patricio Andrade, hay una secuencia de tres planos que de alguna manera sintetiza este problema.
Plano uno (tesis): Bámbola, I dont dance y Blak —los tres personajes principales— caen rendidos al suelo.
Plano dos (antítesis): Los personajes yacen en el suelo, en la misma posición. Esta vez desnudos. Por primera vez se los ve sin la ropa que los ha caracterizado durante el film (en esta película el vestuario es el personaje).
Plano tres (síntesis): La ropa conserva aún la forma que hace un momento tuvo sobre los cuerpos. El ser se esfuma, persiste su traje. La vestimenta es más poderosa que el cuerpo. La máscara más fuerte que el rostro.
Concebir la identidad como algo estático es peligroso. Caer en el acto inconsciente, ciego, de utilizar símbolos que ya no simbolizan, representantes que ya no representan, significantes que ya no significan. La crisis del representante que ya no soporta a su representado se ve claramente en otra escena de Blak Mama en la que el escudo nacional vomita. El significante ya no soporta a su contenido vacío. Muere el sujeto, persiste el traje. Un traje que miente. Que dice ser lo que ya no es. Una flecha que ya no conduce a ningún lugar, sino al vacío.
¿Cómo se representa una identidad, una cultura, un país, si no se es capaz de representarse a uno mismo? Quizá uno de los riesgos más grandes que corre el cine ecuatoriano —tal vez porque es un cine emergente— es que el deber (a veces consiente, otras inconsciente) de “representar un país” acabe con la voz del autor.
Representar un país no es el problema: proponerlo como principal objetivo, sí. La cultura no es una opción, es una fatalidad. Una película es una mirada que inevitablemente develará parte de una identidad, una voz que empieza a hablar para preguntarse —más allá de la intención del cineasta en particular— quiénes somos, o mejor dicho, quiénes vamos siendo.
Sucede en la historia que los espacios que alguna vez fueron de libertad terminan convirtiéndose en nuevas camisas de fuerza. Sucedió con el “realismo sucio” (tendencia por la que bastantes películas ecuatorianas estuvieron influenciadas) el cual alguna vez fue un espacio de denuncia pero luego se convirtió en otro paradigma, además, ligado al poder. De esto, Luis Ospina y Carlos Mayolo, dicen:
Si la miseria había servido al cine independiente como elemento de denuncia y análisis, el afán mercantilista la convirtió en válvula de escape del sistema mismo que la generó. Este afán de lucro no permitía un método que descubriera nuevas premisas para el análisis de la pobreza, sino que, al contrario, creó esquemas demagógicos hasta convertirse en un género que podríamos llamar cine miserabilista o porno-miseria.
Este mismo fenómeno se da ahora con el cine contemplativo, el cual, alguna vez nació como resistencia al poder, y ahora es la nueva camisa de fuerza.
Segundo Traje: Los nuevos mandamientos del cine de autor.
Cuando me gradué del Instituto Superior Tecnológico de Cine y Actuación (el Incine) hubo un festival para principiantes en el que uno de los mayores atractivos era una sesión de pitching de prueba. Fue ahí donde un compañero y yo debutamos como pitcheros. Seguimos todos los consejos al pie de la letra. Cuando llegó el día, aparecimos vestidos muy elegantes, él con gel y terno, yo con vestido. Nos fue pésimo.
Una suma de problemas técnicos, más el pánico escénico y los nervios innatos que me caracterizan, hicieron que acabe llorando ante el jurado (que, por supuesto, estaba formado por vacas sagradas reales). Lo que vino después fue tenaz. Salir de la escuela de cine es darse cuenta de que el cine ya no es rodajes ni inspiración ni pasión, o más que eso, ni si quiera es algo real: se convierte en papeleo, burocracia, lobby, pitch; hoy en día “hacer cine” es mucha gente que habla de hacer cine, que muestra carpetas perfectas, teasers filmados con cámaras ultra modernas. Este entorno que rodea al cine está muy ligado al Poder.
Los festivales, los pitch, el lobby, son todos espacios de élite. Si el cine se ha convertido (o tal vez de alguna manera siempre ha sido) un oficio que va de la mano del Poder, el Consejo Nacional de Cine es la institución que encarna esta relación. Quizá por eso la incidencia del Consejo Nacional de Cine es tan determinante en el destino de los proyectos. Más allá del aporte económico, recibir (o no) los fondos del CNC tiene un valor simbólico: significa ser reconocido ante El Estado. Ser aprobado por el Ojo de Dios. Es el Estado quien determina quién es cineasta y quién no.
Por eso el hecho de recibir (o no) los fondos del Estado otorga un lugar simbólico en el que se determinan roles profesionales. Se divide a la gente que hace cine en dos (o quizá más) grupos: “los mismos de siempre” (así han dominado con una dosis de resentimiento los que nunca ganan en el CNC a los que son reconocidos por El Padre) y los otros: cine guerrilla, cine bajo tierra, entre tantos. Pero, ¿cuál es el criterio del Estado? Aunque no podremos saber a ciencia cierta, y a pesar de que cada jurado está conformado por seres humanos con distintas historias y a veces, distintos criterios, he visto que uno de los puntos que más valora el jurado es la capacidad de los proyectos de encajar en festivales.
Un festival es un espacio perfecto para alguien que hace cine: es una mini comunidad de cinéfilos, de gente que hace cine y que le importa el cine. Sin embargo, son circuitos pequeños que no están destinados ni pensados para el público. Si en épocas pasadas el cine de autor nació como forma de resistencia, hoy se ha convertido en otro sistema de poder: Lo hacemos para satisfacer el gusto sofisticado europeo. Cannes, Locarno, San Sebastián, La Orquídea, son espacios para el cine independiente que imponen nuevos estándares.
El nuevo cine de autor dicta en silencio sus mandamientos:
1. No serás barroco: Ser barroco es el principal pecado del cine moderno, independiente, de autor. La sobre carga de elementos (que viene de la cultura popular) no es aceptada en un estándar que viene de la tradición europea minimalista en la que menos es más.
2. No entretenerás: Entretener es la palabra a la que más le tememos los intelectuales. Preferimos aburrirnos. Luchar para no dormirnos en la sala. Descifrar planos prolongados.
3. No hablarás: El exceso de diálogos recuerda a la estética de las telenovelas. Y el melodrama es un género popular, opuesto a la estética contemplativa. Una de las primeras cosas que te dicen en las escuelas de cine, los jurados y los críticos de hoy es: “no uses diálogos, si puedes decirlo sin palabras, mejor. El cine es imagen”. Si, es imagen, pero también es sonido, y una de las partes más bellas del sonido es la palabra. Si bien es cierto que el diálogo fácil puede suprimir la acción, la solución no es eliminar la palabra, sino construir diálogos, pues por miedo a hablar de más, corremos el riesgo de no decir nada.
4. No sobreactuarás: La sobreactuación viene del teatro, tendencia que el cine naturalista desprecia. Hasta se ha reemplazado al actor por este oxímoron: “actor natural”. Si existe un actor natural,¿ existe también un “director natural”?, ¿Un sonidista natural?. Entiendo y me atraen proyectos innovadores con no-actores, pero el término “actor natural” me parece un desacierto. Se habla de sobreactuar, pero nadie ha hablado de subactuar.
5. No serás pornográfico (el mensaje está entre líneas): Si bien es cierto que todo lenguaje se sostiene por la tensión entre lo que se muestra y lo que se oculta, muchas veces se corre el riesgo de ocultarlo todo. Ser pornográfico también es una estética. ¿Por qué no mostrarlo todo? Sugerir, no decir, puede ser otra camisa de fuerza. A cuento de sugerir también pueden surgir historias débiles sin argumento que pasan por “historias mínimas” .Para que el mensaje esté entre líneas”, primero deben existir las líneas.
6. No serás “efectista”. ¡Eso es de los gringos!: Mientras más lento sea el montaje, mejor. Las disolvencias, efectos de transición, son consideradas herramientas de mal gusto, propias del lenguaje popular.
7. No usarás trípode ni moverás la cámara (a menos que sea con las manos y temblando): Sacrilegio en el cine arte de autor. A veces, hasta cortar el plano. Cineasta independiente que se respeta ha hecho su plano secuencia.
8. Aburrirás al espectador, pero él no lo sabrá (o hará como que no lo sabe): Los mandamientos del cine de autor son silenciosos, se parecen al traje invisible del emperador: parten del principio de hacer parecer inteligente al espectador, quien inventa un traje (en este caso película) que a veces no hay.
Tercer traje (no tan invisible): Viejos mandamientos del cine comercial (y la televisión nacional).
Si el cine de autor cree que el espectador es un genio, el cine comercial y la televisión nacional parten del principio contrario: creen que el espectador es idiota. Y lo tratan así. Los mandamientos aquí no son nada invisibles. Y todos los conocemos. Podría ser la lista de arriba, pero al revés: entretenerás a costa de lo que sea: siendo machista, homofóbico, racista. Serás efectista: no importa la historia, de hecho, puedes sostener un guión vacío a punte efectos audiovisuales. Hablarás: a costa de lo que sea y de lo que sea y en la tonalidad que sea (y no dirás nada). No moverás la cámara: en la televisión nacional no hay concepto de desglose de planos. La cámara fija hace un encuadre único en el que los “actores” entran y salen de cuadro de diez en diez.
Podría seguir hablando de los innumerables errores de la televisión nacional pero creo que todos ya los conocemos. Cuando empezó el gobierno de Rafael Correa y anunciaron la Ley de Comunicación creí que, al fin, habría una ley que prohibiera que estos contenidos que se transmiten a diario y que son la mayor arma que construye la cultura. Pero eso no pasó. La censura se fue por otro lado.
Hace unas semanas Luis Miguel Campos, quien ha trabajado años en televisión, escribió algo importante en su cuenta de Facebook:
Tuvieron que pasar decenas de años para que aprendiera una única lección: que soy un inútil, porque no sé salpicar caca pensando que los “pobres” se solazan con su mal olor y sabor. Pero desgraciadamente esa es una premisa en la televisión ecuatoriana. Hace un par de años, no más, un producto fabricado con inmenso amor y calidad fue rechazado por considerárselo “muy fino”, imposible de ser digerido por los “pobres” del Ecuador que están acostumbrados a consumir basura. El público también tiene su gran dosis de culpa: tantos años consumiendo mierda pasivamente le ha hecho creer eso que la TV nacional tanto valora: que el ecuatoriano tiene mal gusto y así hay que dejarlo porque encima da plata.
Si el público quiere mierda, hay que producir mierda, pero el público quiere mierda porque le dan mierda. Estamos inmersos en un círculo vicioso. Atrapados en medio de dos tendencias opuestas y herméticas: el cine contemplativo y su público de élite, y el cine (y la televisión y la web) comerciales y su público idiotizado. Nada de esto va a cambiar a menos que alguien haga algo radical.
Estoy confundida. Los festivales quieren cine contemplativo. La televisión quiere el Combo Amarillo. El Internet quiere Enchufe T.V. (O En4). Y yo, ¿qué era que quería? Hacer la película que yo quisiera ver.
(Gkillcity)
- See more at: http://gkillcity.com/articulos/chongo-cultural/los-trajes-invisibles-del-cine-ecuatoriano#sthash.Wf5Z0qbo.dpuf
(Gkillcity)
miércoles, 7 de octubre de 2015
Amarse a una misma: esquizofrenia, lesbianismo y onanismo.
Hay una frase que parece ser la solución a todos los problemas. La conoce mi mamá, la explotan los libros de autoayuda, los programas mañaneros de televisión y los consejos que vienen adjuntos a las toallas higiénicas: ámate a ti misma.
Cuando terminaba con un novio, la solución era: ámate a ti misma. Cuando me iba mal en el trabajo: ámate a ti misma. Cuando me peleaba con una amiga: ámate a ti misma. Esta frase, que pretendía ser la clave del buen vivir, a mi me resultaba particularmente angustiante, no porque esté en desacuerdo, sino porque nunca entendí bien cómo ponerla en práctica. Me llevaba a vueltas confusas que tenían que ver con esquizofrenia, lesbianismo y onanismo. Ámate a ti misma. ¿En serio? ¿Por qué nunca dijeron cómo? ¿Por qué no mejor me aman los demás?
Con una misma se está todo el tiempo. Con una misma no se puede jugar ajedrez, solo solitario. Con una misma, por ejemplo, no se puede chismear. Una no se puede contar nada nuevo:
-Ni sabes, leí un libro buenazo!
- ¿No digas? ¡Yo también!
Estas palabras tienen un dejo de desilusión y fracaso, me provocan lo mismo que cuando no podíamos ir a la playa y mis papás me decían: ¡Agradece que estás completa, que tienes diez dedos!... Nunca entendí qué tenían que ver los dedos con el viaje a la playa…
Además, estas palabras llevan implícita una cierta amenaza y son una prueba por la que hay que pasar si se quiere alcanzar la felicidad. Por ejemplo: para amar a un chico, o lo que es peor, para que un chico te ame, debes primero amarte a ti misma. Bajo una mirada Lacaniana podría ser interesante: tocar y ser tocada al mismo tiempo; estar (a la vez) en el punto del observador y del observado, ser el cazador y la presa, el perseguido y el perseguidor. Ahora bien, en términos prácticos, ¿cómo se tiene una cita con una misma?, ¿me digo a mi misma: wow, estás hermosa?, ¿me mando mensajes y después les digo a mis amigas: mira lo que me escribió, qué hermoso, pero no sé por qué me parece haber escuchado eso ya en alguna parte…. ¿Me doy regalos y me hago la sorprendida? ¡Wow, para ser de almacén chino es de buen gusto!, ¿hago una cena y me cambio de puestos? Eso no es amor: se llama esquizofrenia. Darse abrazos a una misma es aburrido, freak, pero sobre todo un poco triste, como un idilio forzado. ¿Cómo se besa una a una misma? Es fisiológicamente imposible. Y después de masturbarte, ¿te dices: te quiero, eres increíble?
Sabemos que en estos días la abstinencia es considerada como método anticonceptivo y revolucionario. Varias estrellas de rock, entre ellas Lady Gaga, la practican. Podría convertirse en una nueva forma de vida. Imaginen agrupaciones posmodernas con frases tipo “El trío ya fue: ámate a ti mismo”, luchando contra grupos que les acusen de promover una tendencia o práctica pagana que erradica la reproducción y por ende la perversión de la especie.
Mi precario concepto de autoestima tal vez se deba a la falta de claridad con la que se expresan los principios de la autoayuda. Por culpa de esa gente que profesa ideas tan ambiguas que son imposibles de poner en práctica. En lugar de diseñar ejercicios esquizofrénicos tales como hablar con el espejo, hablar con una misma, o dinámicas grupales que promueven la hipocresía en las que dices te quiero a quien no quieres, la autoayuda debería enseñarte que la felicidad no es instantánea o por lo menos diseñar un dispositivo que te permita, por un momento, ser otra. Sería la única forma de cumplir la fantasía de tener una amiga como una, una hija como una, una amante como una…
(Diners)
miércoles, 2 de septiembre de 2015
¡Ras, ras, ras, vamos a perder!
Perder el vuelo. Perder la fosforera. Perder el año. Perder el pasaporte. Perder los fondos del Estado. Perder un chico. Y después, perder la sobriedad, perder la compostura, perder la dignidad. Crecí, crecimos, en un país que no se caracteriza precisamente por ganar. Recuerdo haber visto perder a la selección de fútbol desde que tengo memoria. Los presidentes que ganaban las elecciones igual terminaban perdiendo la confianza de la gente. El mapa que me enseñaron en segundo grado mostraba un país dividido por una línea imaginaria que lo reducía a menos de la mitad de lo que había sido. Tampoco tenemos una escritora o escritor que haya sido parte del boom, o sí, pero es un invento de dos escritores extranjeros.
En la escuela, mientras otros niños competían por todo, mis padres me decían, “¿tú qué sacas ganando?, ¿eso te hace más o menos?”. Mi educación, primero medio comunista, luego medio zen, me enseñó a no devolver el golpe, a dejar que los otros ganen, a retirarme de la competencia antes de que empezara. No es algo de lo que me enorgullezca, es lo que es, lo que fue. Mi hermana de diez años juega 40, canasta, veintiuno, damas chinas, ajedrez, es campeona de gimnasia, tiene medallas de oro, de plata; y siempre quiere seguir jugando. Para mí, que no sé ganar, competir no tiene ningún sentido. Cuando era niña, odiaba jugar a las escondidas o hacer carreras: el esfuerzo físico nunca me ha parecido divertido. Y cuando la profesora decía “en vez de la clase, hagamos una dinámica en el patio”, todos saltaban de emoción pero a mí se me helaba la sangre. Prefería quedarme sentada en mi puesto, a salvo, y que la maestra dictara.
Todo empezó cuando la bisabuela se desheredó. Cuentan que ella estaba enamorada de mi bisabuelo, pero él no quería casarse con ella porque le preocupaba que la gente dijera que lo hacía solo por la plata (la bisabuela era millonaria). Así que para que no corriera este rumor, ella se desheredó. Y se casaron. Si no lo hubiera hecho quizá yo sería millonaria, o quizá no estaría aquí. Sucede que los Varea, mi familia materna, son gente que no valora la competencia; quizás porque son descendientes de “la pérdida”. Además de ser incapaces de valorar el dinero, en la familia Varea hay un despiste crónico y un sentido de la lógica digno de estudio. Mi abuelo Miguel Varea iba al trabajo en carro y regresaba a pie. Tardaba días en descubrir que el carro no estaba en el garaje y, cuando lo hacía, culpaba a sus hijos de haberlo “perdido por ahí”, lo hacía como si se tratase de un asunto sin importancia; hasta dicen que una vez regaló una hacienda. En la familia no era raro perder, no una aguja ni un disco, ni un adorno o un zapato. Los familiares no se extrañaban si un día desaparecía el piano, así como, estoy segura, tampoco se hubieran alarmado si, en su defecto, hubiese aparecido un enorme elefante rosa en medio de la sala. Lo hubieran tomado como parte del paisaje “Oh, un elefante, ¿de quién será? Bueno, se verá bien al lado de las cortinas, ocupará el lugar que tenía el piano”. El lema “el que tiene más quiere más” no funcionó con los Varea, quienes no parecían tener el a veces necesario gen de la ambición. Quizá por eso hoy mi casa no es tan grande como la de mis abuelos y estoy segura de que si desapareciera alguno de los pequeños artefactos que componen mi humilde patrimonio, sin duda lo sabría…
Ilustración: Cata Pérez.
(Diners)
miércoles, 15 de julio de 2015
Si me pongo short, sí es para calentarte... (y no por eso puedes tocarme)
Soy feminista. Creo que no serlo sería un crimen. Que todo ciudadano inteligente debería serlo. Que es inocente pensar que el feminismo es asunto solo de mujeres, o que el machismo solo afecta a las mujeres y solo lo ejercen los hombres. Estamos hablando de un problema social, que nos compete a mujeres y hombres. A todos. Creo que no ver la injusticia de género que ha habido y todavía hay, sería tapar el sol con un dedo. Y creo, también, que hay muchos clichés e ideas equivocadas que giran en torno a estos temas. En pleno siglo XXI las mujeres vivimos atrapadas en una sociedad que sexualiza nuestro cuerpo y a la vez nos castiga por ser sexys. Las opciones de escape nos ponen contra la espada y la pared. Por un lado, tenemos un feminismo extremista y chapado a la antigua, y por otro, una postura que no es ninguna postura y en la que las mismas mujeres niegan el problema de género y se lavan las manos.
Empecemos por la primera tendencia. Hace tiempo que hay una “campaña feminista” en las redes sociales en la que circulan fotos de mujeres que escriben con marcador sobre su cuerpo cosas tales como: “Me pongo short porque tengo calor… No para calentarte”, “Yo me visto para mi, no para ti”. Esta mirada además de mojigata, es machista. Niega nuestro derecho a flirtear y afirma el derecho del hombre a irrespetar a una mujer que se vista de manera provocativa. No nos justifiquemos diciendo que es por el clima que nos vestimos sexys, si es para provocar también es válido, de hecho, siempre es para provocar, obviamente no a todos, pero lastimosamente aún no existe un aparato que haga que solo los que te gusten te vean en mini falda y los que no, en pantalón. Lo siento, pero ese feminismo no me representa.
En las mismas redes sociales circuló otra propaganda feminista que decía “No es no aún con el calzón abajo”. Esta campaña, en cambio, me parece plausible. Reivindica el derecho a decidir sobre nuestro deseo. Sucede que hay mujeres que les sonríen a los hombres, les miran o hablan con ellos, y para ellos, estas son señales suficientes que deberían asegurar su coito. Y sí, también puede suceder que una mujer y un hombre se estén besando, tocando (los dos) y en el momento dado ella o él no quiera llegar al coito (por la razón que sea). ¡Tiene todo el derecho de hacerlo!. ¿De cuándo acá es obligación tener sexo?, pero dejarle "a medias" a un hombre es un pecado mortal. ¿Si no queremos tener sexo no podemos coquetear?. Muchos hombres piensan que si coqueteas con ellos tienen absoluto derecho a acostarse contigo porque “les estás dando señales”. Y si no quieres hacerlo, te llaman “quiteña”. Ni coquetear ni vestir sexy dan el derecho a irrespetar. Pero el deseo masculino parece ser una fuerza incontrolable y absolutamente respetable, de la cuál ellos mismos no son responsables, y por eso no se debe “provocarlos” porque es justificable que no se controlen. ¿De cuándo acá tengo el derecho de besar a todos los hombres sexys?, ¿Debo prohibirles ser sexys solo porque me muero de ganas de besarlos y no siempre puedo hacerlo? , bajo esta lógica “si va a comprar para bajarle” si no lo puedo tener, ¿debo prohibirlo? .He visto andar sueltos a hombres tan bellos que deberían estar prohibidos. Sí, como idea poética es genial, pero no puedo castigar la sensualidad solo porque no puedo acceder a ella. Imaginen cuántos ya estaríamos presos.
Ahora vamos con el otro lado. Cierto grupo de mujeres liberales, alternativas, intelectuales, muchas de ellas artistas, afirman que los temas de género no les interesan y practican su arte ( y/o su oficio) independientemente de este problema. Según su postura, hombres y mujeres somos iguales, por eso, luchar por equidad de género sería una especie de auto-discriminación. No celebran el día de la mujer con excusas tales como “Si hay un día de la mujer, ¿por qué no hay un día del hombre?”. Viven como si la desigualdad de género no existiera. Pero lamentablemente nuestro género pertenece a una minoría. Lavarse las manos (más aún siendo mujer) ante esta realidad que nos afecta, es un crimen. Lo siento, señoritas alternativas, pero su postura “radical”, tampoco me representa. Ahora viene la pregunta: ¿Qué es ser feminista? Y, sobre todo, ¿Cómo ser feminista aquí y ahora?. Por ahora sé que ser feminista no es sinónimo de odiar a los hombres. Sí es aceptar que vivimos en una sociedad que en la que no hay equidad de género. Enfrentarlo. Decirlo. Combatirlo. No es privarse de la mini falda y peor aún, justificar su uso diciendo que es debido al clima o a la pura satisfacción personal. No es vergüenza de sentirse deseada, sino la libertad de desear, y también, por supuesto, la libertad de provocar deseo…
(DINERS)
miércoles, 8 de julio de 2015
El discreto encanto del tercer mundo
Cada mañana se repite la misma historia: abro la llave de la ducha y cae un mísero chorro de agua helada. Entonces sé que ha llegado el momento de aplicar “la maña”. Todos los aparatos proletarios tienen su respectiva "maña". La maña es algo que se debe hacer para que el artefacto funcione. Por lo general no es nada lógico, es más bien místico, una extraña asociación entre el objeto en cuestión y otro objeto cualquiera dentro de una misma casa. Por ejemplo: para que sirva el enchufe de la cocina, se debe encender el foco del baño; para que vuelva el agua, se debe encender la sanduchera. Mi madre incluso afirma que en su hogar, el internet mejora si se apaga la luz de la sala. La pobreza nos vuelve surrealistas, lo digo porque la falta de recursos me ha llevado a ver imágenes que dejarían loco a Dalí. Conozco una amiga que hizo spagetthi al pesto en el calefactor porque se le había acabado el gas y no había otra forma de cocinar, así llegó a la conclusión de que el calefactor era una excelente parrilla. Conozco a otro que ha hecho fideo en la cafetera, a una que usaba la plancha de ropa para planchar su cabello, y, ya lo he dicho, yo misma he usado el microondas para secar mis medias.
Pero, volviendo al tema. La “maña” de mi ducha es esta: para que el agua se caliente, primero debe abrirse (quién sabe por qué) la llave del lavadero de la la cocina. Entonces se prende el calefón y hay que correr hasta el baño y abrir la llave de la ducha. El siguiente paso es regresar (desnuda, por su puesto) a la cocina y cerrar la llave. Ahora sí, volver al baño, meterse en la ducha, descubrir que el agua al fin se ha calentado y disfrutar de ella alrededor de 20 segundos. Porque después se sobrecalienta tanto que te toca salir saltando a riesgo de ser hervida. Abrir la llave del agua fría no es una posibilidad, pues se enfría por completo hasta quedar helada. Mi ducha no entiende de puntos medios. Es caprichosa, extremista, bi-polar. Te quema o te congela. Te ama o te odia. No parece quiteña, pues no entiende de tibiezas. La única salida es la clásica técnica “cerrar y volver a abrir”, claro que no al instante, sino después de un tiempo, que puede ser variable. En dicho tiempo quedan dos opciones: tomarlo con calma y aprovechar para hacer una rutina de ejercicios mientras aplicas tratamiento para el cabello; o volverte histérica y correr desnuda y enjabonada por la casa, abrir la llave del lavadero para luego correr a la ducha en tiempo récord y enjuagarte en cámara rápida. He llegado a entrar y salir de la ducha hasta siete veces en una misma sesión. El que funcione no depende de un electricista, sino de la onda que una le ponga.
Para que los aparatos de los proletarios funcionen, más que de calidad, se requiere de altas dosis de fe. Por lo menos, mi ducha hace milagros. Vuelve creyente al ateo. Podrá estar dañada, pero desarrolla en el individuo una cierta espiritualidad. Miras la llave, cierras los ojos y, con mucha convicción, piensas: esta vez sí va a funcionar. Entonces, con ímpetu, abres la llave. Tocas el agua con buena energía, intentando hacer que tus electrones positivos la calienten. Te vuelves mística, crees en la ley de la atracción, entrecierras los ojos como quien hace magia y miras el agua, intentando no convertirla en vino pero sí subir su temperatura. Debo confesar que en ocasiones esta espiritualidad ha devenido en un cierto rito obsesivo- compulsivo que podría ser considerado pagano. El rito consiste en aprovechar para hacer preguntas con trampa a la ducha-oráculo. Si esta vez el agua no se calienta- piensas- es porque el nosecuantito me quiere, si se calienta, es que no me quiere. Así, tienes dos posibilidades de ganar: si el agua se enfría, el man te quiere (sabes que es lo más probable y por eso preguntas eso) y si no te quiere, por lo menos te bañas en agua caliente.
(DINERS)
miércoles, 1 de julio de 2015
ETNOGRAFÍAS MASCULINAS
Dicen que estamos locas, que somos brujas, difíciles, jodidas, quiteñas, dramáticas, intensas, lunáticas, densas. Dicen que la mujer es un ser sensible e intuitivo que tiende a la sinrazón y los días de luna le afectan. El hombre, por el contrario, es muy cerebral, sensato y mesurado.
Escuchen esto.
Me gustaba Sergio porque tenía “algo” que lo hacía “especial”. Salimos par veces. Yo estaba contenta, sin embargo, con el paso de los días, su comportamiento atravesó esa delgada y a veces del todo invisible línea que separa lo excéntrico de lo freak. Por ejemplo, le dio por posar como una escultura griega. “Mira, este soy yo, es mi cuerpo” decía mientras giraba sobre su propio eje, para después adoptar la posición de El David, de Miguel Ángel: cabe recalcar que el hombre estaba más flaco que un sorbete. Después, empezó a llamarme “Mi odalisca”. Según el diccionario, odalisca es:
1.f. Esclava al servicio del harén.
2. Mujer que forma parte de un harén.
3. Mujer sensual.
No, Sergio no era “especial”, simplemente estaba loco como una cabra. Todo terminó antes de empezar, fue ahí cuando me llegó un mensaje que decía: Te quejas de soledad, pero rechazas mi compañía. Estúpida.
Facundo era poeta. Todo era perfecto, hasta que llegó su día de paga. Fue ahí cuando sonó el teléfono.
-¿Quién es él, ah?-Dijo su voz taciturna.
¿Quién es quién?-respondí, temerosa.
- ¿Cómo quién? ¡El man con el que me estás engañando!- respondió .
Eran las dos de la mañana cuando sonó el timbre de mi casa. En el umbral de la puerta lo desconocí por completo. Su mirada delirante y alcoholizada imaginaba amantes de toda raza, género, edad, estado mental… A partir de esa noche, su otro lado salió a la luz, y me celó con homosexuales, ancianos, niños, señoras. No entiendo cómo estaba conmigo, si según sus cálculos mentales yo debía ser más que una enferma.
Tomé un trago para apaciguar mis nervios.
-Tú n pedes tmar, mira cóm t pnes- alcanzó a decir.
-Pero…
Facundo aventó los adornos al piso. Dio tumbos por la alfombra. Rió y lloró al mismo tiempo. Luego dijo:
-¡Estás loca!
Tenía razón.
Decir que Julio era intenso es poco. Cuando quería buscarme sonaban el timbre, el celular, el chat del Facebook, el whatsapp y el teléfono de la casa. Todo a la vez. Yo, escondida en el clóset, rezaba para que no me encontrara, no con un amante fuerte, como él imaginaba, sino y sola desesperada por tener al menos cinco minutos en paz con mi persona. No, no lo dejé, le quería. Fue él quién, después de acecharme como un asesino en serie, un buen día me dijo que ya no quería estar conmigo… ¿Por qué? Había tenido una visión. ¡Una visión! Loco con síndrome de Virgen María. Lo que me faltaba…
Espero que esto sea bastante para romper con el cliché mujer=loca. La sinrazón no distingue género. Si se preguntan por qué caí, la respuesta es que fui presa de otro cliché: normal= aburrido… y bueno me gusta escribir. Cabe recalcar que los tres eran sinceros. No tenían malas intenciones, solo que su cabeza funcionaba diferente, creían firmemente en sus principios, así como Hitler, Nixon, Abdalá, quien dijo a cierto presidente: “Yo estaré loco, pero tú eres como la ·%%&&”
(DINERS)
jueves, 18 de junio de 2015
Escena de alcoba
Me propusieron actuar en un cortometraje porque podría cuadrar muy bien para el papel. Presentí que sería una “escena de alcoba”. No es que sea una estrella porno, pero desde que hice una película estudiantil que tuvo escenas de sexo, la gente suele pensar que soy muy "open mind" o por lo menos la única quiteña que acepta sacarse la ropa frente a cámara.
El director confirmó mi hipótesis. Sí, era una escena de sexo. Además, no habría luz tenue (sería en el día), ni tenían pensado “sugerir” el acto sexual; la posición no sería la del misionero sino la que en latín se conoce como “la carretilla” y vulgarmente como “en cuatro”. Y, otra cosa, mi amante sería un afrodescendiente (perdón a los negros que puedan sentirse ofendidos por este término). Sería una escena más que secundaria ( El chico con el que haría la escena y yo estábamos lejos de ser los protagonistas). No era porno, era cine arte; y sí, a pesar de eso, acepté. No lo hice por mi “carrera”, ni solo por romper con la pacatería quiteña. Citando Lena Dunham: lo hice por la historia. Solo se vive una vez y pensé que sería interesante actuar una escena de sexo. Por otro lado, tener sexo con un afrodescendiente es una experiencia que me gustaría tener alguna vez (aunque sea en la ficción).
Días después entendí que esta sería la primera vez que haría una escena de sexo; si bien había salido desnuda, nunca hubo sexo explícito. Deduje que el rodaje no era una fantasía y ese descubrimiento me produjo escalofríos. Quería desaparecer, pero como todavía no domino la técnica de la teletransportación, decidí depilarme. Cuando llegué al Spa, la señorita me propuso “el depilado brasileño”. Aunque con solo depilarme las piernas grito como si me estuvieran matando, acepté quitarme todo el vello púbico. "Ahora todas las mujeres se hacen" "Sus esposos les piden que se hagan, y ya les toca" "Hasta mujeres de 60 años, se hacen", decía, mientras entendía que era demasiado tarde para correr y pensaba en la desigualdad de género, pero cuando acercó la cera caliente a mi piel, ya no la pensé: la sentí en carne propia. ¡No es justo! Nos educan para que a un hombre no le importe ser gordo, viejo, feo o idiota, pero una mujer debe hacer todo para alimentar las supuestas y/o impuestas fantasías del género opuesto, ir a una especie de quirófano y someterse a una tortura medieval para quitarse hasta lo que no se ve. Un hombre no tiene que hacerlo porque, a menos que sea una estrella porno, su pene se vuelve invisible en el cine. Cuando hice "Los Canallas", me obligaron a castrar al actor, es decir, cortar un plano en el que se veía su pene; sin embargo las mujeres mostramos hasta el alma. ¿Qué diría Simone de Beauvoir?, intenté imaginar, pero es difícil ahondar en el feminismo existencial cuando tienes cera caliente en la vagina.
El día del rodaje el actor nunca llegó y lo reemplazaron con un chico que conocí ese rato. “Sacarse la ropa es lo más divertido que una chica puede hacer después de mentir”, dice Natalie Portman en Closer. Y tiene razón. Desnudarse no es difícil, o bueno, las veces que lo había hecho, no me había sentido vulnerable ni frágil sino todo lo contrario: poderosa. Esta vez, sin embargo, no fue igual y por un momento pensé que quizás hubiese sido mejor mentir que sacarme la ropa, pero cuando hice esta reflexión ya estaba "en cuatro" y un desconocido arremetía contra una almohada que estaba atrás mío, mientras el director, el sonidista y el fotógrafo intentaban registrar de la mejor manera posible mi "orgasmo". Porque debía tener un orgasmo justo el momento en que mi novio de la ficción me pillaba con el otro. Así que era un momento de placer y vergüenza a la vez. Despeinada, ciega (tuve que sacarme los lentes) y fingiendo un orgasmo adquirí una mueca bastante extraña que podía ser todo, menos sexy. Cuando la escena terminó me sentí con una especie de chuchaqui moral. Como en esos sueños en los que estás desnuda en la calle y no te importa pero poco a poco entiendes la dimensión del asunto y te empieza a importar. Y te quieres morir. Tal vez no soy tan descomplicada como creí. Pero aquí está la historia. Y bueno, queda claro que no sé fingir orgasmos. :)
Ilustración: Catalina Pérez.
(Diners)
lunes, 1 de junio de 2015
El panóptico ciego o la ciudad pirata
La ciudad siempre es dos ciudades. Una, la que vemos todos los días, otra, la ciudad que nadie quiere ver. La ciudad de los monstruos. La ciudad que tiene puerta de entrada, pero no de salida. La ciudad que más que una ciudad es una ‘subciudad’, una sombra de la primera, el negativo.
Una ciudad pirata.
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El Penal García Moreno se construyó en 1875, en el Gobierno del mandatario conservador. 139 años después, en 2014, bajo el régimen del actual presidente, Rafael Correa, los presos fueron trasladados a otra cárcel. En las instalaciones del penal quedaron todas, o casi todas, las cosas de los presos, quienes tuvieron la orden de salir sin ninguna de sus pertenencias. El cineasta Mateo Herrera y un grupo de investigadores profesionales (Boris Idrovo, Jorge Núñez, Lorena Cisneros) tuvieron la misión de hacer un registro visual del lugar para el Ministerio de Justicia. Sin embargo, cuando descubrieron que en la cúpula de la cárcel yacía el Archivo con 139 años de historia ecuatoriana, entendieron que su trabajo no podía limitarse al registro, sino que merecía una investigación más profunda. Es así como nació la película documental llamada El panóptico ciego.
“A veces los temas le llaman a uno”, dice Mateo Herrera, pues no fue la primera vez que documentó, de alguna forma, el penal. Ya en 2005 hizo una primera película de la cárcel llamada El comité, junto al antropólogo Jorge Núñez. 9 años después, cuando el Ministerio de Justicia le contrató, Mateo buscó a Jorge, quien coincidencialmente se encontraba en el país, pues hace varios años se había radicado en el extranjero. Fue así como la dupla director-antroplólogo se reunió de nuevo para regresar a la cárcel, esta vez, vacía.
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Después de 139 años de historia, el penal vacío no estaba vacío. Apenas los presos se fueron casi en una suerte de ‘abducción’, todo lo que dejaron se convirtió en huella. Sus paredes escritas, dibujadas, manchadas; y las cosas: billeteras, cremas, afiches, medias; cada objeto, al ser abandonado, dejó de ser ordinario para volverse mágico, marcado por una presencia-ausencia deslumbrante. La cárcel vacía recuerda a una enorme nave abandonada, llena de fantasmas. Mateo Herrera se propuso registrar la historia del penal a través de ese vacío, sin entrevistas ni testimonios de los reos ni de sus familiares. Quiso hablar del penal a partir de la ausencia: las paredes, las cosas, la huella… y El Archivo.
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El documental propone una tesis fascinante, arriesgada y brillante: los presos crearon una forma de resistencia ante el sistema dominante al descalificar al modelo panóptico. La película muestra cómo la idea europea del panóptico, fracasó en el Ecuador.
En el siglo XVIII, el filósofo utilitarista Jeremy Bentham creó el panóptico, un tipo de arquitectura carcelaria donde el vigilante es ubicado en el centro, en un punto estratégico desde el cual obtiene un espectro visual casi objetivo, así, los vigilados no saben si son o no observados. Pero más allá de la construcción arquitectónica, el panóptico es una metáfora de la relación de poder: los subyugados son relegados frente a un centro dominante. “La cárcel, la fábrica, el psiquiátrico, la escuela, son elementos de la sociedad panóptica”, dijo el filósofo francés Michel Foucault.
Este modelo arquitectónico da cuenta de la modernidad y la ilustración europea que García Moreno buscaba inculcar en la sociedad ecuatoriana. Si Walter Benjamín decía que “cada sociedad sueña con su futuro”, se podría decir que el penal era el sueño (o la pesadilla) futurista de García Moreno. Pero su plan fracasó. El panóptico no era una estructura hecha para funcionar en la cultura andina. Literalmente: en el ex-Penal García Moreno, el punto de vigilancia fue desterrado, y la torre, en vez de funcionar como lugar estratégico de poder, sirvió solamente de bodega. El sitio que en Europa simboliza el poder, en Ecuador se convirtió en el lugar de la basura, de los cacharros, del olvido. Los presos castraron la torre del vigilante. Cegaron al panóptico. Negaron el modelo dominante. Burlaron al poder.
Una vez cegado el ‘gran ojo’, queda el caos… Y es aquí cuando el documental compara al penal con un “barco de locos”, aludiendo a la tradición medieval de deshacerse de los dementes y de los presos encerrándolos en un barco que, después de ser desterrado de varias ciudades, terminaba navegando a la deriva, sin tierra ni patria, sin centro, sin vigilante. Esta imagen se siente en la cámara de Simón Brauer, encargado de la fotografía del filme, que parece estar en altamar debido a un constante movimiento similar al provocado por las olas.
“Queríamos hacer una película de ciencia ficción”, dicen Jorge y Mateo, cada uno por su lado. En cuanto a la investigación y al guion, se basó en una novela de ciencia ficción de China Miéville llamada Scar, que quiere decir ‘cicatriz’: el argumento trata de un grupo de gente que roba barcos y los pone uno junto a otro, hasta construir una ciudad llamada Armada, en la que habitan vampiros, seres desadaptados, siniestros. Armada es una ciudad pirata, hecha de cosas robadas o ingresadas ilegalmente, como en el penal. Una ciudad sin Tierra donde viven los que ya no tienen lugar. Y en palabras de Jorge: “Una ciudad hecha en silencio, sin que el poder se dé cuenta”. Ciego el panóptico, como resultado del fracaso de un sueño de modernidad, queda una "ciudad-barco-pirata" que navega en un tiempo andino. Una ciudad que fue construida para parecerse al infierno, pero que resultó un infierno bastante desorganizado, que en lugar del régimen del castigo impecable y severo tenía un sistema de refile, que permitía a los presos negociar en secreto con los guardias, la gente de fuera y los otros reos.
Mateo Herrera se propuso captar la atmósfera siniestra del penal vacío que a sus ojos se parecía a los paisajes de Julio Verne. Ese sueño de la modernidad, ese aire de irrealidad, de alucinación futurista, se traduce en el lenguaje cinematográfico: la cámara en movimiento disonante, la voz en off del narrador que no para, el diseño sonoro (hecho por Juan José Luzuriaga), y sobre todo la música extraña, espacial, compuesta por el propio Mateo Herrera, conforman una atmósfera siniestra que remite a aquello que ya no está, a lo intangible. El resultado es una película que a pesar de estar cargada de verdad, realidad e historia, recuerda a la ciencia ficción.
Sucede que a veces, la realidad resulta más increíble que la ficción. Y esta película no solo representa la realidad, sino que la recrea, la captura y la destroza, para, con sus pedazos, construir un mundo que en un momento dado, se desprende y vuela.
(Cartón Piedra)
miércoles, 27 de mayo de 2015
La vida secreta de las cosas.
Fósforos lápices zapatos focos libros alfombras antenas pintalabios licuadoras sombreros espejos tornillos ceniceros agujas paraguas teléfonos martillos relojes telescopios. Cosas. Esos seres inertes a los que Borges llamó “testigos ciegos” de nuestra vida pero que también son nuestros amos. Hoy en día, las cosas ya no nos sirven sino que es al revés: somos esclavos de las cosas.
Los seres humanos, la especie más inteligente del planeta, hemos construido un universo de naturaleza interactiva pero muerta que ahora nos domina. Jaime Bayly decía que las lápidas de los difuntos deberían constar de sólo dos piezas de información: un nombre y la cantidad de caca que ese nombre produjo en vida. Suscribo. Sin embargo, creo que a esas tumbas les harían falta unas líneas que den cuenta de las cosas que dicha persona logró acumular, pues ahora las personas son y fueron sus cosas.
Mi vida, por ejemplo, consiste en una guerra diaria con las cosas. Esta guerra no la he declarado yo, son los objetos los que arremeten contra mi. Alguna vez vi una película clase B en la que las cosas tomaban vida propia y atacaban a las personas. Las licuadoras eran poseídas por un espíritu diabólico y saltaban histéricas buscando carne humana; los tractores se descarrilaban y embestían con furia a sus dueños; la sanduchera se revelaba y atacaba a la mujer que por años se había servido de ella. Esta también es mi historia, los objetos que me rodean, me atacan. Llámenlo torpeza, pero yo estoy segura de que no soy yo la que tropieza sino que ellos han hecho un complot. Si enciendo un fósforo, su cabeza sale volando y me quema el dedo; si me maquillo, el delineador clava sus despiadadas astillas en mis ojos; y la esquina de la cama insiste en golpear cada mañana al indefenso dedo meñique de mi pie.
Las cosas, además, son misteriosas. Hablemos de las carteras. Resumiendo, se podría decir que la cartera de mujer es un portal a otra dimensión, allí en el fondo hay un pasadizo que conduce a ese lugar en el que están el unicornio azul, el marido que se fue por cigarrillos, Elvis Presley y la mitad de mis medias. Y en ese lugar también hay una puerta de salida que, obvio, conduce a mi cuarto, otro no-lugar en el que los objetos importantes (el pasaporte, las cartas de amor) desaparecen y los inútiles (los catálogos de Fybeca, las colillas de cigarrillo) se quedan para consumir mi día en tareas banales.
Las cosas son absurdas. ¿Por qué cargamos tantas? ¿No es horrible darse cuenta de que una lleva en las manos sacos carteras billeteras esferos papeles? ¿Es justo que en el mundo existan tantos papeles? La burocracia, está claro, odia los árboles. En plena era digital aún acumulamos cantidades exuberantes de papel. Si ni siquiera guardo las cartas de mi primer amor, ¿cómo esperan que guarde el recibo de la luz? ¿Y las monedas de un centavo?, esos cerdillos asaltan a diario nuestro tiempo, porque en lugar de leer a Proust te encuentras recogiendo esas pequeñas intrusas perdidas en la alfombra.
Las cosas son cómplices de Cronos, te distraen mientras las manecillas del reloj caminan a tus espaldas.
Einstein odiaba las cosas. Afeitarse y vestirse eran para él trámites infructuosos por los que había que pasar si quería encontrar tiempo para pensar: la vida es corta y en el cielo había demasiadas estrellas como para perder valiosos segundos escogiendo el color de
una camisa. Pensemos también en Diógenes, aquel cínico que se despojó de todos sus “bienes” (que deberían llamarse males) materiales, y se fue a la calle, únicamente con un poncho y un plato de comida. Alejandro Magno, que tuvo muchas cosas, se le acercó y le preguntó si estaba bien, si le hacía falta alguna “cosa”. Diógenes le dijo que sí, que se hiciera a un ladito, porque le estaba tapando el sol.
(Diners)
miércoles, 20 de mayo de 2015
Vuelvo a tomar aire para saludar a Buenos Aires.
"Ocurre con las ciudades lo que en los sueños: todo lo imaginable puede ser soñado, pero hasta el sueño más inesperado es un acertijo que esconde un deseo, o bien su inversa, un temor. Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de temores, aunque el hilo de su discurrir sea secreto, sus normas absurdas, sus perspectivas engañosas, y cada cosa esconda otra."
-Italo Calvino
I
"Vuelvo a tomar aire para saludar a Buenos Aires".
Hoy cumplo veintinueve años, edad de poner los pies en la tierra, dicen, pero sucede que estoy flotando. Y no lo digo en sentido figurado. Ahora mismo las nubes se disuelven a mi lado y una azafata me traerá un té… Voy a Buenos Aires, Buenos Fucking-Aires, la ciudad que alguna vez intentó devorarme (porque una ciudad no es solo asfalto también es sangre y carne y piel), la ciudad en la que fui un salmón, que atravesó sus calles contra- Corrientes, la ciudad de la que huí como quien huye del infierno, y a la que ahora vuelvo.
Alcanzar un año más de vida dentro de un avión puede sonar interesante, pero yo, que sé lo que es pasar un cumpleaños secuestrada por las circunstancias en un aeropuerto, no puedo dejar de pensar en la posibilidad de una jugarreta por parte de Fortuna. La mezcla cumpleaños-aeropuerto-Buenos Aires parece bastante sospechosa. “Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías”, decía Borges. (También lo hago por mi bien y por mi afición suicida preferida). Quiero volver al lugar que alguna vez intentó matarme, adentrarme en sus fauces... y ofrecerle mi otra mejilla…
II
“El Papa es nuestro, el mejor jugador de fútbol del mundo es nuestro, el mejor rock es nuestro. Nos estamos comiendo el mundo. Yo no sé por qué nadie se da cuenta”, me dice un amigo porteño mientras atravesamos la ciudad en su auto. Tiene razón, empezando porque es verano en pleno invierno: hay sol, música, cerveza helada, teatro, ópera, ropa, chicos guapos, libros, muchos libros a precio de nada. Sin embargo, hay algo que no es real, visitar una ciudad de paso es como visitar una ciudad de mentira, de prestado, como andar en puntillas por el lomo de un animal salvaje, como picaflor que cata a cuenta gotas los placeres más lejanos, y que sabe- siempre- que cada ruta que toma excluye otra, que paralelo a su viaje, hay una serie infinita de caminos jamás recorridos, un mapa invisible que está compuesto por las rutas que se rechazan.
III
"¡Qué mierda pasó ayer en San Telmo!"
-Charly García.
Las cosas no salieron como las habías planeado. No escaparon juntos a un hostal barato, no te levantaste a su lado y con dolor de cabeza. Llegaste temprano al hotel y no bebiste lo suficiente como para olvidar. Te acordabas de todo. Del recorrido confuso, pesado, alucinante. Del vino, ¿o era sangre?, de lo que perdiste mientras dieron tumbos por San Telmo. Y esa calle fue el escenario, el espejo, las fauces. La puerta al ojo del huracán, ese punto escondido en el que el agujero negro te succiona , el punto magnético en el que el asfalto se hace espejo y te devuelve tu mejor imagen… o la peor, porque el doble puede salir... y hacer de las suyas. Espejo terrible del alma. Macrocosmos de asfalto, reproductor de tu inconsciente, de tus ángeles, de tus demonios. Y las cosas se te caían, y perdías la fosforera pero encontrabas los cigarrillos, entonces encontrabas los cigarrillos pero perdías la fosforera, y mientras los buscabas perdías el pintalabios, el alma, y el mapa para regresar al hotel. Entonces encontraste tu saco tirado en plena vía, y lo volviste a perder. Y llorabas. Porque estabas borracha y decías que ese saco era nuevo y no lo podías perder el mismo día que lo compraste, no lo podías perder el día de tu cumpleaños… Y él ya estaba harto de prenderte los tabacos, de recoger las cosas que se te caían, de escucharte repetir que todavía tienes la esperanza de encontrar otro bar abierto. Y llegaron de repente al monumento de Mafalda con el que todo el mundo se toma fotos, y mientras él compraba más cigarrillos, te hiciste un selfie, y la foto salió movida, porque estabas borracha y tenías los ojos rojos, porque habías llorado, porque estabas borracha. Y fue el mejor selfie del mundo. Afuera del hotel se fumaron dos o tres cigarrillos y no, no buscaron un cuarto juntos, cada uno se fue por su lado, con la sensación de haber gastado la cuota de lágrimas y dinero en discusiones que no caben entre dos personas que no se aman, infiernos y paraísos que no merecen dos personas que no han dado un centavo la una por la otra.
IV
El Caleidoscopio.
Viajas con protector solar y cronómetro. Buscas la ciudad en los mapas. No te das cuenta de que existes. No existes. Eres un turista más. Otro más. Y entonces un día te pierdes y un pordiosero te dice que Buda ha vuelto a nacer, un borracho se sienta a tu lado y te cuenta que a esta hora se piden deseos. Y tu sabes que has descubierto la ciudad, la has pillado infraganti, o al revés: ella te ha encontrado a ti, cuando pensabas que ya nada tenía sentido. Tu ciudad. Tu ciudad particular, que, como los cristales congelados que se llaman instantes y como los copos de nieve, jamás es igual a la ciudad del otro. Y lo has hecho en un segundo, en un cristal congelado has descubierto la ciudad, has encontrado la ciudad. El tejido espacio tiempo se rompe y por un huequito, ves toda la ciudad, sus venas, sus caras, sus ríos, y también eso, eso que no se ve, lo ves todo en un instante (Ahora entiendo porque Borges escribió El Aleph en Buenos Aires), y después ese tejido se cierra y la ciudad es otra vez ajena. La has encontrado en un descuido, cuando has dejado de buscarla, cuando cansada por la luz del sol que te fulminó mientras intentabas encontrarla, te sentaste bajo un árbol, después de haber visto la luna en un telescopio por siete pesos en Puerto Madero, después de caminar en silencio por veinte minutos con la persona con la que se suponía que debías tener una aventura (porque hay que tener una aventura ciudades que una visita (en la medida de lo posible), para después poder contarlo. Porque no se vive si no se cuenta. Porque a veces vivir es decir que se ha vivido.
El Caleidoscopio.
Viajas con protector solar y cronómetro. Buscas la ciudad en los mapas. No te das cuenta de que existes. No existes. Eres un turista más. Otro más. Y entonces un día te pierdes y un pordiosero te dice que Buda ha vuelto a nacer, un borracho se sienta a tu lado y te cuenta que a esta hora se piden deseos. Y tu sabes que has descubierto la ciudad, la has pillado infraganti, o al revés: ella te ha encontrado a ti, cuando pensabas que ya nada tenía sentido. Tu ciudad. Tu ciudad particular, que, como los cristales congelados que se llaman instantes y como los copos de nieve, jamás es igual a la ciudad del otro. Y lo has hecho en un segundo, en un cristal congelado has descubierto la ciudad, has encontrado la ciudad. El tejido espacio tiempo se rompe y por un huequito, ves toda la ciudad, sus venas, sus caras, sus ríos, y también eso, eso que no se ve, lo ves todo en un instante (Ahora entiendo porque Borges escribió El Aleph en Buenos Aires), y después ese tejido se cierra y la ciudad es otra vez ajena. La has encontrado en un descuido, cuando has dejado de buscarla, cuando cansada por la luz del sol que te fulminó mientras intentabas encontrarla, te sentaste bajo un árbol, después de haber visto la luna en un telescopio por siete pesos en Puerto Madero, después de caminar en silencio por veinte minutos con la persona con la que se suponía que debías tener una aventura (porque hay que tener una aventura ciudades que una visita (en la medida de lo posible), para después poder contarlo. Porque no se vive si no se cuenta. Porque a veces vivir es decir que se ha vivido.
V
Carroñeros.
Yo quería ciegamente sentir (otra vez) la irrecuperable sensación post-Siddartha a la que una se vuelve adicta, y después la busca (sin resultado) una, veinte, mil veces. Una se vuelve adicta a las sensaciones. Por ejemplo ahora, quiero volver a sentir que me queda mucho tiempo, que el mundo es demasiado grande como para comerlo de un bocado, que hay sol de sobra, misterios, mares, estrellas. “No intentes repetir el pasado”, dijo Fitzgerald... y no lo escuchaste . Llamas a los mismos idiotas. Te sientas en la misma mesa. Escuchas las mismas canciones. Bebes el mismo trago. Pero eso, eso que buscas, ya no está, se ha ido para siempre y tú, todos, lo saben. Y aún así beben, aún así repiten la canción, sabiendo que cada acorde, cada palabra, cada intento por llamarlo, les llevará más lejos. Ni tú ni ellos son los mismos, pero ahí están, llenando las copas, hablando con un muerto.
Yo quería ciegamente sentir (otra vez) la irrecuperable sensación post-Siddartha a la que una se vuelve adicta, y después la busca (sin resultado) una, veinte, mil veces. Una se vuelve adicta a las sensaciones. Por ejemplo ahora, quiero volver a sentir que me queda mucho tiempo, que el mundo es demasiado grande como para comerlo de un bocado, que hay sol de sobra, misterios, mares, estrellas. “No intentes repetir el pasado”, dijo Fitzgerald... y no lo escuchaste . Llamas a los mismos idiotas. Te sientas en la misma mesa. Escuchas las mismas canciones. Bebes el mismo trago. Pero eso, eso que buscas, ya no está, se ha ido para siempre y tú, todos, lo saben. Y aún así beben, aún así repiten la canción, sabiendo que cada acorde, cada palabra, cada intento por llamarlo, les llevará más lejos. Ni tú ni ellos son los mismos, pero ahí están, llenando las copas, hablando con un muerto.
VI
"Mirarte en el aire es mi mayor problema, partirme en pedazos rotos, de espejos... Y estás muy lejos..."
-Andrés Calamaro.
-Andrés Calamaro.
Entonces imagino una ciudad vacía, apocalíptica, abandonada; el teatro, la ópera, los locales de comida rápida, desolados... Argentina sin argentinos. Después pienso en el Tiempo,
ya no en el instante de cristal, sino en la baba del diablo, la materia oscura, los agujeros que se
estiran a pasos agigantados. Un día ya nadie estará aquí. Quiero vomitar. Los espíritus, los ojos, el amor, tanto amor, no puede desaparecer para siempre… Hay
tanta benevolencia, tanta gratitud, pienso que la humanidad es increíblemente
generosa. Hay tanto amor, y eso duele… Duele tanto que mejor me
levanto de la cama y me doy una ducha fresca, me pongo un
vestido lindo y bajo a tomar una cerveza. En el patio del hotel no hay fantasmas. En el patio es verano. Y me encuentro a un viajero que me habla del ying yang y dice que la ciudad te puede
llevar al cielo o te puede comer, porque nada existe sino que es un holograma
de tu alma, entonces un día te lleva al cielo y otro al infierno. Porque hay cielo, infierno,
River, Boca, y burocracia, la burocracia está en el medio… -dice - y después hace chasquear sus dedos y dice que eso (se refiere al instante que es como cristal congelado) ya lo perdimos. Queda compartir.
Intercambiar. Fuera de eso, nada tiene mucha importancia. A media noche caminamos hacia el tenedor chino que queda cerca de Plaza Italia. Vuelvo al sitio que en otro tiempo fue refugio, algo así como una isla en medio de un mar de tiburones, una isla que ofrecía rollitos primavera y Stella Atrois, mientras afuera había selva, animales salvajes, monstruos marinos.
Esa noche no pude dormir. A la madrugada bajé al lobby del hotel y lloré. A nadie le importó.
Esa noche no pude dormir. A la madrugada bajé al lobby del hotel y lloré. A nadie le importó.
(La versión editada de este texto se publicó en enero en Diners)
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