Hago clic. Un sonido parecido al de una bomba me anuncia que no hay tiempo. Tres, dos… ¡Corre a posar! En soledad, me ubico en una silla para alcanzar en el cuadro. Tengo tres segundos para poner cara sexi, girar la laptop para que no entre en cuadro la ropa botada en el piso y hacer que se vea mi anillo nuevo sin que me tape los labios. ¡Clic!. Siempre he preferido los selfies con photo-booth a los del celular. La razón es simple: en la cámara de la compu es como un espejo en el que puedes mirarte y decidir en qué momento congelar el tiempo. Con el celular, aunque la foto suele ser tomada frente a un espejo, el control no es tanto.
Recordemos a “las amigas de Camilo”, personajes de Enchufe.tv que parodian la acción del selfie. Hinchar los labios con la clásica “duck-face”, mirar al espejo mientras se sostiene el celular con la mano y darle clic. La foto para las redes sociales se ha convertido en una tarea indispensable. Antes de ir al baño, comer, dormir, tomar una cerveza, fumar un cigarrillo, arreglar la casa o ir a la tienda, hay que hacerse una foto. Como si debiéramos dejar registro de cada uno de nuestros pasos. Todo merece un selfie que lo compruebe. El álbum de la vida está en Internet. ¿Por qué esa necesidad de publicar nuestra vida íntima? Hay una razón simple: en nuestro muro de Facebook siempre somos protagonistas. Nos comportamos como estrellas de rock que dan cuenta de cada uno de sus movimientos a sus fans. Porque bien podríamos mandar esas fotografías a la gente que queremos que las mire, “por interno”. Pero no es suficiente. No es suficiente que las vea él, ella, yo. La idea es que las vean todos. El coro. El Gran Otro. Debo informarle al Gran Otro lo que he comido, lo que he visto, los lugares que he recorrido. Y no solo eso: también lo que he sentido al respecto. La razón es simple: el placer no se da cuando soy feliz, sino cuando los otros saben que soy feliz. Antes las abuelas se sentían bien cuando sabían que las comadres sabían que ellas sabían que se iban a casar. Hoy las redes sociales cumplen ese papel de puente o de “teléfono dañado”. Son el espacio imaginario perfecto para la materialización (virtual) del deseo.
En el autorretrato fotográfico la víctima y el victimario son el mismo. Decido plenamente cómo quiero retratarme. Cómo quiero ser vista. Esa imagen es el reflejo de mi “yo ideal”. La cámara no me encuentra in fraganti en el instante en el que mi alma se devela mostrando eso que yo me empeño en ocultar. Nadie me roba el alma en un descuido. No. Aquí yo lo controlo todo. Pero un selfie no es un autorretrato. Ni si quiera una “foto”. Está una escala más abajo de estas categorías. Es una imagen desechable. Efímera. Vulgar. Hecha para un momento. Antes las fotografías se demoraban días en realizarse. Era especial la textura de los clásicos retratos familiares que demoraban horas en ser tomados. O el trabajo de la artista Cindy Sherman, que hacía una sola fotografía que costaba millones. Había un valor en el concepto de unidad. Contradictoriamente a la fotografía misma —que es una lucha contra la muerte— el selfie no está hecho para durar. Y por esta misma razón, se hace accesible a todos: todos estamos cortados por la misma tijera.
¿Por qué no hacerse un selfie? ¿Porque tal vez cuando te vean en la realidad, tu imagen diste mucho de aquella que en Facebook lleva 150 likes? ¿Somos la fotografía que nos representa? En Todo sobre mi madre de Almodóvar, Agrados dice: “uno es más auténtico cuando más se parece a lo que ha soñado de sí mismo”. Y aunque me abomba ver infestado el muro de inicio de “duck-face” haciendo alarde de sus platos de comida o sus novios, la verdad desconfío más de aquellos que, en lugar de un selfie, usan como foto de perfil la imagen de Snoopy o Brad Pitt. ¡Dios sabrá qué hay atrás de esas imágenes!
(SoHo)
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