Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...
miércoles, 22 de mayo de 2019
Instrucciones para escribir (o bailar) en la cabeza
Recuerdo a mi madre tocando la flauta traversa en el baño. La veo a lo lejos, envuelta en humo de cigarrillo, mirándose en el espejo y tocando. Podía haber ido a la sala o a su cuarto, pero prefería acomodarse en ese baño de azulejos celestes, el baño de visitas, con su atril, sus partituras y un cenicero. Quizá era el único lugar que sentía propio.
Escribo en un estudio que comparto con el Mario. Muchas veces imagino (o siento) que escribo en la cocina. Tal vez porque en nuestra anterior casa así lo hacía, y no porque no tuviera otro espacio, sino porque lo sentía más cálido, y porque me sentía cómoda con la posibilidad de un café cerca. Ahora, aunque escribo en un lugar supuestamente destinado solamente al trabajo de escritorio, el mundo doméstico no me abandona, tal vez porque en esta habitación “propia”, que no es tan propia porque en el matrimonio casi nada lo es, la puerta no puede estar cerrada por mucho tiempo. Si tardo mucho, el Lucas da golpecitos y grita “¡Mamá!”. Entonces debo interrumpir mis textos y salir a buscarlo. Otras veces me llama la olla del arroz, que está a punto de quemarse.
Cuando me dicen que aproveche el tiempo y salga a tomar un café o a conversar con amigas, prefiero invertirlo en buscar un lugar para escribir. Después de hacer un recorrido por el barrio con mi computadora en mano y probar cada tipo de café, llegó a la conclusión de que la biblioteca es el mejor lugar, no tiene música a todo volumen, está rodeada de libros. Hago chasquear mi teclado "Genius" bajo la solemne pintura de tres hombres blancos letrados. No pasa mucho tiempo hasta que un joven me interrumpe, no se puede concentrar con el escándalo de mi teclado comprado en almacén chino. Como es un muchacho ilustrado, educado y leído, me propone una solución y él mismo me acomoda en una cabina personalizada. Ni el sonido de una mosca. Abro mi texto, las palabras fluyen, pienso que si alguna vez muero y voy al cielo, iría a una biblioteca. Pero luego veo el reloj y entiendo que debo volver a casa. Decido que lo mejor será esperar a la noche, escribir cuando todos duerman. García Márquez dijo alguna vez que no existe mejor sueño que “escribir sin que nadie joda”. A veces parece tarea imposible.
Recuerdo el “despacho” de mi abuelo materno. Tenía una plaquita verde que decía “Miguel Ángel Varea Terán”. Vagamente recuerdo el olor de sus libros, la textura de su escritorio de madera. ¿Y mi abuela? A ella la recuerdo leyendo, pero jamás en un “despacho”, jamás en una habitación propia, jamás como una actividad seria, sino como parte de la cotidianidad. Mientras mi abuelo trabajaba en cosas “serias”, ella hablaba con las plantas, miraba paisajes desde la ventana, cuidaba a los hijos, a los perros y a los nietos, preparaba té con hojas de cedrón que arrancaba de un árbol, les daba de comer a los pájaros y les contaba sus sueños, tomaba café acompañada de su radio portátil. De cuando en cuando, ella se refugiaba en “el cuarto chiquito”, una habitación minúscula que estaba destinada a los huéspedes. Mi mamá me cuenta que se metía ahí como huyendo de la cotidianidad, del marido, de los hijos. Recuerdo también el estudio de mi abuelo paterno, con botellas de champaña y chocolates que escondía en un cajón. Mi abuela paterna tampoco tenía un despacho, tal vez tenía despecho, había acabado la universidad, que para su época era bastante, pero después de casarse ya no pudo ejercer su carrera: los hijos vinieron uno después de otro. Jamás tuvo una “habitación propia”.
Mi padre tocaba la guitarra en la sala. Mi madre tocaba la flauta traversa en el baño. Yo odiaba el sonido de la flauta. Lo que ella amaba era una amenaza para mí. ¿Sentía lo mismo que siente mi hijo cuando me ve escribir? ¿Será que los hijos nos ponemos celosos de esas actividades porque sabemos que nos excluyen? ¿Sabemos que, en esos momentos, las madres dejan por un ratito de ser madres y se van a un lugar muy íntimo? ¿Será ese lugar la habitación propia?
Pienso en Virginia Woolf preguntándose dónde y cómo debía (o podía) escribir una mujer; preguntándose en qué imagen le correspondía a una escritora. Amo imaginar a su pescadora/escritora cazando ideas con un fino anzuelo en lago de la consciencia. Pero tampoco puedo evitar pensar que a Virginia Woolf una tía le heredó una pensión vitalicia de por vida. Y que no tenía hijos y sí empleados y empleadas. Luego pienso en Anaïs Nin escribiendo sus diarios a escondidas, pensando en qué hacer para publicarle los libros a Henry Miller, negándose a tener una hija porque quería vivir tan solo como amante y artista, y la maternidad representaba una amenaza contra esas dos figuras; pienso en Sor Juana Inés de la Cruz huyendo a un convento para poder escribir en paz, luego me acuerdo de que mi prima me contó que su abuelita, la gran Alicia Yánez Cossio, solía escribir encerrada en el clóset. También pienso, no sé por qué, en Isabel Allende, en que fue de las pocas mujeres que escribieron en la época del boom pero nadie la consiedra, jamás, como parte del boom, ¿será el precio que debe pagar por ser exitosa y ser mujer? ¿o será que de verdad es mala mala? no sé, no he leído sus libros, tal vez porque "escritores serios" me han dicho que son malos. Pienso en Simone de Beauvoir negándose a la maternidad para poder conservar su labor intelectual. Pienso en Jean Austen escribiendo sus novelas en la sala de estar, en todas esas mujeres que tuvieron que decir que eran hombres para poder escribir, como Mary Ann Evans (George Eliot) o las hermanas Bronte, o Colette, en Mary Shelly firmando Frankenstein con el nombre de su marido, en Louisa May Alcott escribiendo en la cocina. Leí Mujercitas por obligación en la escuela y la verdad ya casi no me acuerdo, pero la imagen de May Alcott escribiendo en la cocina no se me borra. Amo esa imagen. Y no sé por qué también me lleva a pensar en Sylvia Plath, que sí tuvo dos hijos, suicidándose en la cocina. No es que soy devota de Plath pero esa imagen siempre me persigue un poco, una mujer, una escritora, metiendo su cabeza en el horno en uno de los inviernos más fríos. No sé por qué, esta escena me recuerda un poco a esa esposa triste de Las Horas interpretada por Julianne Moore, que está leyendo a Woolf y contiene sus lágrimas mientras hace un pastel para el cumpleaños de su marido. Hace un pastel en la cocina. Esa cocina en el que lo doméstico y lo intelectual confluyen y luego se estrellan, la cocina como el corazón de la casa, el pan, el horno, el fuego, y después esa misma cocina como escenario de muerte.
“Seré franco… una mujer no debe escribir, no haga libros; traiga niños al mundo”, le dijeron a Aurora Dudevant, quien tuvo que usar el seudónimo de George Sand para poder publicar. Leí que en la Edad Media había un proverbio que decía en latín: “Aut liberi aut libri”, que significa “hijos o libros”. Y que eso es lo que se les imponía a las mujeres, que elijan. Lo uno o lo otro, las dos cosas, jamás. Y las mujeres que optamos por ambas cosas, ¿qué?
El otro día un amigo me preguntó si estaba escribiendo algo, le dije que sí y se ilusionó, pero cuando le conté que era algo relacionado a mi maternidad pude ver el desencanto en su rostro. Me acordé que no solo él piensa que todo lo relacionado al cuerpo femenino no merece ser narrado. No es interesante hablar de menstruación, de menopausia, de partos ni de hijos. Hélène Cixous hablaba de la "escritura blanca", escribir con la leche materna, decía. Me gusta esa idea porque incluye el cuerpo femenino, el cuerpo materno, ese que ha sido excluido de los grandes temas de la literatura universal. Me acuerdo de un gran texto que escribió la Gaby Paz y Miño para Nido Parlante en el que se describía a si misma escribiendo en pijama, rodeada de tazas de café, y no como la imagen romántica del genio escritor en su despacho sin interrupciones.
Aprender a escribir con interrupciones. Escribir sin pretender que lo doméstico no exista. Tener la capacidad de desdoblarse. Ser un millón de mujeres. Quizá sea muy romántico pero me gusta pensarme como araña, como mujer doble, triple, capaz de escalar la conciencia mientras preparo café. Ser madre que escribe es eso, aprender a escribir mientras se cocina, mientras se lleva al hijo de la mano al parque, mientras se lava los platos. Pienso automáticamente, inconscientemente, en Alicia Alonso. Leí en alguna parte que cuando se quedó ciega aprendió a bailar en su cabeza. Bailar en la cabeza, escribir en la cabeza. Se parece un poco a esa libertad de la que escribió Ursula Le Guin que implica saberse autónoma el momento en que se escribe, así dure poco. De alguna manera, una especie de resistencia. Por eso no quita que también se deba aprender a encontrar un tiempo a solas. Un tiempo sin interrupciones. Tiempo para escribir y nada más que escribir. También es legítimo. También es posible y necesario. Porque si encontramos tiempo para hacer tareas domésticas o trabajar en algo más, seguro existe también tiempo para escribir, lo que pasa es que no siempre creemos merecerlo, porque a las mujeres que no tienen hijos les han dicho que escribir es cosa de hombres, y a las que si tenemos hijos nos han dicho que si ya elegimos parir, mejor nos olvidemos de escribir.
Termino este texto en la noche, mientras mi hijo y mi esposo duermen. No lo veo, para nada, como un acto heroico o sacrificado, de hecho, lo siento un privilegio. Reconozco que para mi hay algo de bello en eso de escribir mientras los demás duermen. A veces tengo que detener mi actividad, regresar a la cama y darle la teta a mi hijo, hasta que se duerma otra vez. Tampoco considero esa interrupción como una traba, porque cuando después vuelvo, despacito, a mi computadora, ya no veo este texto con los mismos ojos, porque mientras he estado amamantando a mi hijo he pensado en cosas, he visto estas mismas palabras con los ojos cerrados. He pensado en las mujeres escribiendo en el clóset, en la cocina, en la cabeza, en el convento, escribiendo con traje de hombre. He honrado sus fantasmas y he recordado con devoción sus plegarias, reescribir el cuerpo, como pedía Woolf, reecribir el mundo, como pedía Le Guin. Entonces he regresado, despacito a este escritorio, a esta habitación propia bella e interrumpida, para entender que las mujeres que queremos escribir necesitamos entender que el tiempo para escribir nos pertenece, y también, un poco, aprender a bailar en la cabeza.
Clímax: sangre, esperma, tiempo
Nacer es una oportunidad única
Una mujer agoniza en la nieve, sangre sobre el vacío, alaridos de dolor, Eric Satie. Después de esta desconcertante escena, lo que aparece en pantalla no son los créditos de cabecera, sino los de cola. Unos subtítulos a manera de dedicatoria: “A los que nos hicieron y ya no están” seguidos de otros que anuncian que la película que “acabamos de ver” (aunque ni siquiera hemos empezado a verla) está basada en hechos reales.
Después del bajón de Love (2015), Gaspar Noé regresa con fuerza y se revindica con Clímax (2018) un viaje pesadillezco hacia el inconsciente o el Hades. Esta película cuenta la historia de un grupo de bailarines que en un invierno del 96, sin querer, toman LSD mezclado con sangría. Lo que sucede es escalofriante.
La primera vez que vi una película de Gaspar Noé tenía 15 años. Irreversible era un nombre que sonaba entre los pequeños círculos artísticos intelectuales. Yo lo único que sabía es que era“cine independiente” y había que verla. Entonces, en la inocencia de mi adolescencia, alquilé el VHS en un video club, preparé canguil, y convoqué a la familia entera. Ya se imaginarán las caras de todos cuando empezó la escena de la violación en plano secuencia. Obviamente la proyección fue suspendida, y a nadie le dio ganas de seguir comiendo el canguil.
Supongo que si Gaspar Noé hubiera presenciado este momento se hubiera regocijado. Porque si hay algo seguro es que él busca herir a ese espectador cómodo y “canguilero”. Más de quince años después, volví a hacer canguil para ver otra película de Noé, Clímax. Por supuesto, recibí el merecido castigo. A los 30 minutos quería apagarla (y lo hubiera hecho de no ser porque tenía que escribir este artículo).
Desde sus primeros cortos, Gaspar Noé estableció un estilo propio en el que la violencia y el sexo eran los principales ingredientes. Un cine carnal, ultra-violento y despiadado que muestra sin eufemismos ni elipsis, lo que nadie quiere o, mejor dicho, puede ver. Porque resultaría insoportable.
Por ahí en el 2000, mientras trabajaba en la preproducción de Enter the void (2009), Gaspar decide filmar algo más sencillo. Con un guión de 3 páginas rueda Irreversible sin sospechar el éxito que le traería. Con esta película se convirtió en otro niño mimado de Cannes. Quizá por primera vez se veían escenas tan explícitas en tiempo real. La actuación y la puesta en escena de corte completamente realista hacía que el espectador, al menos por un momento, viva la película en carne propia. Daba la sensación de estar ahí, en medio de ese túnel rojo, siendo testigo de una violación. Además del recurso, en ese tiempo innovador, de contar la historia al revés. Y las escenas de Monica Belucci en el patio con sus posibles hijos y Beethoven de fondo, dolían más que la misma escena de la violación, porque eran como un cruel reflejo de lo que no pudo ser. Estaba claro que ahí había un autor. En Enter the Void (2009) Noé explora un punto de vista jamás pensado, el de un muerto. Inspirado en por el libro de Bardo Thödol, El libro tibetano de los Muertos, el que es una guía para que los moribundos aprendan a moverse en el plano astral, el franco argentino muestra una ciudad bizarra vista desde arriba, desde los ojos de alguien que ya no existe. Lleva al espectador hacia un viaje espiritual que dura nada menos que dos horas y más.
Esperé con ansias Love (2015), su siguiente película que prometía pornografía en 3D, pero la encontré falsa e incluso aburrida. Está claro que este “enfant terrible” quiere incomodar. Pero a veces que lo que incomoda no es necesariamente lo que muestra, sino precisa y paradójicamente, sus ganas de incomodar. Eso que suele llamarse “marca de autor” por momentos corre el riesgo de convertirse en arrogancia narrativa. Incluso da la sensación de que solo le faltaría poner un letrero que diga “si no les queda claro, hago cine independiente”. Me pregunto entonces, si es que hay un momento muy delicado en el que estos recursos innovadores dejan de ser necesarios y más bien se convierten en el reflejo de un enorme ego. Pero bueno, así es Gaspar Noé, un genio, claro.
Con Love, Noé se propuso “eyacularle en la cara al espectador”, pero ni así consiguió hablar de esa compleja relación Eros-Thanatos que irónicamente en sus otras películas sí está presente. Love no es una historia escrita con “esperma y sangre”, porque las historias de esperma y sangre suelen haber deseo. Y aquí, tras el bombardeo de imágenes explícitas que abruman, no por su contenido sexual como hubiera querido Noé sino por su sobrenarración, el deseo parece exluído. O al menos, el deseo femenino. Porque Electra es un personaje construido desde el cliché, desde la fantasía estereotipada masculina, tanto en el plano físico como en la caracterización. Sin embargo se rescata algo interesante pero que apenas está esbozado, y es la idea de que el deseo muere cuando aparece el amor.
Con Clímax regresa esa fuerza narrativa brutal. La banda sonora fluctúa entre música electrónica, en su mayoría francesa, de los 80s y 90s tipo Daft Punk, una versión distorsionada de Erik Satie hasta Los Rolling Stones. Pero su mayor acierto es sumergir al espectador en una marea de sensaciones que si bien no son nada positivas, hacen vibrar, incluso al punto del terror. Porque si con Irreversible y Enter the void logró impactar, con esta se llega a sentir no solo asco o desprecio, sino terror.
Esta sensación comieza con los planos secuencia tan bien logrados que siguen a Selva (Sofía Boutella) por la fiesta. Hay una danza maestra entre Noé y su director de fotografía Benoît Debie, que logran situar al espectador en un lugar invisible desde el que parece estar presente en la fiesta.
En una entrevista, Noé cuenta, orgulloso, de no dar la respuesta que cree que esperan de él, que dos de las escenas más bizarras y contemporáneas de Clímax (el intro de la nieve y las entrevistas a los bailarines) no le llevaron ningún esfuerzo, no le tomaron días de sudor frente a la pantalla, sino que fueron producto de un “brote de inspiración” en el rodaje. Mientras el crew almorzaba, preguntó si había un dron, llamó a la actriz y le pidió que se acostara en la nieve. Entonces supo que esa sería cronológicamente la escena final, pero la montaría al principio. Y es que el cine de Noé encuentra el sentido en la búsqueda más que en el resultado, su estilo está en la improvisicación. De hecho, el guión de Clímax tuvo 3 páginas y se rodó en 15 días. Decidió trabajar con no actores, con excepción de Sofía Boutella, quien más que actriz es modelo de Nike y el director le contactó a través de Instagram.
Despacio, en pequeñas olas, sin darnos cuenta, hemos empezado el descenso al infierno. Los personajes bailan, beben sangría, Selva, que es a través de quien vemos un poco todo, se sienta al lado de otra chica, quien, acontecida se cuestiona sobre el aborto. Entonces intempestivamente aparece el primer letrero a lo Godard, con una frase densa, entre existencial y provida: “nacer es una oportunidad única”
Vivir es una imposibilidad colectiva
Cuando le preguntan a Noé en qué se inspiró para crear la película, él contesta, hecho el loco, que en las fiestas de los festivales de cine que son como bacanales modernas. Pero basta ver la escena en la que se encuentra al inicio del filme, en la que desde un televisor, los bailarines responden a preguntas sobre el baile, las drogas y la vida. Entre las cintas que se ven al costado del televisor están Suspiria de Dario Argento (cómo no iba a citarla, al fin y al cabo, las dos películas son historias de baile y horror) y Los 120 días de Sodoma (es clara la cita al infierno), entre otras.
Gaspar Noé siempre amó el cine de Buñuel. Clímax, de hecho, podría ser una suerte de Ángel Exterminador gore. Porque comparte la misma estructura en la que varias personas (por lo general burguesas) quedan encerradas en un mismo lugar y sufren un viaje hacia la degeneración. De hecho, en este encierro las personas reproducen una pequeña sociedad. Y aquí queda clarísimo que se trata de Francia. Empezando por el letrero que pone, con ¿algo de ironía?: “Una película francesa y orgullosa de serlo”. Uno de los personajes negros dice, refiriéndose a la bandera de Francia gigante colgada en la sala de baile, que “no le gusta la decoración”, a lo que otro, negro también, sugiere tener sexo con una chica sobre la bandera. Esta academia de baile es una pequeña Francia con su diversidad, en la que negros, blancos, migrantes, homosexuales, conviven, pero sería falso decir que conviven armónicamente, respetando los famosos lemas: liberté, égalité y fraternité.
De hecho, hay intolerancia pura en estado latente, el racismo crece en silencio y explota en una de las escenas más densas, esa en la que varias personas negras rodean a una mujer blanca embarazada y la agreden hasta niveles absurdos. No hay lugar para una “convivencia armónica”. La tolerancia no existe. Vivir es una imposibilidad colectiva.
En la segunda parte de la película, después de los créditos de cabecera que están justo en el medio, la droga surte efecto y el caos se desata. Lo peor, cuando una madre encierra a su hijo pequeño en un cuarto con tensión de alto voltaje, donde lo más probable es que se electrocute. En este punto quiero apagar la película, se ha pasado de sádico. Odio a Gaspar Noé. Lo que sigue son imágenes infernales que recuerdan a pinturas como La nave de los locos, de El Bosco, o El Triunfo de La Muerte, de Brueghel. Un hombre con fuego en la cabeza, una mujer que se arrastra por el piso, los alaridos del niño que no entiende la crueldad de su madre, el odio de los negros que agreden a la mujer blanca a manera de venganza, y todo esto con esa luz de discoteca barata que recuerda a las películas de Argento y acentúa la sensación de pesadilla o infierno. Clímax también es un retrato de la angustia, porque es, en efecto, un clímax prolongado.
En este caso, es la droga la que borra esa capa de moral o “superyó” que mantenía un mínimo de “tolerancia”. La pregunta que cabe aquí es: ¿la droga altera los estados inherentes al ser, o más bien revela su verdadera esencia? Parecería que Noé se va por la segunda opción, concibe a la moral como falsa, ajena, es decir una “construcción cultural” que al caer, devela la pureza del ser humano, (“porque el hombre es un animal”) y claro, eso es violencia, pulsión, incesto. Un mundo en el que no existe diferencia entre el Bien y el Mal. La ausencia de Dios. Quizá esta idea se construye desde ese plano cenital tan característico de la película en el que se ve a los bailarines desde arriba, los muestra como una especie de torrre humana. Gaspar Noé ha afirmado esa imagen le recuerda a La Torre, ese arcano del Tarot de Marsella cuya historia está vinculada a la leyenda de la torre de Babel; cuando los hombres quisieron desafiar a Dios y él los castigó con el idioma. No hay comunicación posible. A pesar de estar juntos, los peronajes están solos. Sí, sí, vivir es una imposiblidad colectiva.
Morir es una experiencia extraordinaria
Pero cuando recuerdo Enter the Void pienso que al fin y al cabo Noé no es tan nihilista. Después de la muerte, Óscar no se ha disuelto en la nada, no a pasado al desconcertante “no ser” sino que ha persistido, es decir, que Noé afirma, al menos por unas horas, la existencia de una consciencia ya sin cuerpo. Es decir que hay, en medio de la violencia, de la desesperanza y de la crueldad, un espíritu. Y esa también puede ser la causa de la belleza de algunas de sus imágenes, o si no. ¿Cómo se explica la escena de la nieve en Clímax, comparable a la escena de Belucci en el patio, en Irreversible? Gaspar Noé también es experto en construir momentos bellos. Hay algo en su obra que vibra en un registro más etéreo. Es Satie, es Beethoven, es la nieve, es la sangre, es el tiempo. Hay, en medio de la sangre, la concepción de algo etéreo, pero que no necesariamente implica una esperanza, sino lo contrario. Es el Destino/Tiempo el que determina la existencia humana. Lo que estableció de manera más evidente en Irreversible al contar la historia de atrás hacia delante acentuando la idea de que más que un Dios, es el Tiempo el que determina el destino de los seres humanos en la tierra. “Porque el tiempo lo revela todo: lo bueno y lo malo”. El Tiempo que es irreversible y que escribe la historia en los cuerpos. La danza, como el cine, es el arte del tiempo. Pero en la danza la herramienta directa es el cuerpo. Y un poco también podrían ser Eros (cuerpo) Thanatos (Tiempo). El cuerpo como vida, animalidad, carne, en contra posición a cierta sacralidad del tiempo vinculado a la muerte. Lo sagrado y lo mundano. No en vano uno de los personajes dice “¿Desde cuándo se mezcla Dios con la danza?”. Y esto lo vemos con claridad en la imagen de Selva desesperada, bailando o convulsionando en el piso, en un intento desesperado por revelarse al tiempo, porque la ansiedad no es más que la imposibilidad de habitar el tiempo en armonía.
Gaspar Noé concibe al tiempo como un depredador salvaje, que ciego, teje el destino humano. En su mirada la presencia de una divinidad (en este caso el destino/tiempo) no es más que la confirmación de la más absoluta soledad.
(Ochoymedio)
Un poco de la historia del Del-fín (Sobre el documental de Delfín Quishpe)
Conocí (o mejor
dicho, vi) a Delfín Quishpe, por ahí en el 2012, cuando yo trabajaba en un
canal de televisión. En ese entonces él estaba en su época de mayor fama; sus
videos, que se habían hecho virales en YouTube, se caracterizaban por narrar,
desde la más pura inocencia, la realidad de los migrantes latinos en países
desarrollados, pero sobre todo, por ser una mezcla estrambótica de lo que, a
los ojos de un músico indígena que quería triunfar, significaba el primer
mundo: un traje de vaquero, el uso indiscriminado de efectos especiales de baja
calidad, la condolencia por los
problemas “mundiales”, como el atentado a las Torres Gemelas o Isarrael. En
medio de imágenes documentales de Nueva York o Isrrael, Delfín aparecía,
recortado y chiquito, gritando con un dramatismo impostado, su frase
carácteristica: “¡No puede ser! ¡Noooo!!” y hacía reír a la clase media (no
solo de Ecuador) con sus “ocurrencias”.
Yo le pedí un autógrafo y me sorprendí cuando me contó que las letras
para sus canciones se las mandaban “los
fans de Argentina”. ¿Había alguien más atrás de este héroe posmoderno? ¿Eran
los productores los que construían esta imagen bizarra y cómica de la
latimoamericanidad para vendérsela al primer mundo? ¿Quién era realmente Delfín
Quishpe? Muchas preguntas. Una certeza: el fenómeno Delfín Quishpe encerraba
varios aspectos de eso que significaba ser ecuatoriano y latinoamericano. A
través de este personaje, esta estrella de "tecnofolklore andino"
(que ahora también es alcalde de Guamote) cuyos videos eran más vistos que
quizá los de ningún otro músico ecuatoriano, había mucho que entender sobre
nuestra propia cultura. Por eso me alegré cuando me enteré que Esteban Fuertes
y Fernando Mieles se habían decidido a hacer el documental que desde hace
tiempo esperaba a ser narrado. Al fin.
Hay algo triste
en la película “Hasta el fin de Delfín”. Algo parecido a la nostalgia. Quizá
ese “algo” tenga que ver con ese rostro de Delfín que no conocíamos y que aquí
se nos muestra por primera vez. Ese que está debajo del traje. Mieles presenta
a un personaje con varias dimensiones humanas, un personaje que es capaz de
generar más 5 millones de visitas en YouTube y es el mismo que para sobrevivir
maneja un local de pollos asados. A través de él reflexionamos sobre
cómo miramos a los primer mundistas, a veces desde la inocencia, y cómo ellos nos miran, a veces con cierto
menosprecio, o en otras palabras, desde arriba. Esto queda claro con la escena
en la que un español se ríe de los videos de Quishpe y lo analiza desde un
lugar completamente ajeno. ¿Qué es eso sino la prueba de que el colonialismo
sigue presente?. Pero el documental va más allá y nos invita sutilmente a
preguntarnos ¿Con quién nos identificamos? ¿Con Delfín o con el español?. El
documental nos enfrenta, nos lleva a reflexionar sobre los complejos tejidos
que componen nuestra identidad.
(Periódico Festival Edoc)
La cámara invisible
Cuando nació mi hijo descubrí otra ciudad. En realidad, descubrí dos. La primera era silenciosa, cubierta de neblina, lenta, olía a rocío. Y sí, me refiero al puerperio. Pero cuando eso “supuestamente” terminó (entre comillas porque hay algo de neblina que nunca se va del cerebro), conocí otra ciudad, una que había estado siempre ahí, solo que antes no la podía ver. Las mismas rutas, que antes eran automáticas, se volvieron desconocidas.
Cuando Lucas aprendió a caminar, salimos de la mano a investigar las calles de La Floresta. Antes yo caminaba poco, tal vez por esa idea subconsciente de que debía llegar “rápido” a mi destino, así no llevara prisa. Entonces, cuando caminaba, lo hacía rápido y mirando al frente, pensando en la lista de compras o en las deudas, pretendiendo soberbiamente ser yo quien lleve al camino, sin alcanzar a entender que las cosas solo pueden pasar (adentro y afuera) cuando permites que sea el camino el que te lleve.
Con el Lucas esa direccionalidad no es posible. Él va despacio, hace andar su carrito por una pared y me obliga a volver a verla y descubrir que es blanca con manchas verdes. Las deformaciones de la vereda son para él fascinantes relieves de un mundo extraterrestre. Recuerdo que la última vez que vi las cosas por primera vez fue a los doce años, cuando jugaba a ser espía y anotaba en un cuaderno “El extraño comportamiento de los vecinos”. Podría decir que tener un hijo es, también, volver a la infancia o, más que eso, cambiar de perspectiva. Entender (un poco, a veces) que sin viaje, sin movimiento, no puede existir ninguna experiencia que provoque una revolución interna.
En la plaza el tiempo transcurre de otra forma. La gente, al margen del ajetreo, espera o lee o mira el cielo. Una chica lee una carta. Dos colegiales se besan. Y por un momento da la impresión de que sus besos algo tienen que ver con las nubes naranja. En la banca de al lado está un hombre solitario, un vagabundo. Se nota que esa banca es su lugar. Ningún otro podría serlo. La oficina le quedaría grande, se vería poco ergonómico con el entorno; una fábrica tampoco sería lo suyo, sus dedos demasiado anchos lo estropearían todo. ¿Regar plantas?, quizá, pero no. Parece que a cierta edad esa sola actividad es ya bastante: estar. Este hombre demasiado grande se limita a respirar. Malhumorado. Con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, un poco por la luz, otro por hastío, o la falta de estímulo para abrirlos y comprobar que la mejor opción siempre será cerrarlos. Y estamos nosotros: una madre y un niño persiguiendo palomas. Las plazas son lugares (o más bien no lugares) para gente que no encaja. Desempleados, enamorados, niños.
Lucas se acerca al vagabundo que me recuerda a un personaje de Kaurismaki. Mira su cara como quien mira por primera vez un rostro humano, sin miedo. Temo que el hombre reaccione mal, pero se deja inspeccionar como un buen paciente. Lucas le extiende la mano, el Gigante Egoísta duda, pero extiende también la suya. Una sonrisa se dibuja en su rostro, una sonrisa que parece derretir ese palacio de hielo en su interior.
Lucas agarra un puñado de maíz y lo lanza al aire. Las aves (que de lejos parecen inofensivas y hasta son símbolo de paz, de cerca revelan su animalidad salvaje, sus garras y sus picos me hacen pensar en los ancestros y en Los pájaros de Hitchcock) revolotean sus alas y forman esa imagen tan fotografiable del tiempo. Pero no tengo cámara. Así que guardo esas imágenes inútiles en mi memoria. El color del cielo, los colegiales y sus besos que hacían nubes naranja, la mujer leyendo la carta, el vagabundo. Pienso que en esa plaza hemos estado solos y al mismo tiempo acompañados. Pienso en mis fotografías invisibles y no entiendo bien por qué me interesa retenerlas. No son importantes, pero tal vez, al menos para mí, son bellas.
(Mundo Diners)
Crónicas de Murakami en Quito (sin Murakami)
Día 1
Saber que Murakami está, en este instante, en la misma ciudad que yo, me provoca mucha ansiedad. Decido vestirme de detective e ir a buscarlo en su hotel. Sobretodo verde, gafas Rayban, cámara de fotos, y Kafka en la orilla en el bolso, como si fuera un revolver. Camino despacio, tomo agua mineral y miro el cielo. Cuando bajo del taxi, nada me parece real. El aire tiene otra textura, una parecida a la de los sueños. Al llegar a las afueras de su hotel, imagino/siento que soy algo así como una agente privada; me
siento exactamente como si estuviera adentro de una novela suya. Entro al bar del hotel, temo que no me dejen pasar, tal vez se den cuenta de que soy sospechosa. Estoy esperando a alguien, digo al pasar, como defendiéndome. Pido la carta fingiendo seguridad. Pero en realidad, tengo miedo, estoy nerviosísima. Me siento una especie de espía, o un gangster. Miro alrededor. No debo ser descubierta. Los precios del menú superan los 20 dólares. Recuerdo mis 13 años, mis primeras salidas sola*, es decir, sin adultos; el vértigo que me provocaba ir a espacios que no sentía míos, con la sensación de hacer algo peligroso o de estar infiltrada en un lugar extraño, intentando hacer todo lo posible para que no descubrieran que yo no era como ellos. Desde este lugar de voyeur, que es como un balcón secreto del que se mira el abismo, bebo el agua mineral más cara del mundo. Miro de re ojo hacia las otras mesas. Unos gringos. Una familia. Empresarios. Ninguno es Murakami. Aunque es obvio que nadie me mira, insisto en pasar desapercibida y reviso el celular. ¿Y si viene? Me entra el clásico miedo de pasar como una vulgar grupi cuando en realidad me siento como una detective metafísica. Porque no he ido hasta allí por una foto, ni por una firma, menos aún, a darle un ridículo texto mío como he escuchado se acostumbra por aquí con escritores famosos, con la esperanza de quedescubran su talento (¿eso es verdad? ¿hay escritores que en vez de pedir un humilde autógrafo ofrecen sus propios textos para que los escritores invitados los revisen?... qué cosas, qué vergüenza) . Entonces, ¿qué espero?. No lo sé, supongo que algo así como una señal , encontrar la clave para pasar a una realidad paralela, qué sé yo. Recuerdo que un texto que escribí sobre él, hablé sobre la flor azul de Novalis, el símbolo de la unión del
mundo real y el de los sueños.
Me levanto y pago la cuenta. Decido revelar mi secreto y preguntar por él. El recepcionista, cauteloso, me dice que sí, que efecto, se hospeda en aquel hotel, que es una persona bastante tranquila, que debe llegar pasadas las cinco. Pero ya no puedo esperar más.
Pienso en dejarle algo en recepción (por qué siempre pedir algo en vez de dejar algo?) Una pequeña nota de agradecimiento por sus libros? pero, ¿le llegaría?, ¿la leería? ¿acabaría en la basura? y más que eso: ¿tiene sentido? no lo creo...No Tal vez esta experiencia deba ser así, secreta, absurda y secreta.
Me retiro, es lo mejor. Afuera, todavía me siento parte de una de sus novelas. Nada de lo que pasa me parece real. Cada persona es alucinante. Sobre todo me llama la atención un vagabundo, de esos con la cara llena de tiempo, lleva un terno elegante y va bien peinado, sostiene un ramo de rosas. Le pido que me deje tomarle una foto. Me regala una flor. Le doy una moneda. Me voy.
En el taxi, saco del fondo de mi cartera el libro, miro la flor que me ha regalado el vagabundo. Parece de otro planeta, es azul. Azul. Entonces lo entiendo: tengo la flor azul en mis manos. He venido a buscar a Murakami, y un poco, sí que lo he encontrado. Quería dejarle una pista pero el que me ha dejado la pista ha sido él: ahí está la flor azul, en mis manos. Releo las últimas páginas de Kafka en la Orilla y pienso que nadie, nunca hanarrado tanmaravillosamente la experiencia dolorosa y bella de atravesar una crisis. El Bosque, la lluvia, no son otra cosa que la metáfora de crecer. Miro la flor azul, pienso en la magia, en la escritura, en la vida.
Lloro un poco pensando que esta pequeña/gran experiencia no le importará ni le servirá a nadie más que a mi. Es, de alguna manera, invisible. Y por eso he triunfado en este día con una causa tan inútil. Y sé que al igual que el Joven llamado Cuervo, cuando baje de este taxi, habré pasado a formar parte de un mundo nuevo.
Día 2
Sí, es Murakami. Un poco más humano de lo que me imaginaba, es cierto. Sus zapatos de goma con cordones fosforescentes son la prueba de que es él. Pienso que es genial (por qué no?) recibir a un escritor como a una estrella de rock. Después de todo, él es una
estrella de rock. Murakami dice que para escribir, al igual que Torou Okada para entrar al pozo, tiene una rutina. Okada se pone zapatos tenis, agarra un bate de béisbol por siacaso deba matar algún monstruo del subconsciente, y desciende en el pozo. Así mismo, Murakami duerme bien, toma un desayuno ligero y atraviesa el umbral. Después regresa (lo importante es regresar, nos advierte) y pasa el día con su esposa, tal vez da un paseo con ella y tal vez sale a correr. Ahora entiendo por qué sus personajes tienen un excelente estado físico, porque se necesita estar en forma para pasar-todos los días- al otro lado, y después poder volver (lo importante es saber regresar, nos advierte otra vez). Murakami, a
diferencia de otros grandes, no escribe bajo sustancias psicotrópicas ni cuando le “asalta” la inspiración. Para él la inspiración es un viaje hacia otro mundo que hay que hacer todos los días, con horario. Y para eso necesita, debe, estar en forma. Porque sólo así se puede volver (todos podemos ir a ese otro mundo, nos dice, pero lo importante, sí, insisto, es saber volver).
Lo puedo ver de pie sobre una cuerda floja que bordea los dos reinos; manteniendo el equilibrio con la sabiduría de un maestro zen. Vibrando entre la vigilia y las tinieblas, su trabajo no es otro que el de reportar. Y claro, mantener el equilibrio, siempre. Mitad en los sueños mitad en la tierra. Algo de eso tendría su padre, que nos cuenta, era mitad monje y mitad profesor. Tal vez eso tenga que ver con esa religión subconsciente de la que habla. Tal vez algo que persista en el fondo del alma sin saberlo. Le preguntan inocentemente si 1Q84 es ciencia ficción. Contesta que no, que la historia en la que hay dos lunas en el cielo, es, por supuesto, real. Y dice algo así como que todos dormimos alrededor de ocho horas al día, es decir que esas ocho horas vivimos en otro mundo, otro mundo que es totalmente real. Después despertamos en este. Ya saben,lo importante es saber regresar. Murakami dice sin reparo que la razón de su visita a Ecuador es conocer las islas Galápagos. Lo imagino mirando la arrugada piel de las tortugas gigantes, absorto ante la transformación de la naturaleza en un lugar en el que la evolución sucede en tiempo real. Un lugar en el que se puede ver cómo un manglar se aburre de ser árbol y empieza a ser iguana.Murakami termina su charla diciendo que le
sorprende que en las calles de Quito nadie fuma y las chicas no llevan falda, llevan pantalón. Yo empiezo a sentir una extraña nostalgia de que esto se acabe, y si, de no haberle pedido un autógrafo. Tranquila, me digo a mi misma, él no es Murakami. ¿Quién pensó que alguien como él vendría a Quito, a conversar con el Ministro?, ¿Alguna idea más absurda?. No, él nunca vino. Murakami estará bebiendo whisky en algún hotel de Tokio, mientras otro, muy parecido a él, se despide de nosotros en la Casa de la Cultura.
Día 3
¿Es verdad que hoy va a venir Murakami, así, de improviso, a las cuatro de la tarde?, le digo, susurrando, al librero. Estoy despeinada, tengo ojeras, no precisamente por haberme trasnochado pensando en Murakami, como quizá pensarán algunos (incluido el librero) sino por dar la teta a mi hijo, que en ese preciso instante se escapa de los brazos de mi prima Clara Varea, y va haciendo desastres por donde pasa. El librero me mira bastante desconcertado. Soy una madre despeinada, trasnochada, que piensa que va a encontrar a un escritor japonés en una librería de un centro comercial. El librero me explica, no sin lástima, que Murakami no vendrá, que de haber sido así, él ya se habría enterado. Luego
me mira intentando descifrar de qué loquero me acabo de fugar, y esboza una ligera sonrisa que parece decir, no sin placer, que alguien acaba de tomarme el pelo. Le digo que esperaremos de todas formas. El Lucas lanza los libros al piso, les saca las fundas,
hace torres con ellos, no compramos ninguno. Es martes 13 y en efecto ha sido un día bizarro. Hay una luna maltrecha en el cielo y he visto pasar algunos gatos flacos. Son casi las cinco, y nada... Excepto por nosotros y el personal, la librería está vacía. Me empiezo a sentir incómoda; el librero, cada que pasa, evita mirarme, quizá sienta lástima o una especie de vergüenza ajena. Yo siento vergüenza propia, así que le digo a mi prima que nos vayamos, que ya fue. Afuera, pedimos un montón de galletas de almendras y chocolate y dos capuccinos. Pero cuando voy a tomar el primer sorbo, alcanzo a ver que algo sucede por allá. Agarro mis libros y me acerco hacia la puerta, cuando me giro, me lo
encuentro, cara a cara. Camina despacio, al lado de su esposa Yoko. Lleva los mismos zapatos con cordones fosforescentes de la otra vez. En la librería no hay nadie más que los vendedores, los extraños funcionarios del ministerio, y yo. Es raro, porque, según tenía entendido, él había dicho que quería “caer de sorpresa” a una librería anónima y que estaba dispuesto a firmar autógrafos. Esta información había venido acompañada de una advertencia de que no corriera la voz para que no se “acumulara la gente”. Pero lo que
Murakami no sabía (no tenía por qué saberlo, los que lo saben muy bien son los funcionarios, y aún así, no les importó llevar a su invitado a firmar libros al lugar equivocado, a la hora equivocada) es que en Quito los establecimientos que venden libros
son más desiertos que el Sahara, lo que Murakami no sabía, es que Quito (no) lee.
Murakami entra despacio al lugar en el que hay un afiche con su rostro al lado de García Márquez y Javier Vásconez. Le miro al librero, con cara de ah!, te gané, ¿eh?. Él sonríe sin poder ocultar su emoción, a pesar de que cuando el japonés se acerca, dice con cierto orgullo y rebeldía: "A mi no me gusta como escribe Murakami". Aunque soy la única fan en el lugar, los funcionarios del ministerio están muy pendientes de que no me acerque demasiado, como si ellos fueran sus dueños. Con ansiedad, pido un esfero. Voy hacia él, con vértigo. El funcionario agarra su celular y le dice a ¿su esposa? "Mija, quieres una foto con el señor Haruki Murakami?" Ella asiente, y yo le pregunto si después me puede
tomar una a mi, a lo que el muy atrevido responde (después de hacer su selfie, claro) "Es que a él no le gustan las fotos". La señora agrega "No le hará enojar, después no vaya querer ni firmar". Obedezco. Imagino que lo peor que podría pasar es que en un de esas, Murakami, para la que soy una manchita diminuta, se noje como dice la mujer, y esta historia idílica termine con él insultándome en japonés. Sería terrible, me abstengo,
pensando que por otro lado, esta historia nunca fue de imágenes, sino, más bien, está hecha de esas cosas invisibles. Aprovecho para preguntarle en un pésimo inglés un par de datos geeks. El Ushikawa de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, está muerto y
es su doble, ¿verdad? A lo que él, muy tranquilamente, pero con una sonrisa, contesta yes...No hay más misterio. Su letra es muy particular, parecería que firmara con la izquierda. Imagino su firma como un sello de oro o de sangre en mi libro. Somos dos extraños, pero en alguna parte, al mismo tiempo, sí que nos conocemos. Él no sabe quien soy yo (ya lo he dicho, soy invisible) y yo tal vez tampoco sepa quien es él, tal vez no lo conozca a él, sino al otro, al de los libros, a ese que no está en la librería sino en el otro lado, a su doble.
Afuera me espera mi hijo, mi prima, y muchas galletas. Café, chocolate, risas del Lucas, otras de la Clara, felicidad por haber triunfado, una vez más, en otra causa inútil. Murakami sale acompañado de su esposa y con una Guía de Galápagos en su bolso, los despedimos con Clara y Lucas. Estoy feliz de que este japonés con zapatos de goma al fin se regrese a su país y acabe esta aventura imaginaria. Murakami baja las escaleras eléctricas y se pierde para siempre. Y nosotros hacemos lo mejor que podemos hacer: entrar a una juguetería, tenemos toda la tarde libre para perderla/o ganarla, jugando...
El árbol
Visito a mi abuelo en el hospital. Me pide un caramelo de fresa. Se lo compro a escondidas de las enfermeras. Él se lo mete en la boca como un niño. Mira, o parece mirar, la pared. Yo lo miro a él. Somos dos extraños. Hay tantas cosas que no sé de él, hay tantas cosas que no sabe de mí. Pero tenemos la misma sangre. Recuerdo el día en que se conocieron con el Lucas. El abuelo en ese mood en el que la vida sucede hacia atrás, y mi hijo en el mood en que la vida recién sucede. Otra vez, dos extraños. Pero que se reconocen con las manos, con la memoria, con ese lago diáfano que es la conciencia.
Un niño que come chapo y escucha en la radio la noticia de la muerte de Carlos Gardel. Un anciano que presiente el atardecer con sus ojos miopes. Un hombre que mira las nubes extasiado la primera vez que viaja en avión. Imagino que mi abuelo no ve la pared sino las piezas de su vida flotando en el aire, mientras se aferra a un caramelo de fresa para no pensar en la muerte. Yo pienso que atrás de esos ojos que he visto tantas veces hay secretos que se irán para siempre con él. Yo lo miro y pienso, también, en mi padre, y en aquello que llevo conmigo. Pienso en eso que está en la sangre y que todos queremos, alguna vez, esquivar. Para ser únicos. Para ser eternos. Pero no podemos. Pienso en mi hijo todavía sin muchos recuerdos.
Me gusta recordar al abuelo sentado en su sillón rojo, con la mirada fija en la ventana y el periódico sobre las piernas. Su vida consistía en recordar. Parece que llega una edad en la que no queda más que recordar y tomar el sol. Como que la vida fuera una película que ya ha terminado y lo único que queda es mirarla una y otra vez, poniendo pausa en algunas partes, adelantando otras. Algunas partes de la película estarán borrosas y solo producirán ruido blanco, voces que se bifurcan. En otras partes solo habrá estática. Y otras estarán intactas. Imagino un mundo en el que ni siquiera existan las imágenes. Un mundo interior al cien por ciento. Sería como escabullirse en el mar, bucear hasta el fondo y sentir la luz del sol lejana a través de las espesas capas de agua. Dicen que el abuelo alguna vez compró la lotería y ganó. Y que desde ese día siempre espera al lotero para ver si su suerte se repite. No le gusta hablar de eso. Pero cuando le regalo un guachito se pone feliz y me agradece en secreto.
El abuelo me pide que le lea en voz alta una de mis columnas. Lo hago llena de expectativa, pero cuando termino mi relato, lo encuentro profundamente dormido, roncando. Más tarde me pide García Márquez, siempre le gustó Cien años de soledad y recordaba a Mauricio Babilonia y las mariposas amarillas. Después me pide que lea los obituarios y me dice que, si encuentro su nombre, me salte. Se ríe a carcajadas. Es curioso, pero a pesar de su ceguera el abuelo nunca tuvo la mirada perdida. Estaba fija en algo, no sé en qué, tal vez en sí mismo o en algún punto de su infancia o en el momento en que conoció a mi abuela. Era un viajero en el tiempo. Sus ojos estaban en los lugares de su mente. Y su mente siempre fue clara. El un ojo era café, como una canica perfecta, miraba directo, estaba en la Tierra; el otro era celeste o gris, o del color de los ojos de los bebés, o del color de los sueños o del olvido. El un ojo hacia la Tierra, el otro hacia el cielo.
Cuando supe de la enfermedad del abuelo yo estaba embarazada y pensé en mi papá, en el reloj de la vida dando la vuelta. Ahora mi padre es el abuelo, ahora el bisabuelo va hacia el cielo mientras mi hijo crece en la Tierra. Los dos conforman un árbol mítico, el árbol de la vida y de la muerte. Por eso pinté, en un lienzo pequeño, un árbol. Un jacarandá que me recordará siempre a mi abuelo y a su vida terrena, que llegó a su fin para empezar un viaje de vuelta hacia las estrellas, otra vez hacia el universo, y me recordará también a mi hijo, que empieza su vida en la Tierra. El suelo y el cielo. La vida y la tierra. El abuelo y el nieto.
(Mundo Diners)
Si la película habla (o debería hablar) por sí misma, ¿para qué pensar el cine?, ¿Para qué escribir el cine?
Ver
una película se parece mucho al acto de soñar. Porque significa entrar a
otro mundo que más bien es volatil. A un mundo etéreo. Se apagan las
luces y empieza el viaje. Las imágenes proyectadas en la pantalla se
confunden con nuestras sensaciones, pensamientos, fantasías, recuerdos.
Estamos en el terreno de lo intangible, en el mundo de las ideas. El yo
se confunde con la pantalla. Cuando se encienden las luces volvemos a la
realidad. El barco ha llegado a tierra firme. Si la película es buena
salimos de la sala todavía mareados, aún sintiendo el movimiento de esas
olas en el cuerpo. Pero cuando el tiempo pasa, esas imágenes
inevitablemente se funden en nuestra subjetividad, regresan, de a poco, a
la oscuridad de ese mundo imaginario del que vinieron.
“Pensar el cine significa de algún modo estar continuamente fuera de él (estar en el mundo) para poder estar mejor dentro de él, para comprenderlo en su centralidad inalienable cuando se trata de dar forma a nuestra experiencia” dice Roberto De Gaetano, director de la gran revista de cine Fata Morgana. Entonces escribir de cine, podría ser, de cierta forma, separarnos de la película, tejer ese puente entre el mundo imaginario/subjetivo que es la película particular que hemos percibido, y el mundo fuera de ella. O en otras palabras: separarnos de la experiencia simbiótica cinematográfica, para, una vez fuera de ella, intentar comprenderla mejor. Un intento de reconstruir la subjetividad, hecho que a su vez cumple, a veces sin querer, con otra función: la de hacer existir al espectador, reafirmar su mirada.
La escritura de cine va de la mano de la cinefilia. Porque nace de la necesidad de ver películas como enfrentamiento con uno mismo, y no como método de evasión o puro entretenimiento (para eso está el Cineplex). Grandes movimientos cinematográficos han tenido lugar gracias a individuos que no se conformaron con ver las películas sino que se preguntaron, cuestionaron, analizaron, desmenuzaron, deconstruyeron, resignificaron las películas. Son varios los autores que se han construido (una parte por si mismos, eso no está en duda) pero otra parte, gracias a la mirada del otro, a la mirada de la crítica. Es el caso Hitchcock y Truffaut. Y no sólo de Hitchcock. Tampoco Howard Hawks, ni Jerry Lewis, ni Nicolas Ray, ni Clint Eastwood ni Fritz Lang, hubieran sido quienes son ahora sin Les Cahièrs du cinéma. Su nombre es el resultado de una creación conjunta. Preguntarse ¿Hubiera existido La Nouvele Vague sin Les Cahièrs du Cinéma? o ¿Qué nació primero, el cine de autor o la crítica? sería casi como preguntarse, qué fue primero, el huevo o la gallina. Tal vez lo importante sea recalcar que la crítica- o por lo menos la buena- no se conforma con hacer un resumen de las películas para que no se pierdan en el tiempo, sino que trata de ver más allá, de encontrar aspectos que quizá hayan pasado desapercibidos no sólo para los otros espectadores, sino incluso para el propio autor/a. Porque la función del crítico/a o del escrtitor/a de cine es la de ver más allá. El cineasta está en el terreno de la creación pura, lanza los colores en el lienzo, pero el crítico, fuera del mundo caótico de la creación, mira desde afuera. Y encuentra eso que ha brotado del inconsciente del creador y que él mismo no ha sido capaz de analizarlo. O en algunos casos, quizá sí, pero simplemente no le ha competido. A David Lynch se le vino a la cabeza la imagen de una habitación roja. Y en un arranque de inspiración decidió filmarla. Porque presentía en esa imagen cierto misterio y encanto que él mismo no alcanzaba a comprender. Fueron los críticos los que encontraron en ella múltiples significados que ayudaron a construir el universo Lynchiano. Si bien no todos los autores son tan sensoriales como Lynch, si bien existen otros mucho más racionales, el material de trabajo de los realizadores es principalmente la imaginación, mientras que el de los críticos, el del pensamiento. Encuentran placer en analizar, en encontrar repeticiones, rasgos característicos, obsesiones de los autores. Y a partir de eso desmenuzan las obras. Las resignifican. Entonces la crítica, al contrario de lo que se suele pensar a veces, también es creación. La obra de arte, al igual que la partícula al ser observada por el científico, se transforma con la mirada. Por eso la crítica cinematográfica-al menos la que a mi me interesa- tiene el poder de crear realidades a partir de la mirada. De encontrar otros mundos en lo que aparentemente era uno solo.
(Ochoymedio)
Nota: Este artículo fue publicado en el blog de Ochoymedio en el marco del Festival Eurocine 2018, en el que edité un periódico de crítica cinematográfica. En ese periódico este texto fue el Editorial. Pueden leer el artículo completo aquí: http://eurocineecuador.com/para-que-pensar-el-cine/
David Coral: detective de lo inútil
París, 2003. De la serie El Caramelismo |
Uno:
El Caramelismo
Año 2000. La Alianza Francesa organizaba
“el año internacional de la fotografía”. La muestra era imperdible: Sebastián
Salgado, uno de los fotógrafos más importantes de nuestro tiempo. Allí se
encontraron la crema y nata de la intelectualidad quiteña. Todos bebían vino y
aclamaban al Dios de la fotografía latinoamericana. Todos, menos uno. Un jóven excéntrico con pinta anacrónica que llevaba
su cámara reflex al hombro. Nadie lo entendía, excepto uno: David Coral. “Me
cayó bien porque se puso a hablar muy mal de Salgado, y la gente le empezó a
putear, ¿quién eres tú?, ¿qué te crees?” recuerda, divertido. Hace frío en
Quito y, mientras tomamos una cerveza en un bar de La Floresta, Coral habla de su
amigo Gustavo Moya, definitivamente una influencia importante en su búsqueda
artística.
David se graduó en el Colegio San Gabriel,
donde formaba parte del Club de Andinismo, y fue esa afición la que lo llevó a
inscribirse en los talleres fotográficos de la Alianza Francesa (CIAF). Tiempo
después descubrió, en una colección de libros de la editorial francesa Touch, a
los clásicos de los años ’30 como Cartier Bresson, Brassai y Kertesz, y
entonces se entregó de lleno a su nueva pasión.
Cuando conoció a Gustavo Moya, sus
intereses empataron. Compartían el mismo hastío a la forma de mirar de los
fotógrafos latinoamericanos, más bien de denuncia. Sentían que era hora de aprender
a verse de otra manera, después de todo, en la ciudad debía haber algo más que
miseria. Como antítesis al realismo social, un poco en broma y bastante en
serio, y desde su lugar de veinteañeros inocentes y rebeldes, Coral y Moya se
propusieron (¿por qué no?) crear un movimiento artístico. Si los franceses
tenían el dadaísmo, aquí debería haber un equivalente, pensaron, y una noche,
después de ver una exposición de Ansel Adams, crearon, en el Pobre Diablo, un
movimiento propio al que llamaron El Caramelismo. Si la foto-denuncia hacía que
el espectador sienta pena, o miedo, o ira, el caramelismo debía ser como una
pequeña y delicada golosina de fresa derritiéndose en la boca. Allí donde todos
hablaban de miseria, la revolución sería la belleza.
Aunque hoy recuerdan esa época con
ternura y autocrítica, sí que se la tomaron en serio. Para ellos la fotografía
implicaba mística y rituales. David tenía un atuendo especial para las misiones
(chaqueta verde militar, botas de cuero, jean) Y el ritual consistía en salir –casi
siempre por las noches– con la cámara al hombro, un termo de café y una radio
en la que escuchaban cassettes de los Rolling Stones o Bob Dylan. Este sería el
inicio de un vagabundeo romántico que se convertiría en ingrediente
indispensable en la obra de Coral. Caminar, escuchar música, conversar, visitar
lugares diferentes o visitar los mismos lugares pero para verlos por primera
vez. Había ocasiones en las que ni siquiera tomaban fotos, la cámara era un
pretexto para deambular, para habitar la ciudad de otra manera.
El proceso de revelado también envolvía descubrimientos.
David montó un cuarto oscuro en la lavandería de la casa de sus padres. Allí,
con Gustavo, desarrollaban teorías filosóficas sobre el proceso químico, decían
cosas como “qué maravilloso es el revelador, pero mejor es el fijador, que
logra sobreponerse a la luz”. El Caramelismo era todo un mundo, era buscar una
belleza muy francesa en las calles de Quito, escuchar discos de vinilo, era
Dada, era Jaques Brel, eran las veladas, era el surrealismo. Hasta redactaron,
en máquina de escribir, algunos postulados que componían una especie de
manifiesto. El Caramelismo no sólo fue una fiebre juvenil o un capricho de
artistas novatos, éstas búsquedas románticas dieron como resultado dos
exposiciones. La primera fue en el Ochoymedio (2003) y reunió las fotografías
que habían hecho Moya en la Gay Pride de París en el 2001, y Coral, en la misma
manifestación, en el 2003. La segunda exposición fue en el 2004 en la Casa de
la Cultura, en la sala Víctor Mideros, y se llamó, sin más, “El Caramelismo”. Esta
muestra, al contrario de las tendencias anarquistas o contestatarias que solían
buscar los jóvenes de la época, buscaba elegancia y formalidad. “El Gustavo
estaba loco, decía que a la exposición tenía que ir alguien de la Real Academia
de la Lengua Española, algún Historiador, un representante de la Iglesia. Nos
parecía que una exposición en serio tenía que contar con estos personajes”, recuerda
Coral.
Dos:
para mirar, hay que vivir.
La Habana, 2009. De la serie La ciudad desnuda |
A veces, para poder ver, es necesario quebrar de un puñetazo el espejo y mirar cómo los
pedazos se riegan por el aire, se pierden a lo lejos, formando un mosaico
imposible de reconstruir. Entonces solo queda un camino: reinventarse.
La exposición en la Casa de la Cultura
fue quizás el cierre de esa primera etapa llamada Caramelismo. David había
terminado la carrera de Literatura y sentía que en Quito los temas para
fotografiar se le acababan, así que decidió ir a Barcelona para hacer un Máster
en fotoperiodismo (2004-2005), un pretexto para irse. De hecho, en este diplomado
no encontró nada que le sirviera realmente, pues se enfocaba en la parte técnica
del oficio. En ese sentido Coral tuvo una desilusión, porque lo último que le
interesaba era profesionalizarse como fotógrafo o “vivir de la fotografía”; no
esperaba trabajar en un medio de comunicación ni hacer fotos de estudio, lo que
quería era otra cosa, eso que sólo podía encontrar viviendo.
Tenía 23 años, estaba solo en Barcelona,
no tenía un centavo, vivía esa realidad del joven latinoamericano que sueña con
triunfar en Europa y se da con la piedra en los dientes. Pero fue ahí, en ese
ambiente hostil, donde hubo un evento, sólo uno, que sería suficiente para
aguzar su mirada. En el 2005 visitó una exposición de Robert Frank en el MACBA
de Barcelona. “¿Qué hacía este tipo
fotografiando seres ordinarios?” Al ver la serie “Los Americanos”, la más
famosa de Frank, Coral se sorprendió con esa mirada que prioriza la vida diaria
a los hechos trascendentales, y entendió que no era la ciudad la que se había
agotado, sino su mirada.
De vuelta en Quito, David empezó a dirigir
y editar La Revista Montaña, sobre andinismo, actividad que le permitía estar
conectado con sus otras búsquedas, la literatura y el andinismo, y también le
otorgaba cierta autonomía económica con la que financiar distintos viajes. Estuvo
en La Habana, Nueva York, Chicago, Bogotá, entre otras ciudades. Nunca se sabrá
si los viajes eran un pretexto para fotografiar, o si era al revés: la acción
de fotografiar como pretexto para viajar, para vivir, en el trabajo de Coral la
línea que separa la vida de la obra es muy delgada. Como resultado de estos viajes
David hizo una exposición en la Alianza Francesa en el 2012, llamada “La ciudad
desnuda”. En estas imágenes hay una mirada que rechaza los lugares turísticos y
se enfoca en esos sitios raros, diferentes, las librerías de segunda mano, las
cafeterías bizarras, los recovecos, aquellos lugares que las ciudades guardan
como secretos.
Después de concluir de alguna manera con
el tema de La Ciudad (quizá el gran tema en su obra) al establecerse por un
tiempo en Quito, Coral volcó su mirada hacia los personajes urbanos. Si antes
su objeto de interés fue el paisaje urbano, luego comenzó una suerte de manía por
los seres humanos, a quienes fotografiaba en misiones solitarias y durante el
día.
Sus caminatas eran larguísimas. Estaba obsesionado
con la “quiteñidad” y con “qué es ser quiteño”. Si antes pretendía una composición
perfecta, su nuevo estilo se caracterizaba por priorizar la gestualidad en una
fotografía veloz, esperando ese gesto que rompe la linealidad del tiempo. Fotografió
muchísimo Quito y sobre todo ciertos sectores en los que sentía que la vida
bullía con más intensidad. Su zona favorita era el centro, Santa Prisca, La
Alameda, El Egido y el IESS. Le gustaba meterse a los edificios, subir todas
las gradas, husmear. Allí encontraba burócratas siniestros que estaban siempre
resolviendo cosas, buscando papeles, postergando. Estos personajes le resultaban
maravillosos porque en sí mismos guardaban elegancia y descuido, podía
reconocerlos fácilmente y en ocasiones hasta se bajaba del bus para seguirlos. La
cámara era nuevamente una excusa para permitirse expediciones profundas (de la
Mariana de Jesús al Recreo ida y vuelta) o subir
por las cuestas de Quito descubriendo esa geografía tan particular de la
ciudad. Un fotógrafo es –debe ser– ante todo un voyerista. Alguien que más que
mirar, espía. Urga en la realidad con fines inútiles.
Tres:
Whymper, de la fotografía de calle al ensayo visual.
Riobamba, 2017. De la serie La cuerda rota. A 139 años del viaje de Edward Whymper al Ecuador |
Otro viaje provoca el tercer momento fotográfico
de David Coral. Esta vez el destino fue Londres, y la razón, otra maestría.
Pero a diferencia del primer diplomado, esta escuela creativa tenía profesores que
invitaban a experimentar, que cuestionaban los tecnisismos convencionales. En
su última propuesta confluyen todos los elementos que antes habían atravesado su
obra: su pasión por la exploración, su gusto por el montañismo, su obsesión
sobre la memoria y la literatura. Para su proyecto de tesis, David buscó un
tema que implicara a Ecuador e Inglaterra. Inspirado en los exploradores que vinieron
a la mitad del mundo en el siglo XIX, decidió plantear un proyecto fotográfico
cuyo objetivo fuera cuestionar el manejo de la memoria de los ecuatorianos a
través de un personaje, el escalador británico que llegó a nuestro país hace 138
años atraído por el Chimborazo, y que fue el primero en escalar casi todas las
montañas del Ecuador: Edward Whymper.
Qué es lo que ha quedado del viaje de
Whymper a Ecuador y cómo se recuerda en la actualidad, fueron algunas de las
preguntas que se planteó David Coral. Envió varias postales a distintas
personas (desde el guardia del refugio del Chimborazo hasta un andinista en
Londres) en las que ponía una sola pregunta: ¿Cómo recuerdas a Whymper? Las respuestas
fueron sorprendentes. El poeta Juan José Roldinás, por ejemplo, dijo que
Whymper le recordaba a la Avenida Whymper, que, a su vez, le recordaba a una
novia. Aunque un camino para este proyecto hubiera sido llevarlo por el lado de
la de-colonización, Coral prefirió no hacerlo, pues así se le sugirió
precisamente un profesor europeo, saquen sus propias conclusiones.
Para Coral, Edward Whymper es una especie
de héroe trágico que fue injustamente olvidado. Whymper escribió un libro
maravilloso sobre el Ecuador que en nuestro país se publicó 101 años después que
en Inglaterra. Por eso, más que del mismo Whymper, este proyecto fotográfico
habla de nuestra particular manera de preservar la memoria. En Ecuador nadie ha
leído el libro que escribió Whymper, pero, por otro lado, existe un Hotel
llamado Whymper que pertenece a seis hermanos solterones e hipercatólicos, un lugar
completamente siniestro. En algún punto, David Coral tuvo que ir al Archivo
Histórico y descubrió que allí solamente trabajan cinco personas, incluido el
guardia. La fachada del Archivo Histórico está descuidada, sucia, grafiteada, y
adentro, por supuesto, nadie sabe quién es Whymper.
El resultado físico de esta investigación
es un diario en el que Coral al fin pudo unir sus tres aficiones: la
fotografía, el andinismo y la literatura. Este diario está narrado en primera
persona, supone una pequeña ficción que se mezcla con hechos reales y es la
primera vez en la que el autor aparece en su propia obra. Por supuesto, se
trata de un detective (un detective de cafetines de la Alameda) que ha sido
contratado por Simón Espinosa para investigar al escalador británico. La razón
de esta investigación secreta solo se devela al final y supone una distopía en
la que Ecuador ha sido tomado por Alianza País. Los lugares históricos están
cambiando de nombre, el colegio Manuela Cañizares ahora se llama “Colegio
Gabriela Ribadeneira” y la cumbre del Chimborazo (que se llama Whymper) está a
punto de ser rebautizada como “René Ramirez”.
El mayor hallazgo del Diario
es subrrayar la importancia de la mirada, poner por primera vez en evidencia al
personaje que había estado siempre presente. Coral, al igual que Whymper, es,
siempre ha sido, tal vez sin saberlo, un explorador. Ha tomado el oficio de
fotógrafo como si fuera una tarea de exploradores científicos. Su afición desmedida
por Whymper que llamaba la atención a los compañeros de su clase no se debía a una admiración por los logros
que ya conocemos sino a una profunda identificación por la avidez, por el deseo
de descubrir, no necesariamente montañas, sino también lugares urbanos, personajes, o incluso geografías mentales.
En ese sentido los exploradores de la naturaleza no se diferencian mucho
de los filósofos o los poetas. El fotógrafo se convierte en un cazador de
imágenes que podría compararse al personaje de aquella película de
Antonioni, Blow Up, o al Charlie Parker construido por Cortázar en El Perseguidor. El personaje puede ser
un saxofonista o un fotógrafo o un navegante cuyo escenario no es el mar sino
las calles, y su cámara, una pequeña máquina del tiempo que le permite tejer
agujeros en el aire.
(Mundo Diners)
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