París, 2003. De la serie El Caramelismo |
Uno:
El Caramelismo
Año 2000. La Alianza Francesa organizaba
“el año internacional de la fotografía”. La muestra era imperdible: Sebastián
Salgado, uno de los fotógrafos más importantes de nuestro tiempo. Allí se
encontraron la crema y nata de la intelectualidad quiteña. Todos bebían vino y
aclamaban al Dios de la fotografía latinoamericana. Todos, menos uno. Un jóven excéntrico con pinta anacrónica que llevaba
su cámara reflex al hombro. Nadie lo entendía, excepto uno: David Coral. “Me
cayó bien porque se puso a hablar muy mal de Salgado, y la gente le empezó a
putear, ¿quién eres tú?, ¿qué te crees?” recuerda, divertido. Hace frío en
Quito y, mientras tomamos una cerveza en un bar de La Floresta, Coral habla de su
amigo Gustavo Moya, definitivamente una influencia importante en su búsqueda
artística.
David se graduó en el Colegio San Gabriel,
donde formaba parte del Club de Andinismo, y fue esa afición la que lo llevó a
inscribirse en los talleres fotográficos de la Alianza Francesa (CIAF). Tiempo
después descubrió, en una colección de libros de la editorial francesa Touch, a
los clásicos de los años ’30 como Cartier Bresson, Brassai y Kertesz, y
entonces se entregó de lleno a su nueva pasión.
Cuando conoció a Gustavo Moya, sus
intereses empataron. Compartían el mismo hastío a la forma de mirar de los
fotógrafos latinoamericanos, más bien de denuncia. Sentían que era hora de aprender
a verse de otra manera, después de todo, en la ciudad debía haber algo más que
miseria. Como antítesis al realismo social, un poco en broma y bastante en
serio, y desde su lugar de veinteañeros inocentes y rebeldes, Coral y Moya se
propusieron (¿por qué no?) crear un movimiento artístico. Si los franceses
tenían el dadaísmo, aquí debería haber un equivalente, pensaron, y una noche,
después de ver una exposición de Ansel Adams, crearon, en el Pobre Diablo, un
movimiento propio al que llamaron El Caramelismo. Si la foto-denuncia hacía que
el espectador sienta pena, o miedo, o ira, el caramelismo debía ser como una
pequeña y delicada golosina de fresa derritiéndose en la boca. Allí donde todos
hablaban de miseria, la revolución sería la belleza.
Aunque hoy recuerdan esa época con
ternura y autocrítica, sí que se la tomaron en serio. Para ellos la fotografía
implicaba mística y rituales. David tenía un atuendo especial para las misiones
(chaqueta verde militar, botas de cuero, jean) Y el ritual consistía en salir –casi
siempre por las noches– con la cámara al hombro, un termo de café y una radio
en la que escuchaban cassettes de los Rolling Stones o Bob Dylan. Este sería el
inicio de un vagabundeo romántico que se convertiría en ingrediente
indispensable en la obra de Coral. Caminar, escuchar música, conversar, visitar
lugares diferentes o visitar los mismos lugares pero para verlos por primera
vez. Había ocasiones en las que ni siquiera tomaban fotos, la cámara era un
pretexto para deambular, para habitar la ciudad de otra manera.
El proceso de revelado también envolvía descubrimientos.
David montó un cuarto oscuro en la lavandería de la casa de sus padres. Allí,
con Gustavo, desarrollaban teorías filosóficas sobre el proceso químico, decían
cosas como “qué maravilloso es el revelador, pero mejor es el fijador, que
logra sobreponerse a la luz”. El Caramelismo era todo un mundo, era buscar una
belleza muy francesa en las calles de Quito, escuchar discos de vinilo, era
Dada, era Jaques Brel, eran las veladas, era el surrealismo. Hasta redactaron,
en máquina de escribir, algunos postulados que componían una especie de
manifiesto. El Caramelismo no sólo fue una fiebre juvenil o un capricho de
artistas novatos, éstas búsquedas románticas dieron como resultado dos
exposiciones. La primera fue en el Ochoymedio (2003) y reunió las fotografías
que habían hecho Moya en la Gay Pride de París en el 2001, y Coral, en la misma
manifestación, en el 2003. La segunda exposición fue en el 2004 en la Casa de
la Cultura, en la sala Víctor Mideros, y se llamó, sin más, “El Caramelismo”. Esta
muestra, al contrario de las tendencias anarquistas o contestatarias que solían
buscar los jóvenes de la época, buscaba elegancia y formalidad. “El Gustavo
estaba loco, decía que a la exposición tenía que ir alguien de la Real Academia
de la Lengua Española, algún Historiador, un representante de la Iglesia. Nos
parecía que una exposición en serio tenía que contar con estos personajes”, recuerda
Coral.
Dos:
para mirar, hay que vivir.
La Habana, 2009. De la serie La ciudad desnuda |
A veces, para poder ver, es necesario quebrar de un puñetazo el espejo y mirar cómo los
pedazos se riegan por el aire, se pierden a lo lejos, formando un mosaico
imposible de reconstruir. Entonces solo queda un camino: reinventarse.
La exposición en la Casa de la Cultura
fue quizás el cierre de esa primera etapa llamada Caramelismo. David había
terminado la carrera de Literatura y sentía que en Quito los temas para
fotografiar se le acababan, así que decidió ir a Barcelona para hacer un Máster
en fotoperiodismo (2004-2005), un pretexto para irse. De hecho, en este diplomado
no encontró nada que le sirviera realmente, pues se enfocaba en la parte técnica
del oficio. En ese sentido Coral tuvo una desilusión, porque lo último que le
interesaba era profesionalizarse como fotógrafo o “vivir de la fotografía”; no
esperaba trabajar en un medio de comunicación ni hacer fotos de estudio, lo que
quería era otra cosa, eso que sólo podía encontrar viviendo.
Tenía 23 años, estaba solo en Barcelona,
no tenía un centavo, vivía esa realidad del joven latinoamericano que sueña con
triunfar en Europa y se da con la piedra en los dientes. Pero fue ahí, en ese
ambiente hostil, donde hubo un evento, sólo uno, que sería suficiente para
aguzar su mirada. En el 2005 visitó una exposición de Robert Frank en el MACBA
de Barcelona. “¿Qué hacía este tipo
fotografiando seres ordinarios?” Al ver la serie “Los Americanos”, la más
famosa de Frank, Coral se sorprendió con esa mirada que prioriza la vida diaria
a los hechos trascendentales, y entendió que no era la ciudad la que se había
agotado, sino su mirada.
De vuelta en Quito, David empezó a dirigir
y editar La Revista Montaña, sobre andinismo, actividad que le permitía estar
conectado con sus otras búsquedas, la literatura y el andinismo, y también le
otorgaba cierta autonomía económica con la que financiar distintos viajes. Estuvo
en La Habana, Nueva York, Chicago, Bogotá, entre otras ciudades. Nunca se sabrá
si los viajes eran un pretexto para fotografiar, o si era al revés: la acción
de fotografiar como pretexto para viajar, para vivir, en el trabajo de Coral la
línea que separa la vida de la obra es muy delgada. Como resultado de estos viajes
David hizo una exposición en la Alianza Francesa en el 2012, llamada “La ciudad
desnuda”. En estas imágenes hay una mirada que rechaza los lugares turísticos y
se enfoca en esos sitios raros, diferentes, las librerías de segunda mano, las
cafeterías bizarras, los recovecos, aquellos lugares que las ciudades guardan
como secretos.
Después de concluir de alguna manera con
el tema de La Ciudad (quizá el gran tema en su obra) al establecerse por un
tiempo en Quito, Coral volcó su mirada hacia los personajes urbanos. Si antes
su objeto de interés fue el paisaje urbano, luego comenzó una suerte de manía por
los seres humanos, a quienes fotografiaba en misiones solitarias y durante el
día.
Sus caminatas eran larguísimas. Estaba obsesionado
con la “quiteñidad” y con “qué es ser quiteño”. Si antes pretendía una composición
perfecta, su nuevo estilo se caracterizaba por priorizar la gestualidad en una
fotografía veloz, esperando ese gesto que rompe la linealidad del tiempo. Fotografió
muchísimo Quito y sobre todo ciertos sectores en los que sentía que la vida
bullía con más intensidad. Su zona favorita era el centro, Santa Prisca, La
Alameda, El Egido y el IESS. Le gustaba meterse a los edificios, subir todas
las gradas, husmear. Allí encontraba burócratas siniestros que estaban siempre
resolviendo cosas, buscando papeles, postergando. Estos personajes le resultaban
maravillosos porque en sí mismos guardaban elegancia y descuido, podía
reconocerlos fácilmente y en ocasiones hasta se bajaba del bus para seguirlos. La
cámara era nuevamente una excusa para permitirse expediciones profundas (de la
Mariana de Jesús al Recreo ida y vuelta) o subir
por las cuestas de Quito descubriendo esa geografía tan particular de la
ciudad. Un fotógrafo es –debe ser– ante todo un voyerista. Alguien que más que
mirar, espía. Urga en la realidad con fines inútiles.
Tres:
Whymper, de la fotografía de calle al ensayo visual.
Riobamba, 2017. De la serie La cuerda rota. A 139 años del viaje de Edward Whymper al Ecuador |
Otro viaje provoca el tercer momento fotográfico
de David Coral. Esta vez el destino fue Londres, y la razón, otra maestría.
Pero a diferencia del primer diplomado, esta escuela creativa tenía profesores que
invitaban a experimentar, que cuestionaban los tecnisismos convencionales. En
su última propuesta confluyen todos los elementos que antes habían atravesado su
obra: su pasión por la exploración, su gusto por el montañismo, su obsesión
sobre la memoria y la literatura. Para su proyecto de tesis, David buscó un
tema que implicara a Ecuador e Inglaterra. Inspirado en los exploradores que vinieron
a la mitad del mundo en el siglo XIX, decidió plantear un proyecto fotográfico
cuyo objetivo fuera cuestionar el manejo de la memoria de los ecuatorianos a
través de un personaje, el escalador británico que llegó a nuestro país hace 138
años atraído por el Chimborazo, y que fue el primero en escalar casi todas las
montañas del Ecuador: Edward Whymper.
Qué es lo que ha quedado del viaje de
Whymper a Ecuador y cómo se recuerda en la actualidad, fueron algunas de las
preguntas que se planteó David Coral. Envió varias postales a distintas
personas (desde el guardia del refugio del Chimborazo hasta un andinista en
Londres) en las que ponía una sola pregunta: ¿Cómo recuerdas a Whymper? Las respuestas
fueron sorprendentes. El poeta Juan José Roldinás, por ejemplo, dijo que
Whymper le recordaba a la Avenida Whymper, que, a su vez, le recordaba a una
novia. Aunque un camino para este proyecto hubiera sido llevarlo por el lado de
la de-colonización, Coral prefirió no hacerlo, pues así se le sugirió
precisamente un profesor europeo, saquen sus propias conclusiones.
Para Coral, Edward Whymper es una especie
de héroe trágico que fue injustamente olvidado. Whymper escribió un libro
maravilloso sobre el Ecuador que en nuestro país se publicó 101 años después que
en Inglaterra. Por eso, más que del mismo Whymper, este proyecto fotográfico
habla de nuestra particular manera de preservar la memoria. En Ecuador nadie ha
leído el libro que escribió Whymper, pero, por otro lado, existe un Hotel
llamado Whymper que pertenece a seis hermanos solterones e hipercatólicos, un lugar
completamente siniestro. En algún punto, David Coral tuvo que ir al Archivo
Histórico y descubrió que allí solamente trabajan cinco personas, incluido el
guardia. La fachada del Archivo Histórico está descuidada, sucia, grafiteada, y
adentro, por supuesto, nadie sabe quién es Whymper.
El resultado físico de esta investigación
es un diario en el que Coral al fin pudo unir sus tres aficiones: la
fotografía, el andinismo y la literatura. Este diario está narrado en primera
persona, supone una pequeña ficción que se mezcla con hechos reales y es la
primera vez en la que el autor aparece en su propia obra. Por supuesto, se
trata de un detective (un detective de cafetines de la Alameda) que ha sido
contratado por Simón Espinosa para investigar al escalador británico. La razón
de esta investigación secreta solo se devela al final y supone una distopía en
la que Ecuador ha sido tomado por Alianza País. Los lugares históricos están
cambiando de nombre, el colegio Manuela Cañizares ahora se llama “Colegio
Gabriela Ribadeneira” y la cumbre del Chimborazo (que se llama Whymper) está a
punto de ser rebautizada como “René Ramirez”.
El mayor hallazgo del Diario
es subrrayar la importancia de la mirada, poner por primera vez en evidencia al
personaje que había estado siempre presente. Coral, al igual que Whymper, es,
siempre ha sido, tal vez sin saberlo, un explorador. Ha tomado el oficio de
fotógrafo como si fuera una tarea de exploradores científicos. Su afición desmedida
por Whymper que llamaba la atención a los compañeros de su clase no se debía a una admiración por los logros
que ya conocemos sino a una profunda identificación por la avidez, por el deseo
de descubrir, no necesariamente montañas, sino también lugares urbanos, personajes, o incluso geografías mentales.
En ese sentido los exploradores de la naturaleza no se diferencian mucho
de los filósofos o los poetas. El fotógrafo se convierte en un cazador de
imágenes que podría compararse al personaje de aquella película de
Antonioni, Blow Up, o al Charlie Parker construido por Cortázar en El Perseguidor. El personaje puede ser
un saxofonista o un fotógrafo o un navegante cuyo escenario no es el mar sino
las calles, y su cámara, una pequeña máquina del tiempo que le permite tejer
agujeros en el aire.
(Mundo Diners)
No hay comentarios:
Publicar un comentario