Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

miércoles, 22 de mayo de 2019

David Coral: detective de lo inútil



París, 2003. De la serie El Caramelismo
LA FORMACIÓN DE UN ARTISTA ES UN PROCESO COMPLEJO QUE PUEDE DEFINIRLO O CASTIGARLO, PERO QUE SIEMPRE LE ENSEÑARÁ ALGO SOBRE SÍ MISMO. AQUÍ LOS FOTOGRAMAS DE UN OJO EN BUSCA DE UNA MIRADA QUE SIEMPRE ESTÁ CAMBIANDO.


Uno: El Caramelismo 

Año 2000. La Alianza Francesa organizaba “el año internacional de la fotografía”. La muestra era imperdible: Sebastián Salgado, uno de los fotógrafos más importantes de nuestro tiempo. Allí se encontraron la crema y nata de la intelectualidad quiteña. Todos bebían vino y aclamaban al Dios de la fotografía latinoamericana. Todos, menos uno.  Un jóven excéntrico con pinta anacrónica que llevaba su cámara reflex al hombro. Nadie lo entendía, excepto uno: David Coral. “Me cayó bien porque se puso a hablar muy mal de Salgado, y la gente le empezó a putear, ¿quién eres tú?, ¿qué te crees?” recuerda, divertido. Hace frío en Quito y, mientras tomamos una cerveza en un bar de La Floresta, Coral habla de su amigo Gustavo Moya, definitivamente una influencia importante en su búsqueda artística.

David se graduó en el Colegio San Gabriel, donde formaba parte del Club de Andinismo, y fue esa afición la que lo llevó a inscribirse en los talleres fotográficos de la Alianza Francesa (CIAF). Tiempo después descubrió, en una colección de libros de la editorial francesa Touch, a los clásicos de los años ’30 como Cartier Bresson, Brassai y Kertesz, y entonces se entregó de lleno a su nueva pasión. 

Cuando conoció a Gustavo Moya, sus intereses empataron. Compartían el mismo hastío a la forma de mirar de los fotógrafos latinoamericanos, más bien de denuncia. Sentían que era hora de aprender a verse de otra manera, después de todo, en la ciudad debía haber algo más que miseria. Como antítesis al realismo social, un poco en broma y bastante en serio, y desde su lugar de veinteañeros inocentes y rebeldes, Coral y Moya se propusieron (¿por qué no?) crear un movimiento artístico. Si los franceses tenían el dadaísmo, aquí debería haber un equivalente, pensaron, y una noche, después de ver una exposición de Ansel Adams, crearon, en el Pobre Diablo, un movimiento propio al que llamaron El Caramelismo. Si la foto-denuncia hacía que el espectador sienta pena, o miedo, o ira, el caramelismo debía ser como una pequeña y delicada golosina de fresa derritiéndose en la boca. Allí donde todos hablaban de miseria, la revolución sería la belleza.

Aunque hoy recuerdan esa época con ternura y autocrítica, sí que se la tomaron en serio. Para ellos la fotografía implicaba mística y rituales. David tenía un atuendo especial para las misiones (chaqueta verde militar, botas de cuero, jean) Y el ritual consistía en salir –casi siempre por las noches– con la cámara al hombro, un termo de café y una radio en la que escuchaban cassettes de los Rolling Stones o Bob Dylan. Este sería el inicio de un vagabundeo romántico que se convertiría en ingrediente indispensable en la obra de Coral. Caminar, escuchar música, conversar, visitar lugares diferentes o visitar los mismos lugares pero para verlos por primera vez. Había ocasiones en las que ni siquiera tomaban fotos, la cámara era un pretexto para deambular, para habitar la ciudad de otra manera.

El proceso de revelado también envolvía descubrimientos. David montó un cuarto oscuro en la lavandería de la casa de sus padres. Allí, con Gustavo, desarrollaban teorías filosóficas sobre el proceso químico, decían cosas como “qué maravilloso es el revelador, pero mejor es el fijador, que logra sobreponerse a la luz”. El Caramelismo era todo un mundo, era buscar una belleza muy francesa en las calles de Quito, escuchar discos de vinilo, era Dada, era Jaques Brel, eran las veladas, era el surrealismo. Hasta redactaron, en máquina de escribir, algunos postulados que componían una especie de manifiesto. El Caramelismo no sólo fue una fiebre juvenil o un capricho de artistas novatos, éstas búsquedas románticas dieron como resultado dos exposiciones. La primera fue en el Ochoymedio (2003) y reunió las fotografías que habían hecho Moya en la Gay Pride de París en el 2001, y Coral, en la misma manifestación, en el 2003. La segunda exposición fue en el 2004 en la Casa de la Cultura, en la sala Víctor Mideros, y se llamó, sin más, “El Caramelismo”. Esta muestra, al contrario de las tendencias anarquistas o contestatarias que solían buscar los jóvenes de la época, buscaba elegancia y formalidad. “El Gustavo estaba loco, decía que a la exposición tenía que ir alguien de la Real Academia de la Lengua Española, algún Historiador, un representante de la Iglesia. Nos parecía que una exposición en serio tenía que contar con estos personajes”, recuerda Coral.



Dos: para mirar, hay que vivir.

La Habana, 2009. De la serie La ciudad desnuda


A veces, para poder ver, es necesario quebrar de un puñetazo el espejo y mirar cómo los pedazos se riegan por el aire, se pierden a lo lejos, formando un mosaico imposible de reconstruir. Entonces solo queda un camino: reinventarse.    

La exposición en la Casa de la Cultura fue quizás el cierre de esa primera etapa llamada Caramelismo. David había terminado la carrera de Literatura y sentía que en Quito los temas para fotografiar se le acababan, así que decidió ir a Barcelona para hacer un Máster en fotoperiodismo (2004-2005), un pretexto para irse. De hecho, en este diplomado no encontró nada que le sirviera realmente, pues se enfocaba en la parte técnica del oficio. En ese sentido Coral tuvo una desilusión, porque lo último que le interesaba era profesionalizarse como fotógrafo o “vivir de la fotografía”; no esperaba trabajar en un medio de comunicación ni hacer fotos de estudio, lo que quería era otra cosa, eso que sólo podía encontrar viviendo.

Tenía 23 años, estaba solo en Barcelona, no tenía un centavo, vivía esa realidad del joven latinoamericano que sueña con triunfar en Europa y se da con la piedra en los dientes. Pero fue ahí, en ese ambiente hostil, donde hubo un evento, sólo uno, que sería suficiente para aguzar su mirada. En el 2005 visitó una exposición de Robert Frank en el MACBA de Barcelona.  “¿Qué hacía este tipo fotografiando seres ordinarios?” Al ver la serie “Los Americanos”, la más famosa de Frank, Coral se sorprendió con esa mirada que prioriza la vida diaria a los hechos trascendentales, y entendió que no era la ciudad la que se había agotado, sino su mirada.

De vuelta en Quito, David empezó a dirigir y editar La Revista Montaña, sobre andinismo, actividad que le permitía estar conectado con sus otras búsquedas, la literatura y el andinismo, y también le otorgaba cierta autonomía económica con la que financiar distintos viajes. Estuvo en La Habana, Nueva York, Chicago, Bogotá, entre otras ciudades. Nunca se sabrá si los viajes eran un pretexto para fotografiar, o si era al revés: la acción de fotografiar como pretexto para viajar, para vivir, en el trabajo de Coral la línea que separa la vida de la obra es muy delgada. Como resultado de estos viajes David hizo una exposición en la Alianza Francesa en el 2012, llamada “La ciudad desnuda”. En estas imágenes hay una mirada que rechaza los lugares turísticos y se enfoca en esos sitios raros, diferentes, las librerías de segunda mano, las cafeterías bizarras, los recovecos, aquellos lugares que las ciudades guardan como secretos.

Después de concluir de alguna manera con el tema de La Ciudad (quizá el gran tema en su obra) al establecerse por un tiempo en Quito, Coral volcó su mirada hacia los personajes urbanos. Si antes su objeto de interés fue el paisaje urbano, luego comenzó una suerte de manía por los seres humanos, a quienes fotografiaba en misiones solitarias y durante el día. 

Sus caminatas eran larguísimas. Estaba obsesionado con la “quiteñidad” y con “qué es ser quiteño”. Si antes pretendía una composición perfecta, su nuevo estilo se caracterizaba por priorizar la gestualidad en una fotografía veloz, esperando ese gesto que rompe la linealidad del tiempo. Fotografió muchísimo Quito y sobre todo ciertos sectores en los que sentía que la vida bullía con más intensidad. Su zona favorita era el centro, Santa Prisca, La Alameda, El Egido y el IESS. Le gustaba meterse a los edificios, subir todas las gradas, husmear. Allí encontraba burócratas siniestros que estaban siempre resolviendo cosas, buscando papeles, postergando. Estos personajes le resultaban maravillosos porque en sí mismos guardaban elegancia y descuido, podía reconocerlos fácilmente y en ocasiones hasta se bajaba del bus para seguirlos. La cámara era nuevamente una excusa para permitirse expediciones profundas (de la Mariana de Jesús al Recreo ida y vuelta) o  subir  por las cuestas de Quito descubriendo esa geografía tan particular de la ciudad. Un fotógrafo es –debe ser– ante todo un voyerista. Alguien que más que mirar, espía. Urga en la realidad con fines inútiles.  



Tres: Whymper, de la fotografía de calle al ensayo visual.

Riobamba, 2017. De la serie La cuerda rota. A 139 años del viaje de Edward Whymper al Ecuador

Otro viaje provoca el tercer momento fotográfico de David Coral. Esta vez el destino fue Londres, y la razón, otra maestría. Pero a diferencia del primer diplomado, esta escuela creativa tenía profesores que invitaban a experimentar, que cuestionaban los tecnisismos convencionales. En su última propuesta confluyen todos los elementos que antes habían atravesado su obra: su pasión por la exploración, su gusto por el montañismo, su obsesión sobre la memoria y la literatura. Para su proyecto de tesis, David buscó un tema que implicara a Ecuador e Inglaterra. Inspirado en los exploradores que vinieron a la mitad del mundo en el siglo XIX, decidió plantear un proyecto fotográfico cuyo objetivo fuera cuestionar el manejo de la memoria de los ecuatorianos a través de un personaje, el escalador británico que llegó a nuestro país hace 138 años atraído por el Chimborazo, y que fue el primero en escalar casi todas las montañas del Ecuador: Edward Whymper.


Si en su primer momento fotográfico hubo la pretensión de perfección o composición clásica, cuyo referente eran los fotógrafos franceses de los años ‘30, y su segunda etapa se caracterizó primero por la búsuqeda de una ciudad diferente y luego por los personajes quiteños, su tercer momento se identifica por la simplicidad. Como suele suceder en ciertas búsquedas artísticas, David Coral ha ido de más a menos. En sus fotografías sobre Whymper se puede ver sencillez en la forma, acercándose más hacia el género del ensayo fotográfico que al de la fotografía callejera artística. Aquí las fotos no funcionan por sí solas como sucedía antes, tampoco son exactamente otro pretexto para el vagabundeo, acá, la obra es una flecha que nos remite a una idea.

Qué es lo que ha quedado del viaje de Whymper a Ecuador y cómo se recuerda en la actualidad, fueron algunas de las preguntas que se planteó David Coral. Envió varias postales a distintas personas (desde el guardia del refugio del Chimborazo hasta un andinista en Londres) en las que ponía una sola pregunta: ¿Cómo recuerdas a Whymper? Las respuestas fueron sorprendentes. El poeta Juan José Roldinás, por ejemplo, dijo que Whymper le recordaba a la Avenida Whymper, que, a su vez, le recordaba a una novia. Aunque un camino para este proyecto hubiera sido llevarlo por el lado de la de-colonización, Coral prefirió no hacerlo, pues así se le sugirió precisamente un profesor europeo, saquen sus propias conclusiones. 

Para Coral, Edward Whymper es una especie de héroe trágico que fue injustamente olvidado. Whymper escribió un libro maravilloso sobre el Ecuador que en nuestro país se publicó 101 años después que en Inglaterra. Por eso, más que del mismo Whymper, este proyecto fotográfico habla de nuestra particular manera de preservar la memoria. En Ecuador nadie ha leído el libro que escribió Whymper, pero, por otro lado, existe un Hotel llamado Whymper que pertenece a seis hermanos solterones e hipercatólicos, un lugar completamente siniestro. En algún punto, David Coral tuvo que ir al Archivo Histórico y descubrió que allí solamente trabajan cinco personas, incluido el guardia. La fachada del Archivo Histórico está descuidada, sucia, grafiteada, y adentro, por supuesto, nadie sabe quién es Whymper.

El resultado físico de esta investigación es un diario en el que Coral al fin pudo unir sus tres aficiones: la fotografía, el andinismo y la literatura. Este diario está narrado en primera persona, supone una pequeña ficción que se mezcla con hechos reales y es la primera vez en la que el autor aparece en su propia obra. Por supuesto, se trata de un detective (un detective de cafetines de la Alameda) que ha sido contratado por Simón Espinosa para investigar al escalador británico. La razón de esta investigación secreta solo se devela al final y supone una distopía en la que Ecuador ha sido tomado por Alianza País. Los lugares históricos están cambiando de nombre, el colegio Manuela Cañizares ahora se llama “Colegio Gabriela Ribadeneira” y la cumbre del Chimborazo (que se llama Whymper) está a punto de ser rebautizada como “René Ramirez”.

El mayor hallazgo del Diario es subrrayar la importancia de la mirada, poner por primera vez en evidencia al personaje que había estado siempre presente. Coral, al igual que Whymper, es, siempre ha sido, tal vez sin saberlo, un explorador. Ha tomado el oficio de fotógrafo como si fuera una tarea de exploradores científicos. Su afición desmedida por Whymper que llamaba la atención a los compañeros de su clase  no se debía a una admiración por los logros que ya conocemos sino a una profunda identificación por la avidez, por el deseo de descubrir, no necesariamente montañas, sino también lugares urbanos, personajes, o incluso geografías mentales.  En ese sentido los exploradores de la naturaleza no se diferencian mucho de los filósofos o los poetas. El fotógrafo se convierte en un cazador de imágenes que podría compararse al personaje de aquella película de Antonioni,  Blow Up, o al Charlie Parker construido por Cortázar en El Perseguidor. El personaje puede ser un saxofonista o un fotógrafo o un navegante cuyo escenario no es el mar sino las calles, y su cámara, una pequeña máquina del tiempo que le permite tejer agujeros en el aire.

(Mundo Diners) 

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